A qué se enfrentan las más de 60.000 personas transgénero menores de 25 años que no tienen un techo seguro y cada noche buscan en las calles un lugar donde descansar
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Una noche de verano, en el West Village de Nueva York, Justice y Shopie espían el interior de los autos que pasan, buscando hombres que les puedan ofrecer una cama hasta el otro día y algo de efectivo a cambio de sexo. Un Lexus negro para junto al cordón, y Sophie se inclina hacia la ventana. Lleva su cabello enrulado recogido en el cuello, y baja los hombros con la esperanza de hacer que su cuerpo desgarbado parezca más pequeño. Dos pulseras de perlas se le deslizan por el antebrazo derecho, y el esmalte malva de sus uñas hace juego con las calzas que lleva bajo el vestido negro sin mangas. El conductor, un cliente conocido, es un hombre mayor con una gorra de béisbol. Pide ver el pene de Sophie por 10 dólares. Ella lo rechaza, esperando que ofrezca más. Justice le dice a Sophie que el mismo hombre la había buscado la otra noche. Da vueltas por la cuadra tres veces más pero lo ignoran. “Está jugando demasiado conmigo”, dice Sophie.
En la República Dominicana, donde nació Sophie, su madre tenía problemas de adicción y mandó a Sophie a vivir con su abuela en Nueva York cuando tenía seis meses. La abuela, que le podía mandar dinero, ropa y comida a la familia, dice Sophie, gracias a su trabajo como proxeneta de chicas indocumentadas, fue golpeada por dos hombres que casi la matan cuando Sophie estaba en cuarto grado. Tanto su abuela como su padre le pegaban, dice, y a veces la dejaban fuera de la casa. “Era más odio que disciplina”, recuerda. “Mi papá me pegaba en la ducha con un cinturón y me pegaba en la cara, y me decía maricón. Después se daba vuelta y decía: ‘Te amo’. ¿Cómo podés tratarme así si me amás?”
Empezó a vivir en la calle a los 16 años, e iba a la escuela cuando podía, pero pasaba más tiempo preocupándose por dónde comer, bañarse y dormir cada noche. “No podés ir a la escuela con olor, llamando la atención”, dice. “Me bañaba en los lavabos de Starbucks.” Hoy, a los 21 años, espera construirse una carrera en los derechos civiles, ya sea como abogada o trabajadora social. La mañana siguiente, de hecho, tiene una entrevista para una pasantía en la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU). “Yo sé que voy a ser una persona muy exitosa”, dice. “Quiero que [mi padre] se dé cuenta de lo que perdió.”
Justice, la amiga de Sophie, es miembro de la tribu Lumbee de Carolina del Norte. Viajó a Nueva York por primera vez a los 19 años, acompañando a un hombre que publicitaba su negocio de porno amateur en Internet. Justice dice que su padre estuvo preso por violación. “Siempre supe que era un hombre malo porque siempre lo visitaba en la cárcel”, dice. Su madre, que se pasaba más tiempo de fiesta y tomando drogas que cuidando a Justice y su hermana, perdió la custodia de sus hijas cuando Justice tenía cuatro años, aunque siguen en contacto, dice Justice. “Soy su hija preferida. Me entiende, y yo la entiendo.”
Esa primera estadía en Nueva York, cuatro días en los que la filmaron teniendo sexo, fue suficiente para inspirarla a volver solamente con una valija. Cuando le dijo a la policía de la Autoridad Portuaria que no tenía casa, la mandaron a una organización que ofrecía un pasaje de vuelta a Carolina del Norte. En su lugar, Justice buscó una solución en Grindr, una aplicación de citas. Un hombre de sesenta y pico se la llevó a su casa. Se quedó brevemente en un refugio para hombres, pero dice que tanto otro residente como un miembro del staff intentaron violarla en varias ocasiones. “Me gustaba que el personal no estuviera encima tuyo, pero tu seguridad estaba en riesgo”, dice. “Googleé refugios para gente gay y encontré Sylvia’s Place”, un refugio específico para personas LGBTQ.
Justice es delgada, con rasgos faciales angulares y un hoyuelo en la barbilla. Tiene una camisa de jean gastada y mantiene su nueva peluca rubia en su lugar con una vincha de cristal. Las uñas, recientemente pintadas de rosa, hacen juego con su lápiz labial. Un par de meses antes, se casó con otra persona que conoció en Sylvia’s Place para recibir más beneficios. Actualmente tienen un cuarto privado en un refugio familiar y están en una lista de espera para recibir asistencia estatal para alquilar en la Section 8. “Me gusta porque te podés quedar todo el día en el cuarto”, dice Justice acerca de su alojamiento actual. “Tenés tu propio baño y heladera, así que puedo hacer mi propia comida.”
Se saca las sandalias y se pone un par de zapatos de taco aguja, mientras Sophie se acerca al cordón. La mayoría de las noches, Sophie duerme en un subte, con un cliente, o con un hombre de 55 años en Washington Heights. “El es mi sugar daddy desde que yo era una butch queen [reina machona]”, dice. “Siempre me decía que si yo tenía amigas que quisieran hacer algo de plata y que les chuparan la pija, que las trajera.” Se confiesa como una romántica irredenta -“Quiero estar con un tipo que quiera saber cuál es mi color favorito”, dice- pero, por ahora, los paseos son su rutina. “Si me pagan”, dice, “al menos no me siento usada”.
Un hombre rubio y flaco, fumando una pipa de vidrio apoyada sobre la palma de su mano, baja la velocidad para hablarle.
“¿Cómo estás?”, le dice Sophie.
“Soy hétero”, dice, “pero la gente como vos fue demasiado discriminada, especialmente las chicas trans de color. ¿Querés hablar conmigo 10 minutos?”. Sophie le dice que es dulce, y que va a estar toda la noche si quiere contratarla más tarde. “¿Pero qué pasa si te agarra algún otro tipo antes?”, pregunta. Ella no contesta, y mira en otra dirección. Espera ganar el suficiente dinero como para alquilar un cuarto de hotel en la calle 27 y dormir un par de horas antes de su entrevista con la ACLU a las 9:30 a.m. Se mueve hacia la esquina, con el costado izquierdo de la cadera inclinado hacia una línea de autos que esperan el semáforo.
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Ahora hay más de 350.000 personas transgénero de menos de 25 años en Estados Unidos, la mayoría de ellas en las ciudades más grandes de Nueva York, California, Florida y Texas, y se estima que el 20 por ciento de ellas no tienen viviendas seguras, aunque muchos proveedores de servicios creen que ese cálculo es bajo. Craig Hughes, de la Coalición para Jóvenes Sin Techo, señala que la definición federal de “sin techo” no incluye a aquellos que intercambian sexo por alojamiento; en su lugar, son considerados como con una vivienda “inestable”. “Hay miles que no se cuentan”, dice Hughes. “Están desconectados de los servicios, duermen en varios sofás por mes, y pasan algunas noches cambiando sexo por un lugar donde quedarse.”
En total, más o menos un tercio de las 1.400.000 personas transgénero del país dice haber estado sin techo en algún momento de su vida. En promedio, las personas transgénero tienen 13 años de edad cuando se encuentran por primera vez en las calles de Nueva York, una ciudad cuyos refugios cuentan con sólo 400 camas para un estimado de 4.000 jóvenes sin techo. Aun así, para un montón de adolescentes transgénero, “refugio” es un término inapropiado. Muchas veces pierden sus camas por infracciones menores, y quedan sin posibilidad de apelación. Un setenta por ciento dicen haber sufrido acosos o abusos físicos o sexuales. “Los refugios de la ciudad nunca fueron seguros”, dice Kate Barnhart, directora del programa New Alternatives, “especialmente para la gente LGBTQ”. Con tan pocas opciones de alojamiento, la prostitución es muchas veces la forma más fácil de acceder a una cama. “Después de 48 horas de estar en la calle, reciben ofertas sexuales”, dice Cole Giannone, director del Ali Forney Center, un refugio para jóvenes LGBTQ. Sophie, que está ahorrando dinero para una cirugía de transición, dice que no le molesta el trabajo, pero resiente el estigma. “Odio el estereotipo de que somos todas drogadictas reventadas”, dice. “Es todo mucho más complejo.”
Incluso en el sistema de refugios, la gente joven rara vez tiene la chance de estabilizar sus vidas. En una cena para jóvenes LGBTQ sin techo en la iglesia St. Luke en el West Village, dos chicas trans entran visiblemente lastimadas. Una de ellas, Elii, una chica de 24 años de Queens, oculta su brazo izquierdo en un buzo gris que está cubierto de sangre. Dos noches antes, su novio la apuñaló en la mano y en el bíceps derecho durante una pelea; todavía tiene una cicatriz en el lóbulo del oído derecho de cuando su novio le abrió la cabeza con una tabla de madera. Elii hace poco perdió su cama en un refugio para jóvenes. “Me amonestaron por ir al baño a la noche y porque no estaba completamente vestida”, dice. “Tenía una remera larga y ropa interior.”
Muchos refugios para jóvenes tienen límite de tiempo -entre 30 y 60 días- y muchas veces tienen restricciones de edad. Aurora, amiga de Elii, esa noche entró rengueando, con medias de red y un par de sandalias destruidas y los pies repletos de ampollas. Vive en la calle desde los 14, entre camas de refugios y noches en el pavimento. En una semana, cuando cumpla 21 años, va a superar la edad de su refugio actual. “Me van a echar”, dice.
Sophie está ahorrando para su transición. No le molesta el trabajo sexual, pero resiente el estigma. "Odio el estereotipo de que somos drogadictas reventadas", dice. "Es más complejo."
La Ley Federal para Jóvenes Sin Hogar destina fondos a servicios para personas de hasta 25 años, de modo que los estados y municipios deciden si asignárselos o no a los mayores de 21. “Los límites de edad arbitrarios no funcionan”, señala Beth Hofmeister, abogada de la Asociación de Ayuda Legal. “Especialmente para jóvenes que atravesaron traumas. Incluso una semana estando sin techo te puede afectar.”
En la calle, una gran cantidad de adolescentes trans termina con registros criminales por ofensas menores: colarse en el subte, beber, orinar, defecar o acomodarse los genitales en público. Estos antecedentes se convierten en trabas para acceder a los recursos que necesitan para salir de la calle. “Las fuerzas del orden ven a esta juventud como criminales”, dice Meredith Dank, investigadora en el John Jay College de Nueva York. “Y si tenés antecedentes... que tengas suerte para estabilizar tu vida.”
También hay un arco de necesidades que son específicas para personas transgénero: acceso a servicios de salud por temas de hormona o cirugías; señaladores de género en los documentos; y acceso a baños apropiados al género. La policía asume rutinariamente que son prostitutas, y otras personas en la calle las ven -especialmente a las que “se les nota”- como blancos fáciles de violencia. Además hay incontables momentos en los que la sociedad civil, en múltiples formas, sugiere que sus vidas no valen nada. Con tantas cartas en contra -pobreza, racismo, sexismo y homo y transfobia- son, en gran medida, la población más vulnerable de Estados Unidos.
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Es mucho más difícil ser trans cuando no parecés del género con el que te identificás. Las chicas critican a las amigas que no logran pasar por cisgénero -cuando la identidad de género se corresponde con el sexo de nacimiento- y se recuerdan entre sí que deben “actuar como mujeres”. Les molesta cuando una es vista como masculina o se acomoda los genitales frente a otra gente. “Tenés que ser correcta”, dice Justice. El verano pasado, ella llevaba sólo un par de semanas presentándose como femenina, pero estaba aprendiendo a montarse con las herramientas disponibles: ropa, maquillaje, y bloqueadores de testosterona. Una amiga le dio su primera dosis de hormonas gratis: “Estoy cansada de afeitarme”, le dice a Sophie pasándole un porro un día.
Están sentadas en las afueras del Instituto Hetrick-Martin (HMI), una organización sin fines de lucro para jóvenes LGBTQ, cuando otra amiga, Scarlet, se suma y se sienta en su mismo banco. Scarlet les dice que fue arrestada en un refugio por pelearse con el guardia de seguridad. “Venía de días sin poder dormir y arruiné todo”, dice. Pasó seis días encerrada en la prisión de Rikers Island, donde la ubicaron con la población masculina. Sophie se queda callada, chupándose el pulgar; en 2015, pasó más de seis meses encerrada por robarse paquetes de UPS de la puerta de otra gente, y dice que la colocaron en observación suicida luego de que un oficial la agrediera. (Las mujeres trans tienen cinco veces más chances de ser agredidas sexualmente por empleados de prisión que otros reclusos, y nueve veces más chances de ser agredidas sexualmente por otros reclusos.)
En HMI, Sophie y Scarlet no ven la hora de ducharse. Sophie no se baña desde hace cinco días; Scarlet, hace más de una semana. Después de salir de Rikers, se enganchó con un tipo en Grindr que le ofreció metanfetaminas a cambio de sexo. El era HIV positivo. “Sabía que era poz y detectable, pero me dejó de importar, porque quería la droga”, dice. “Soy adicta. Las drogas me hacen sentir mejor. Me sacan el hambre. Me hacen sentir flaca.” Tuvieron sexo sin protección y después, dice Scarlet, “me dio un Truvada” -que puede reducir el riesgo de contraer HIV- “para tratar de lavar su culpa por haber tenido sexo conmigo”.
Para Scarlet, “desmontarse” y presentarse como masculino en Rikers fue una concesión dolorosa. “Vi a chicas desmontarse para sentirse seguras por un rato”, dice Scarlet. “Yo tuve que vivir como hombre seis días porque estaba asustada.” Pero a la consejera de HMI le preocupaba más su exposición al HIV. “Lo único que escuchaba era HIV”, dice Scarlet. “Me desilusionó porque pensé que ella entendería lo que yo estaba atravesando psicológicamente.” Tampoco está pudiendo recibir sus inyecciones de hormonas. “Me está volviendo a crecer el vello facial, y se me están achicando las tetas”, dice. “¿Soy realmente una mujer?”
En Estados Unidos, un 41 por ciento de la gente trans empieza terapia de hormonas entre los 18 y los 24 años de edad, un proceso que, en la calle, puede ser esporádico y peligroso. “No están necesariamente recibiendo hormonas hechas en este país, o que sean apropiadas”, dice Ronica Mukerjee, profesora de la Escuela de Enfermería de Yale. Por ejemplo, muchas pacientes de Mukerjee toman pastillas anticonceptivas como sustituto del tratamiento de hormonas, dice, “lo cual puede causar complicaciones cardiovasculares”. Del mismo modo, sin acceso a cirugía, muchas de ellas, se dan inyecciones de silicona, un procedimiento con riesgo de muerte frecuentemente realizado por personas sin licencia, para modificar el cuerpo de las mujeres trans agregándoles curvas. Pero igual de peligrosa es la incapacidad de pasar por su género de preferencia, lo cual está asociado con tasas más altas de violencia.
Muchas chicas trans reciben tratamiento médico, incluyendo terapia de hormonas, a través de Medicaid, el programa de salud que fue expandido por la Ley del Cuidado de la Salud Asequible. Pero acceder a los servicios de salud, al igual que a los hospedajes, puede ser abrumador. “Los estándares médicos no son muy receptivos a la gente trans y sin techo”, dice Mukerjee. Sin el papeleo necesario, las chicas como Scarlet y Justice muchas veces empiezan sus transiciones sin supervisión, en la calle.
Scarlet fue adoptada de Rusia cuando tenía dos años, y luego recibida por madres lesbianas en Wisconsin. Después de terminar la secundaria, rebotó de un trabajo a otro en tiendas de ropa, diseño o joyas hasta que se anotó en la escuela de cosmética, pero dice que sus madres le pidieron que dejara la casa cuando su alcoholismo se fue de control. Usó su último salario de Nordstrom para mudarse a Nueva York.
Trató de adaptarse a dormir en el subte, y aprendió que algunas líneas son más seguras que otras. A veces se despertaba y encontraba que le habían robado la cartera, o que había un hombre tocándola. Una vez, se despertó cuando un hombre le pegó en la cara, mientras le robaba. Terminó bajo observación por intento de suicidio dos veces en ese diciembre, usando el hospital como refugio por 72 horas. “Necesitaba una cama”, dice. “Hice lo que tenía que hacer para poder dormir en Navidad.”
Ese primer invierno, conoció a Elii y a Quinn, una ex estudiante de indumentaria afecta a largas diatribas políticas. La invitaron a dormir en un auto abandonado en Queens, donde las chicas se amuchaban debajo de varias sábanas con los abrigos puestos y tomaban Four Lokos. En esa época, Scarlet tomó hormonas sin receta por primera vez. Le encantó el cambio, pero el proceso resultó ser más lento de lo que pensaba. Tener acceso a un seguro médico se convirtió en su prioridad. “Era algo a lo que aferrarse”, dice. “Tengo que tomarme la transición en serio para que otras personas también se la tomen en serio.” En este momento, Scarlet recibe hormonas de un centro de salud comunitario. El programa Medicaid de Nueva York empezó a cubrir cirugías de reasignación de género para pacientes transgénero en 2015. Scarlet espera hacerse una cirugía este año. “Necesito que Nueva York me dé mi vagina”, dice. “Después me puedo ir.”
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Una tarde lluviosa, Scarlet y Quinn están sentadas en los escalones de un escenario en un parque de Harlem, escroleando en Grindr y fumándose un porro. Quinn le cuenta a Scarlet acerca de su último romance, un artista del Bronx. Tiene treinta y pico y vende metanfetaminas. “Piensa que soy hermosa”, dice Quinn. “Siempre me dice: ‘Sacate el rímel, sacate el maquillaje’.” Quinn le preguntó sobre su situación con el HIV. “Dijo que era negativo, aunque su ex era positivo”, dice. “Dijo que se había hecho el análisis hacía tres meses.” Scarlet dice que su ex novia era “sucia”, pero Quinn admite que su ex también era positivo.
En Nueva York, una de cada dos chicas trans contraen HIV antes de los 24 años, la tasa de infección más alta de cualquier segmento de la población, según el Reporte de Vigilancia del HIV de 2014 en la ciudad. “Las cifras son importantes”, dice Jason Walker, de VOCAL-NY, un grupo local de información sobre HIV/SIDA. “La gente joven que fue desplazada de su casa usa el cuerpo para acceder a alojamiento. Es difícil para una persona joven negociar cómo debe verse el sexo seguro.”
Cuando Quinn salió del clóset a los 16 años, su madre la echó de la casa. Una profesora de su escuela en Charlottesville, Virginia, la invitó a vivir con ella, permitiéndole a Quinn terminar la secundaria e inscribirse en la universidad. Para su segundo año, había conseguido una pasantía y se mudó con su novio. El arancel de la universidad era de 26.000 dólares, y la ayuda financiera no cubría ni la mitad, así que Quinn vendía éxtasis. La arrestaron por ofrecerle 200 pastillas a un policía encubierto en su último año en la universidad.
Después de 18 meses en la cárcel, se empezó a quedar en Sylvia’s Place hasta que superó la edad reglamentaria. Empezó a usar apps de citas para conseguir lugares para dormir. Se espera, usualmente, intimidad sexual, y negociar seguridad se complicaba. “Siempre les decís que sos trans, nunca asumís que lo saben”, dice. “Estoy cuidándome. Estos chicos pueden ser violentos.”
Esta noche, ninguno de los chicos de Grindr se ve bien -“Demasiadas butch queens y travestis”, dice Quinn- así que deciden dirigirse hacia el Downtown. En la calle 42, un hombre les convida un porro de K2. “Es la droga del futuro”, dice Quinn. “Podés estar caminando por la calle y te transporta a otro plano.”
Felizmente mareadas, prosiguen hacia la farmacia siguiente, donde se separan, recorriendo los pasillos. Quinn se roba delineador de ojos y lápices labiales, Scarlet una botella de solución para lentes de contacto y un clip con una piedra preciosa que se esconde en el moño. En otro lugar, cambian el botín por una gift card de 58 dólares y se dirigen a Penn Station. En una fuente de agua cercana, Scarlet reconoce a un hombre que se dirige hacia ellas. “¿Tenés algo para fumar?”, le pregunta Scarlet.
“Sí”, contesta. “Tengo algo.” En la escalera mecánica para salir de la estación, Quinn cruza la mirada con el hombre, y le dice: “Vos sabés que no vamos a hacer nada con vos, ¿no? No te hagas expectativas”. Asiente, y Scarlet le da la mano.
En otra farmacia, Quinn y Scarlet gastan la gift card en bebidas energizantes y ensalada de frutas, mientras su nuevo compañero se queda en la puerta, devorándose un gyro de cordero. Quinn lleva al grupo hacia un parque, donde se sientan en un banco. El hombre arma un porro mientras Scarlet le masajea la espalda. “¿Cómo se llama ella?”, le pregunta Quinn al hombre. “No es sólo un objeto sexual.”
Al recordar su último encuentro con Scarlet, el tipo dice: “Me chupó la pija tan fuerte que hizo que me quisiera casar con ella”.
“Qué falta de respeto”, dice Quinn. “Tenés que acordarte de su nombre. Lo acabo de decir. ¿Cómo se llama ella?”
Levanta las cejas ante Scarlet, quien baja la mano hacia su muslo. “Necesito una cama”, le dice Scarlet. “No un callejón, ni una cabina de teléfono, ni un baño.” El se inclina, y le suspira al oído, para que Quinn no pueda escucharlo. Scarlet sale disparada. “¿Una letrina? ¿Me estás cargando? ¿Te parece que ésta es una boca de letrina?” Quinn revolea los ojos y se para como para irse. Son las 3:30 a.m. “Vámonos”, le dice a Scarlet. “Todavía no hice un peso.”
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Sophie consigue la pasantía en la ACLU. Gana 10 dólares por hora, 20 horas por semana y una tarjeta mensual de subte, pero no les dijo a sus supervisores que está sin techo. “Trabajé tanto para llegar incluso hasta la puerta”, dice. “Quiero trabajar, tener mi propio dinero.” La mayoría de las noches, sigue buscando citas. Según un estudio reciente, alrededor de un 80 por ciento de los jóvenes sin techo dejarían de vender favores sexuales si tuvieran otras opciones. “La gente joven sabe, y puede buscar recursos, pero no pueden pagarse el alojamiento porque les pagan salarios basura”, dice Giannone, del Ali Forney Center.
Para el fin de semana del Día del Trabajo, las finanzas de Sophie están complicadas. La noche anterior, una cita le ofreció 60 dólares y compró 20 piezas de patitas de pollo para compartir en el subte de regreso a su casa en el Bronx. Sophie no veía la hora de dormir, pero después del sexo, él se negó a pagarle. Era la primera vez que la engañaban, dice. Durmió en un parque. Esta noche, la calle Christopher, en el Village, está muy lenta. Sophie esconde su cartera en una máquina expendedora de diarios, y al poco tiempo ve un hombre tirado en la vereda frente a la entrada del tren PATH. “Ahí está mi dinero”, murmura, corriendo hacia él. “¡Baby, levantate!”
“Estoy muerto”, farfulla el hombre.
“No, no lo estás”, dice Sophie, mientras lo levanta y lo abraza. Una pareja se detiene a preguntar qué pasa. “Sólo necesita algo de amor y cuidado”, les dice Sophie. La pareja le pregunta al borracho su dirección, y le ofrecen llevarlo a su casa o guiarlo hacia la estación. Sophie les grita, dándose vuelta: “¡Aguafiestas!”.
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Para la medianoche, Sophie se pasa el dedo índice por los párpados; el maquillaje la está irritando las córneas, y pestañea para suavizar sus ojos rojos. Se detiene en un banco para fumar el resto de un porro que se había guardado, y luego retoma su camino al subte; primero para a comprar un chocolate y luego salta el molinete. Son las 12:45 a.m., y Sophie calcula que puede dormir hasta las 6 a.m., luego intentará conseguir una cita antes de la pasantía.
En el tren, elige un asiento en una esquina, del otro lado de la cabina del conductor. Cuando el tren se detiene en medio del túnel, Sophie se despierta por el frío y se pone un vestido negro que le prestó una amiga para ir a la oficina.
Sale de la estación Christopher Street a las 3:40 a.m., esperando agarrar algún “pájaro tempranero”. Pasa a través de personas que pasean, o se tambalean, hacia el puerto, y finalmente levanta a alguien alrededor de las 6 a.m., permitiéndole “descansar algo y hacer algo de plata”. Sophie le manda un SMS a su supervisora en la ACLU, para decirle que no puede ir al trabajo. “Dijeron que estaba OK”, dice. “Pero mi supervisora me dijo que le diera al menos dos días de aviso la próxima vez. Dijo que están tratando de enseñarme a ser responsable.”
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Frente a las oportunidades más incalculablemente remotas, estas chicas pasan cada día tratando de conservar un sentido de dignidad, de ser amadas, de encontrar un lugar de pertenencia, de sobrevivir. Pero la mayoría de ellas tuvo problemas para progresar. Un año después, Elii está en la cárcel por robo, Aurora sigue durmiendo en la vereda, y Quinn pasa la mayoría de sus noches en un parque en la calle 34, después de un invierno en el que vivió con su novio drogándose todas las noches. “Si quiero florecer, no puedo estar ahí”, dice. Scarlet, desde entonces, tuvo sobredosis de heroína dos veces, y planeaba suicidarse en su cumpleaños número 25, “porque mi vida era una mierda”. En su lugar, logró desintoxicarse y conseguir una cama en un refugio de mujeres. Ahora ocupa sus días con terapia de grupo, pero le cuesta mantenerse sobria. “Quiero un trabajo ya mismo, ser más productiva, menos aburrida”, dice. “El universo se me va a abrir.”
Justice inició el divorcio de su marido a causa del alcoholismo de él, y está quedándose en un refugio para hombres (en su documento, su género todavía figura como masculino). Trabaja de stripper -“De noche tengo un horario máximo de llegada, así que tuve que aprender a vender mi cuerpo de día”, dice- y pasa la mayor parte del tiempo en el refugio de hombres presentándose como masculino, por seguridad. “Piensan que soy un debilucho”, dice sobre los otros residentes. “¡Me encanta pelear!”
Sophie tuvo más suerte que las otras. En agosto, se mudó a una residencia de apoyo. “Para calificar, tenía que llevar más de dos años sin techo, tener una historia de abuso de sustancias o de encarcelamiento”, dice Sophie. “Yo tenía las tres.” En su edificio hay gimnasio, jardín y un salón comunitario, pero Sophie pasa la mayor parte de sus días en su monoambiente, cocinando y buscando compañía en internet. Ahora puede responder a llamadas para Grindr desde su casa, que es más seguro que en la calle. A pesar de sus expectativas iniciales, no le ofrecieron un trabajo en la ACLU, y ahora quiere un trabajo en un estudio de abogados o en el sistema de refugios. Empezó a tomar hormonas hace ocho meses, e hizo que actualizaran su nombre en todos sus documentos, excepto el pasaporte. Pero sigue tratando de acostumbrarse a vivir sola. “Estuve viviendo mucho tiempo en lugares con otra gente, sea la cárcel, los refugios o los tratamientos”, dice. “La soledad es dura. No quiero morir y que no haya nadie para enterrarme. Como mujer trans, yo pienso en estas cosas.”
La investigación para este artículo contó con el apoyo de la CUNY Graduate School of Journalism.
Laura Rena Murray
LA NACION