El lento camino de la revolución
MADRID.- Es una revolución y su camino, como el de todas las revoluciones, es incierto.
La rapidez con que cayeron los dos primeros dictadores árabes, Ben Ali y Mubarak, pudo crear el espejismo de un movimiento instantáneo, limpio y eléctrico como la tecnología usada por los revolucionarios para comunicarse. Nada más lejos de la realidad: una revolución es más un proceso que un acontecimiento. Sus vericuetos son sinuosos y con frecuencia no conducen a ningún lado o regresan al punto de partida. Tienen más de laberinto oscuro que de alameda luminosa. Su éxito no está asegurado ni es como un paseo militar.
Los egipcios, a diferencia de los tunecinos, sólo han despachado al faraón, que ya es mucho. Pero nada tocaron del sistema, una dictadura militar desde la misma fundación de la república en 1953, tras la expulsión del rey Farouk por parte de los Oficiales Libres, encabezados por Gamal Abdel Nasser.
Ni siquiera la idea de la dictadura castrense agota lo que es el ejército egipcio. Su papel en el sistema económico es central, como lo es en la preservación del núcleo vital de los grandes intereses y los pactos estratégicos (Israel, Estados Unidos) que definen el Egipto contemporáneo.
El punto en que llega ahora, a pocos días de la primera cita electoral para elegir un nuevo Parlamento, es la segunda fase de la revolución, en la que hay una pugna entre los socios anteriores, los manifestantes y los militares, unos para sustituir el actual poder militar por un poder civil y los otros para seguir ganando tiempo y evitarlo.
Los militares egipcios se guían, como sus pares de casi todo el mundo, por el mito que los identifica con el pueblo al que se presume que defienden. De ahí que eviten o difieran hasta el límite la decisión de disparar a su propio pueblo cuando creen que están en juego los intereses supremos. Incluso cuando lo hacen, como ya sucedió este año en varias ocasiones, se evita usar a la tropa y se enmascara para eludir un punto sin retorno en el que el poder militar carezca de todo margen fuera de la represión.
El mariscal Tantawi no puede admitir ni siquiera que la institución que preside tenga deseos o intenciones de perpetuarse en el poder. Anunció la fecha, junio de 2012 como muy tarde, para unas elecciones presidenciales que deben situar en la cúpula del Estado al primer presidente civil de la historia y planteó la necesidad de un referéndum para decidir si los militares deben entregar el poder inmediatamente.
Pero no ha negado, en cambio, ninguna de las pretensiones castrenses, como es mantener un estatuto especial de guardianes de la Constitución, contar con presupuestos e inversiones sin control parlamentario y seguir con un dominio reservado en un sector de la economía que se evalúa en un 25% del PBI. Por eso es de temer que manipule la agenda electoral y las urnas si hace falta.
Hay una situación de doble poder, el militar por un lado y el de la calle por el otro, que los Hermanos Musulmanes quieren desequilibrar en su provecho. También hay dos modelos en competencia: el de una república tutelada por los militares y el de una democracia islamista. Cabe que del cruce y acuerdo entre ambos salga un híbrido peor, en el que cada uno de los vectores mantenga su vigilancia, militar y religiosa respectivamente, al estilo del muy iliberal modelo saudí.
El futuro de las revoluciones árabes se juega de nuevo en Tahrir. Los últimos compases revelan que, a poco de cumplirse un año del comienzo, estamos todavía en el largo comienzo de una revolución incierta. Si Egipto avanza hacia la supremacía del poder civil, la revolución recibirá un nuevo impulso. Ya sabemos qué sucederá si quienes avanzan y consolidan posiciones son los militares.
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