Con rigurosa supervisión de John Reid y una lograda y conmovedora interpretación del Ballet Estable del Teatro Colón, el drama de John Cranko regresó al primer coliseo porteño
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Onegin, ballet en tres actos. Coreografía: John Cranko (sobre la novela de Aleksandr Pushkin). Reposición de Agneta Valcu y Víctor Valcu. Supervisión: Reid Anderson. Música: Piotr Illich Tchaikovsky (arreglos y orquestación: Kurt-Heinz Stolze). Por el Ballet Estable del Teatro Colón. Dirección: Julio Bocca. Orquesta Estable del Teatro Colón; dirección: Ermanno Florio. Escenografía: Pier-Luigi Samaritani. Vestuario: Roberta Guidi di Bagno. Iluminación: Rubén Conde. Hasta el martes 14. Nuestra opinión: excelente.
Los bailarines del Ballet del Teatro Colón exhiben una energía inusual. Es que cada vez que el señorito Eugene Onegin cae por estos lares, hay clima de fiesta. No por él, que tiene fama de antipático, sino por la imbatible creación artística que lo incluye como antihéroe epónimo: Onegin, una de las piezas coreográficas más salientes y requeridas del pasado siglo (y que se continúa en el actual), tal como la concibió John Cranko para el Stuttgart Ballet en 1965.
Con esa compañía la pieza se presentó por primera vez en el Teatro Colón en 1979, y luego fue incorporada al repertorio del Ballet Estable, en 1994. Desde entonces se repone siempre, pero pocas veces, como en esta ocasión, tuvo un soporte tan riguroso de repositores y supervisores oriundos de las huestes originales de Cranko, quienes probaron y cambiaron varias veces la distribución de roles en busca de la fuerza expresiva y el estilo con que la concibió su autor. La presencia tutelar de Julio Bocca como conductor de la compañía oficial resulta un factor decisivo, sin duda, en este empeño.
El inicio en una finca campestre de principios del siglo XIX, con la placidez despreocupada de unas adolescentes que juguetean en el parque y unas señoras que las cuidan, hace pensar en una adaptación de una novela de Jane Austin, en medio de la campiña inglesa. Pero no; a cierta altura, y corporizado con elocuente displicencia por el bailarín invitado Ciro Mansilla, llega el elegante Onegin, cuyo porte atractivo y seductor esconde, sin embargo, una sutil sombra de frialdad siniestra. El dandy, mundano y soberbio, viene de San Petersburgo y no tarda en acercarse a la heroína de esta historia, Tatiana, animada en el estreno por Ayelén Sánchez, que lee una novela, despreocupada, en un lateral de la escena. Cerca, corretea Olga (Stephanie Kessel), su hermana menor, perseguida por su novio, el joven Lenski (Facundo Luqui), amigo de Onegin, responsable de que el señorito petersburgués haya desembarcado en la finca. Una invitación fatal, que abre las puertas al drama.
En esta introducción, Luqui ofrece un correcto solo de Lenski y luego se trenza en un dúo con Kessel, en impecable estilo neoclásico. En el otro dúo, el de Onegin con Tatiana, Mansilla anticipa algo de su técnica y su estilo (no olvidar que viene del Stuttgart Ballet). Sánchez, por su parte, deja ver el incipiente enamoramiento que comienza a inundar su alma de inexperta doncella provinciana. Un animado galop moviliza el final de la escena, con un riguroso grupo masculino de cosacos, la nota folk de la Rusia zarista.
La noche de esa jornada rural sorprende a Tatiana en sus aposentos, escribiéndole una carta al galán que –casi por rutina- la ha seducido. La mágica escena del espejo es un brano de antología que incluye al dúo imaginario con el caballero de San Petersburgo, tal como ella lo ha idealizado. Ayelén Sánchez, con fluidez, pasa a ocupar el centro de atención y deslumbra con su flexibilidad y el aire soñador que irradia en los portés, sostenida por Mansilla.
Ruptura y duelo
El segundo acto moviliza enérgicamente al grueso de la compañía con bailes y mazurcas tchaikovskianas (arregladas y enlazadas por Kurt-Heinz Stolze), ejecutadas por la Orquesta Estable bajo la proverbial batuta del maestro Ermanno Florio. Es el cumpleaños de Tatiana y en su transcurso cundirá una corriente de clima insidioso que se mezcla con el jolgorio y conducirá a la crisis. Primero, el desaire de Onegin a Tatiana (el rechazo y ruptura de una carta, todo un tópico romántico), y luego la provocación a Lenski, que acaba con un reto a duelo (gran ocasión, por lo demás, para el lucimiento de Luqui en un solo). La teatralidad de este acto es un desafío a los protagonistas del drama, incluido el aire despreocupado de Olga, a quien Kessel le confiere una acertada coquetería irresponsable.
La genial invención de Pushkin recorre circunstancias extremas del amor, del arrepentimiento y el destino, según las viven estos cuatro personajes, entrelazados, a quienes se sumará el Príncipe Gremin. El Onegin de Cranko se aleja, así, de lo que se conoce como “un ballet” para perfilarse, decididamente, como un poderoso drama danzado, uno de los más vibrantes que se hayan compuesto.
Pasan los años. El tercer acto recala en una fiesta señorial que ofrecen el rígido Príncipe Gremin, personificado con sólida presencia por David Juárez, y su esposa, Tatiana, sí, pero no la ingenua adolescente sino una ascética dama madura, una transformación que Ayelén Sánchez sobrelleva con convicción. Otra acción coral con bailes, ahora en un medio aristocrático, en la que exaltar de nuevo el desempeño de la compañía; aquí (aunque también en escenas íntimas) se advierte la labor de los repositores: a la infaltable pareja de los Valcu se sumó la invalorable supervisión de Reid Anderson, legítimo heredero de Cranko, para reproducir el sello del maestro en la composición de seres que se desplazan dramáticamente (“no como bailarines”).
También se advierte el celo por el estilo en la escena final, en la alcoba de Tatiana, un pasaje cumbre de la danza expresionista del siglo XX (los veteranos no olvidarán -no olvidaremos- el pathos sobrecogedor que deparó, en 1979, la demoledora actuación de Marcia Haydée). Y destella el asombroso dominio de la acción que esgrime Cranko para comenzar con lo bucólico y sentimental y derivar a las crueles ironías que depara el paso del tiempo. La pareja de Ciro Mansilla-Ayelén Sánchez exulta en expresividad en este, su mejor momento: una serie ininterrumpida de figuras coreográficas de una riqueza de movimiento y una originalidad de diseño incomparables. Con aciertos como este, el arte de la danza y de la música -cuerpos y drama mediante- rozan lo sublime.
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