Esta producción es una adaptación de la saga de novelas del escritor danés Jussi Adler-Olsen y está dirigida por el artífice del éxito de Gambito de dama, Scott Frank
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Los policiales nórdicos no fueron los únicos ni los primeros en convertir al trauma que asedia al investigador en la verdadera marca de su estilo. Desde su irrupción en la televisión, con las adaptaciones de las novelas de la serie Wallander de Henning Mankell, hasta o la “chica del dragón tatuado” imaginada por Stieg Larsson en la serie literaria Millenium, los antiguos detectives de la novela del enigma, atildados y racionales, dieron paso a una nueva estirpe de hombres y mujeres dañados, perseguidos por culpas y fantasmas, con ataques de pánico o pesadillas recurrentes, que convierten las consecuencias de aquel trauma en un don para el esclarecimiento de nuevos casos criminales. Dentro de esa línea se encuentra el inspector Carl Morck, malhumorado y cascarrabias al que su fama de difícil lo precede en la comisaría y en las calles, donde el crimen y la violencia nunca le son ajenos. Morck, un inglés en la seccional de Edimburgo, en Escocia, es el corazón de un nuevo departamento policial destinado a la investigación de casos sin resolver, que deberá reencontrarse con el pasado y comprender cuál es el camino de su posible futuro.
Y Carl Morck no es otro que Matthew Goode, actor inglés al que hemos asociado a papeles de galán aristocrático en Downton Abbey o The Crown, de simpático y adinerado bon vivant en Match Point, de productor visionario en The Offer, siempre prolijo y afeitado, con sus aires de inglés decimonónico, sus buenos modales y su atuendo impecable. Morck no es nada de ello; con su barba crecida y su aspecto desalineado recuerda a la versión irreverente de Gary Oldman como el espía renegado de las fuerzas del M16, el Jackson Lamb de Slow Horses. Es una versión más joven y aseada, pero con la misma ira acumulada desde hace años y frustraciones: una relación tensa con sus superiores en la policía, un desprecio por la burocracia, sus tiempos y demandas, un enojo con la vida que tiñe la convivencia doméstica con su hijastro de enjundia, conflictivas relaciones laborales con sus colegas, y apenas algunos momentos de fraternidad con su amigo James Hardy (Jamie Sives), policía de la vieja guardia. Pero también está el trauma, el shock del horror inesperado, el efecto duradero de una violencia que no se apaga.
Adaptada de la saga de novelas del escritor danés Jussi Adler-Olsen y dirigida por el artífice del éxito de Gambito de dama, Scott Frank, Dept Q comienza con un hecho brutal. Un llamado de auxilio de un policía local convoca a Morck y Hardy a la morada de un hombre en las cercanías de Leith Park. La puerta estaba abierta, un cadáver sentado en un sillón asomaba con un puñal en la cabeza, la escena criminal resultaba extraña y premeditada. Morck ingresa con habitual petulancia, displicente con su subordinado, haciendo gala de su desprecio y experiencia. El registro impuro de las imágenes proviene de la cámara frontal del policía que hizo el llamado, con sus vivos de amarillo que lo destacan en el ocre de la pantalla, sumiso y avergonzado ante el maltrato de su superior. Cuando gira para comprobar las cerraduras de puertas y ventanas y continuar con la revisión, una silueta enmascarada asoma en la cocina, un disparo brutal termina la grabación con un estallido, los cuerpos de los policías quedan tendidos inermes en la escena.
Así comienza Dept. Q, con ese hecho que deja a Morck varios meses fuera de combate, al policía muerto, y a Hardy en el hospital con una severa parálisis en su anatomía. Los meses pasan, la comisaría recibe a Morck con una mezcla de olvido y desagrado, su jefa no ve la hora de sacárselo de encima. La investigación sobre “el caso de Leith Park” languidece en punto muerto: la única testigo se retracta, no hay huellas ni registros del agresor, la motivación es esquiva, imprecisa. Morck asiste con recelo a las sesiones con la psicóloga asignada por la fuerza policial, la doctora Rachel Irving (Kelly Macdonald), con quien surge una corriente de tensión, un juego de toma y daca de poder, un subterráneo deseo. Pero en la comisaría le aguarda un nuevo destino: la Corona ha decidido crear un departamento policial destinado a la investigación de casos criminales no resueltos. Morck ha sido el elegido para liderarlo. El lugar es el sótano abandonado del edificio, con los mingitorios y las duchas en desuso como alegórica decoración. El “Dept. Q” parece más un castigo que un premio por su sacrificio.
La estética y el ingenio de la puesta en escena le deben mucho al estilo de Frank como realizador, quien ya hiciera maravillas con aquel personaje “difícil” en el centro de la escena, como lo era la Beth Harmonn de Gambito de dama. Aquí también la mirada de Morck es el prisma del relato, y sus aptitudes para la investigación, ese “complejo de superioridad” del que habla su expediente psicológico, es también un don para detectar aquello que pasa desapercibido para los demás. Frank dirige con tenaz visión su universo, diseñando lo predecible a la manera hitchcockiana del suspenso, delineando climas espesos y ominosos en el camino del personaje, sin olvidarse de ese humor irónico que también ha sido clave en la tradición del crimen británico. Y como autor de la adaptación, toma una decisión audaz: cuando creíamos que a su regreso Morck iniciaría la investigación de su propio caso, es un nuevo misterio el que asoma, un nuevo trauma en ciernes, el que ofrece una redención para el policía.

Merritt Lingard (Chloe Pirrie) es una fiscal joven y ambiciosa, dedicada de manera obsesiva a un nuevo caso que la devela: un hombre acusado de empujar a su esposa por una escalera hasta causarle la muerte. Las imágenes del juicio la muestran en un despliegue de tesón y seguridad que parece elevarla por encima de los meros mortales, incluso cuando aquellos son sus propios superiores en el sistema judicial o los jurados que deberán darle sentencia. Pero para Merritt su carrera es todo en su vida, salvo el cuidado de un hermano discapacitado con el que comparte una solitaria mansión en las afueras de la ciudad. Mientras lleva adelante el caso, comienza a recibir mensajes amenazantes, destellos de un peligro que su propia autosuficiencia le obliga a ignorar. Los rasgos que la unen a Morck no son solo de carácter, sino que ella será el eje de esa nueva investigación que unirá al atormentado detective con su función en el Departamento Q en un bucle temporal que resulta una de las claves narrativas de la serie.
A diferencia de otras series policiales que se centran en el retrato contemporáneo de una investigación, Dept. Q explora los ecos de las tragedias pasadas, los residuos morales de aquellos casos nunca resueltos que persisten como fantasmas, como recordatorios de una violencia que siempre se reinventa. En tanto, el trauma se propaga sobre todos los afectados por el crimen, la estructura escapa al tradicional “policial de procedimiento” y adquiere, como la mayoría de las series nórdicas, una exploración de la culpa, la memoria y la expiación. “Carl Morck es un personaje diferente a todos los que he interpretado -reflexionaba Matthew Goode en una reciente entrevista con el sitio Mastermind a raíz del estreno de la serie-, pero no es la primera vez que Frank me propone algo que ningún otro director hubiera pensado para mí. La primera vez me pidió que interprete a un ladrón de bancos en El vigía [la ópera prima de Frank de 2007]. Es todo lo que aspira un actor, que tengan fe en su trabajo y le ofrezcan una buena historia”.

Una de las primeras promesas de Frank para seducir a Goode en el desafío que suponía dar vida a un personaje tan atípico para su carrera fue el notable elenco que lo acompañaría. Además de Kelly Macdonald, actriz escocesa de larga trayectoria que también pasó por el policial en Line of Duty y Giri/Haji; están Kate Dickie como jefa de Morck y responsable de la supervisión del nuevo departamento y su presupuesto, destinado a sus propias ambiciones y premios dentro de la comisaría, el sueco Alexej Manvelov, quien interpreta a un inmigrante sirio, policía en su tierra natal y ahora especialista en informática que consigue una imprevista amistad con Morck, formando un equipo de marginales de la fuerza junto a la joven Rose (Leah Byrne), bregando por el merecido reconocimiento. En la línea de Slow Horses, varias de las narrativas británicas de cuño policial descubren en las zonas opacas de sus instituciones, las fallas que empujan las ruedas del sistema, los engranajes dañados que logran echar luz a los temibles secretos.
“Uno de los aspectos más interesantes de la adaptación- señala Goode-, es que en el original se trataba de un policía danés viviendo en Copenhague, pero acá yo soy un policía inglés viviendo en Escocia, para lo cual debimos crear un pasado que explicara ese origen, que explorara aquellos secretos como llaves para descubrir el presente”. En los primeros episodios apenas sabemos de su pasado: vive con un hijastro con el que libra una guerra ruidosa, un amigo profesor que oficia de improvisado baby-sitter y una exesposa que asoma en mensajes telefónicos sin destino. El único atisbo de amistad persiste con su colega Hardy, confinado a la cama de un hospital, recordatorio de la culpa que consume a Morck, y participante de los nuevos misterios del departamento Q como un íntimo oráculo.

“Es una serie oscura y el humor de Morck me ayudó a sobrellevar su ánimo, marcado por las experiencias traumáticas -explica el actor-; sin embargo, fue liberador. Poder comportarme con atrevimiento y decir ese tipo de diálogos y, con suerte, dar vida a un personaje con aristas contradictorias fue poderoso, Morck es tan agresivo como también extrañamente brillante. Hay cierta amabilidad dolorosa en él, en la que me sentí libre, y sin embargo, al mismo tiempo, después de siete meses... sentí una especie de ósmosis. Había un poco de mal genio que se filtraba”, concluye.
La primera temporada completa -nueve episodios- ya está disponible en Netflix y consigue un dominio creciente de su tono, sombrío y violento, pero con buenas dosis de humor, que siembra obstáculos sobre el camino del esclarecimiento, sobre la línea divisoria entre buenos y malos, y sobre los complejos efectos del trauma que afecta a todos, en un espiral que une presente y pasado sin remedio. Es el ejercicio de esa dolorosa memoria el que reúne las piezas y da forma a lo que no habíamos visto antes.
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