Respaldo implícito argentino a la ofensiva
Ante un pedido de Estados Unidos
Al revés de lo que sucedió en la guerra de Afganistán, cuando eligió librar casi solo el combate contra el régimen talibán, Washington prefiere ahora, en los preparativos de la segura conflagración contra la dictadura de Irak, rodearse de la mayor cantidad de aliados posibles.
En esa necesidad estratégica norteamericana debe inscribirse la reciente posición adoptada por el gobierno argentino.
Es importante leer la posición argentina con las necesarias sutilezas de la diplomacia. Una versión sostenida por una inmejorable fuente diplomática asegura que Washington comenzó las negociaciones con la Argentina reclamándole el envío de tropas a la guerra.
Desde el principio de ese diálogo, el gobierno de Eduardo Duhalde descartó tal posibilidad con argumentos que suenan razonables: es una administración transitoria, que carecería de consenso político interno para meterse en una guerra, y que además tiene sobre sus espaldas una opinión pública mayoritariamente contraria al combate contra Irak.
Sin embargo, el hecho de que el Gobierno haya entregado, antes del conflicto, la puntual lista de ayuda humanitaria que proveerá inmediatamente después de la guerra, que en todos los casos será ejecutada por personal militar argentino, debe interpretarse como una homologación previa de la decisión guerrera de Washington.
El canciller Carlos Ruckauf le entregó esa lista al secretario general de las Naciones Unidas el mismo día que una copia del documento era depositada en el Departamento de Estado.
Tales gestiones se hicieron una vez que Estados Unidos, tras tomar la decisión de descerrajar la guerra, comenzara a tejer el arco de una alianza bélica. Lo urge no sólo la inminencia del conflicto, sino también la muy severa distancia planteada por Europa (sobre todo por sus dos naciones más poderosas, Alemania y Francia) y la consecuente imposibilidad de arrancarle al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas resoluciones a la medida de la Casa Blanca.
El segundo reclamo de Washington no dejaba lugar para rápidos rechazos. Consistía en que la administración argentina debía evitar una retórica contraria a la guerra y en que sus declaraciones debían enfatizar la necesidad de acabar con el terrorismo en el mundo.
El gobierno de Duhalde aceptó estos requerimientos y un buen ejemplo de ello son las expresiones públicas del propio Ruckauf. Si bien el canciller hace siempre hincapié en la conveniencia de que la guerra sea una decisión del Consejo de Seguridad, la verdad es que pone más énfasis en describir las condiciones del régimen de Saddam Hussein, ciertamente autócrata y sanguinario, y en destacar los peligros que presupone el terrorismo para la seguridad internacional.
Incluso, la sutileza diplomática no fue bien entendida por las oficinas del Presidente. Hace una semana, justo un día antes de la conversación telefónica entre Duhalde y George W. Bush, voceros del mandatario argentino formularon declaraciones de un pacifismo intolerable para las necesidades internacionales de Washington.
El embajador argentino en Washington, Eduardo Amadeo, reclamó en el acto una rectificación de las declaraciones, porque arriesgaban la conversación presidencial del día siguiente. La rectificación se hizo y Duhalde ordenó que sólo la cancillería o el presidente hablarían en público del conflicto.
Las relaciones con Brasil
Otro serio límite para el gobierno argentino lo coloca la propia naturaleza de la relación con Brasil, que atraviesa por la mejor época desde mediados de los años 90. Brasil nunca digirió la decisión del ex presidente Carlos Menem de enviar tropas a la guerra del Golfo sin previa consulta con sus vecinos y aliados.
La administración del presidente Lula podría enviar también ayuda humanitaria a Irak, pero no está dispuesto a anunciarlo previamente para no provocar el efecto de homologación que, de hecho, promovió la Argentina.
De todos modos, Washington asegura que sus tropas desembarcarán en tierra iraquí con el acuerdo explícito de diez países latinoamericanos y con soldados provenientes de dos naciones de la América hispanohablante. Un país será Colombia; el otro es un misterio aún para las cancillerías de la región.
A su vez, Brasil siempre colocó sobre la mesa, para continuar los trabajos de integración del Mercosur, dos condiciones tácitas: un sistema monetario parecido entre los integrantes de la coalición del sur americano (esto es, no ve con buenos ojos ni la dolarización ni la convertibilidad ni un método bimonetario en la Argentina) y una política común para los acuerdos comerciales, y de consulta permanente en materia de posiciones políticas internacionales.
La Argentina del gobierno de Duhalde se encaminó sola hacia la conformación de ese escenario: rige aquí el mismo sistema de flotación de la moneda que existe en Brasil y ambos países se comprometieron a llevar una posición común en las negociaciones con Washington por el ALCA, el proyecto norteamericano de integración del continente. Esos acuerdos llenaron de alborozo al canciller brasileño, el sutil diplomático de carrera Celso Amorim, en su reciente visita a Buenos Aires.
Sin consenso interno político y social para acompañar la guerra, y con esos condicionamientos por parte del principal socio comercial del país, al gobierno de Duhalde sólo le quedaba tomar distancia de la neutralidad, una actitud que hubiera sido imperdonable para la Casa Blanca. Así, encontró el camino de una homologación implícita.
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