
El error no es sinónimo de pecado
En su maravilloso libro de conversaciones con Claudio Arrau, Joseph Horowitz registra un diálogo muy significativo. A propósito de los tiempos idos de Teresa Carreño y Ferruccio Busoni, le pregunta al pianista si en esa época las notas falsas perturbaban al público y la crítica tanto como ahora. "No -responde Arrau-. Lo creían propio del genio. Ése era el derecho del genio." Interlocutor inteligente, Horowitz va, sin embargo, un poco más allá: "Las grabaciones son, sin duda, una razón por la que ya no aceptamos las notas falsas tan fácilmente como antes". "Sí, creo que ésa es probablemente la causa principal -confirma Arrau-. Y, luego, también está ese tonto perfeccionismo que la gente suele apreciar demasiado."
El breve diálogo apunta al corazón del problema. La misma tecnología que nos permite volver una y otra vez a Wilhelm Kempff o Edwin Fischer, la misma que hizo posible la utópica filosofía del estudio de grabación de Glenn Goud, la que nos permite un descubrimiento permanente en las lecturas del propio Arrau, esa misma tecnología que nos autoriza ahora a reconstruir una historia del arte de la ejecución en el siglo XX procreó también toda una idea de la perfección fundada en la eficacia. El acierto empezó desde entonces a consistir en la no equivocación antes que en la interpretación en un sentido fuerte. Lang Lang es hijo de esa posición, que compensa con una inocultable vocación por el espectáculo.
Por supuesto, nadie pide que no se arregle una grabación. El propio Barenboim observó hace poco: "No creo en esos registros que son un patchwork, pero si es posible corregir una nota falsa o ajustar un matiz, ¿por qué no hacerlo?" Una de las bromas preferidas de Gould consistía en negar la existencia de eso que muchos aficionados y no pocos críticos llaman "el toque". Aseguraba que no existía diferencia si la tecla de un piano era oprimida por Artur Rubinstein o por la punta del paraguas de Rubinstein. La relación entre la mano y el sonido es el resultado de una cadena de movimientos mecánicos. Esos movimientos pueden ser perfectos en su origen (los dedos), y en ese caso, como pasa con el infalible Lang Lang, lo pianístico domina lo musical. Pero aquello que vuelve personal a un pianista es algo más complejo en lo que el eventual error se vuelve irrelevante. Implica, sobre todo, una manera propia de entender el ritmo, de articular las frases que propicien una revelación: la del pianista por intermedio de la obra y la de la obra por intermedio del pianista.




