
Algo más sobre "Los traidores"
El sábado último esta columna evocó una curiosa obra de teatro, nunca representada, que Silvina Ocampo y su gran amigo, el poeta Juan Rodolfo Wilcock, escribieron allá por 1948: "Los traidores". Y se recordó también, en líneas generales, el argumento de la pieza: intrigas cortesanas en el ocaso del Imperio Romano, hacia el 220 de nuestra era, cuando gobernaba el emperador Caracalla pero el verdadero poder era ejercido por su madre, Julia Domma, de una aristocrática familia siria.
Hugo Marín aspiraba a ponerla en escena y como paso previo se decidió que un grupo de amigos de Silvina y de su marido, Adolfo Bioy Casares (quien nada tuvo que ver en esta historia), grabaríamos "Los traidores", tan sólo para ver -para oír, mejor dicho- cómo sonaban los versos. El grupo era por demás heterogéneo: una actriz ya comprometida para la puesta, la espléndida Mercedes Sombra, un actor y director, Santangelo, y Enrique Pezzoni, su hermana Chepina, la escritora española exiliada Rosa Chacel, alguien más que no recuerdo y yo.
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Nos reuníamos los sábados por la tarde en casa de los Bioy, en torno de un Winco primitivo, provisto de un hilo metálico en vez de cinta. Todo habría funcionado con cierto orden, si no fuera por Johnny Wilcock. Escritor genial, pero niño terrible, no podía controlar su afán de molestar y desconcertar al prójimo. Probablemente la grabación lo aburría. A cada rato interrumpía, o provocaba algún incidente sin importancia, pero que desconcentraba a los intérpretes. Se supone que Bioy lo retrató en el personaje de Oribe, el insoportable poeta delirante de "El perjurio de la nieve".
Esa tarde, Wilcock estaba más impertinente que nunca. Creo haber sido el único del grupo que, por casualidad, lo vio desbaratar de un manotazo, disimulado (él miraba para otro lado), el libreto original, que estaba, con las hojas sueltas, apilado en un extremo de la mesa ratona. Cada uno tenía el suyo, pero Silvina, siempre algo distraída y bastante corta de vista, seguía la lectura en ese libreto. Las hojas cayeron al suelo, desparramándose al voleo, debajo de la mesa y del sofá. Todos nos precipitamos a recogerlas, procurando reordenarlas. Y allí fue la ocasión de ver a estos famosos personajes, la dueña de casa, la Chacel, Pezzoni, todos, en cuatro pies, a la caza y la pesca del libreto desordenado.
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No contento con el desastre que había provocado, Wilcock encontró un placer malicioso adicional. Alzaba una hoja y proclamaba: "¡La número treinta!" (por ejemplo). Alguien, de debajo de una silla, concordaba: "¡Yo tengo la treinta y uno!". Pero cuando se trataba de juntarlas, se descubría que Johnny se había "equivocado": "Lo siento, perdoná", decía, y seguía mezclando los papeles al azar. Hasta que Marín se cansó y majestuosamente anunció que se retiraba y no volvería hasta que alguien impusiera orden en ese pandemonio. A veces pienso que el verdadero teatro estuvo realmente en esas reuniones, más que en el libreto deshojado. También pienso si no sería la oportunidad de que algún grupo "off" contemplara la posibilidad de estrenar "Los traidores". Hasta podría ser que los invitaran a un festival extranjero y volvieran con un premio.






