Ferrari: un juego de opuestos entre el brillo de la fama y las turbulencias de la vida íntima
Con un montaje tenso y dinámico, el director Michael Mann plantea el film como una carrera de Fórmula Uno que convive con una historia doméstica, dos formas distintas de mostrar una vida marcada por la velocidad y la tragedia
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Ferrari (Estados Unidos/2023). Dirección: Michael Mann. Guion: Troy Kennedy Martin. Fotografía: Erik Messerschmidt. Edición: Pietro Scalia. Diseño de producción: Maria Djurkovic. Música: Daniel Pemberton. Elenco: Adam Driver, Penélope Cruz, Shailene Woodley, Jack O’Connell, y Patrick Dempsey. Duración: 130 minutos. Calificación: apta para mayores de 13 años con reservas. Nuestra opinión: buena.
“Tengo un secreto” dice Enzo Ferrari (Adam Driver) a su pequeño hijo Piero mientras inspeccionan el diseño de un motor, “cuando algo funciona bien, suele ser hermoso ante los ojos”. Aunque esto se aplica fácilmente a los vehículos de la escudería homónima, paradójicamente, la propia película desmiente la generalidad de la sentencia. Ferrari luce extraordinaria y, sin embargo, no funciona del todo bien. Es esperable que una obra de Michael Mann tenga una puesta en escena pulida y una atención especial al diseño de las cosas. Se trata, después de todo, del realizador que con su serie Miami Vice definió la estética de los años 80. Su carrera cinematográfica también alcanzó un pico singular unos años después con Contrafuego (1995) y El informante (1999) pero no volvió a producir nada a esa altura.
Ferrari comienza con su protagonista despertando en una casa de campo. Silenciosamente, besa a su mujer y a su hijo que todavía duermen y, al irse, hasta tiene el cuidado de no arrancar su automóvil sino que lo empuja hasta una pendiente. Cuando pone primera, la película también cambia de velocidad. Con un montaje tenso y dinámico, Mann muestra un trayecto por la ruta como si fuera una carrera de Fórmula Uno, algo que anticipa que dos formas distintas, quizás dos historias distintas, una pausada y otra acelerada, van a convivir. Tras que Ferrari llega a su destino, no solo se hace claro por qué corría sino que la división insinuada es aún mayor: el empresario tiene dos casas, una en la que vive su amante, con la que tuvo un hijo, y otra en la que convive con su esposa, con la que perdió un hijo. Su pacto es que siempre debe estar para desayunar con ella. Esta vez no llega esa meta y su mujer Laura (Penélope Cruz), acaso para establecer el exceso que suele caracterizar lo italiano en Hollywood, lo recibe con un disparo. Otro rasgo poco convincente de esta italianidad manufacturada es que todos los protagonistas hablan inglés con un acento tan forzado que suena caricaturesco.
La película, que se concentra en el año 1957, está construida sobre este conjunto de oposiciones: la vida en las carreras y la vida doméstica, las pasiones y los negocios, la convivencia con la esposa y con la amante, el vínculo con el hijo vivo y con el hijo muerto. Si bien la tragedia atraviesa la historia de Ferrari y eso explica su perpetua distancia y frialdad, estas mismas características, al menos tal como las representa Driver, lo hacen un personaje poco atractivo. Por lo tanto, sus infortunios no nos importan mucho y nos llevan a preguntarnos cómo una película sobre autos de carrera puede ponerse tan lenta. Penélope Cruz hace un mejor trabajo, caracterizada como una Anna Magnani del período tardío, con el dolor escrito en la cara y los ojos como dos agujeros negros. La malicia e incluso el humor que encuentra en el personaje hacen que prestemos más atención. El drama doméstico, sin embargo, nunca llega a conectar. Mann es bastante más efectivo en la pista y, en particular, en el clímax de la carrera de Mille Miglia, que Ferrari se propone ganar para salvar a su empresa de la bancarrota. Estas escenas, sin embargo, no alcanzan para hacer una película sino para dejar en claro cómo ésta se podría haber hecho mejor.
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