El rodaje de Cabo de miedo: dientes deformados, un extravagante acento y un “matrimonio por conveniencia” entre directores
Martín Scorsese tardó un año en convencerse de que el guion valía la pena y que podía imprimirle a su versión -remake de la original, de 1962- una personalidad propia
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“Hacia el final del proceso de montaje de Buenos muchachos, leí tres veces el guion de Cabo de miedo y las tres veces lo odié. Creo que realmente lo odié”, recordaba Martin Scorsese en una entrevista publicada por Peter Brunette en el libro Interviews, de 1999. El guion se lo habían acercado tanto Robert De Niro como Steven Spielberg, su amigo desde los tiempos del despegue del Nuevo Hollywood a comienzos de los años 70, y quien más insistió en pasarle ese proyecto que originalmente había sido pensado para él (de hecho, Spielberg terminó eligiendo La lista de Schindler, una adaptación que Scorsese también había leído y dejó en manos de quien consideraba era el indicado).
Por entonces, el director de Taxi Driver debía cumplir el contrato con la Universal Pictures iniciado en la producción de La última tentación de Cristo (1988) que exigía seis películas en total, y que había quedado en suspenso tras el rodaje de Buenos muchachos (1990) para Warner Bros.
El guion que tanto enojó al italoamericano era la adaptación de la novela The Executioners, de John D. MacDonald, realizada por James R. Webb para la película de 1962 dirigida por J. Lee Thompson y protagonizada por Gregory Peck y Robert Mitchum.
Un año tardó Scorsese en convencerse de que podía funcionar, pero nunca dejó de sentir que Cabo de miedo era una película por encargo. “Hay películas que uno tiene que hacer para luego poder filmar las que realmente le interesan -afirmaba el director en declaraciones a Arthur Hershey en la revista Fotogramas de abril de 1992-. Naturalmente me responsabilizo de todas las películas que he hecho, pero está claro que no todas son absolutamente personales. Además, por estas [las personales] se suele cobrar poco, así que conviene ganar dinero con las otras [las de encargo] para aguantar la temporada de inactividad”. Para emprender el proyecto, Scorsese y su esposa de entonces, Barbara da Fina, crearon una empresa independiente y la bautizaron Cappa Films, con el objetivo de asociarse con Tribeca Productions, de De Niro, y Amblin Entertainment, el sello de entonces de Spielberg. La alianza de los tres grandes del cine de los 70 recién comenzaba.
Con algunos cambios
Los ajustes del guion quedaron a cargo de Wesley Strick, conocido apenas por su trabajo en Aracnofobia (1990) de Frank Marshall, y consignaron algunos cambios que Scorsese tenía en mente, sobre todo en la reelaboración del personaje del abogado -para quien pensó al comienzo en Harrison Ford-, ajustes en el perfil de la familia Bowden -de ser una familia feliz en la versión original a ser miserable en esta remake-, y en la confección de la escena del auditorio entre Max Cady y la joven Danielle, transformada de una persecución en una estrategia de seducción. Lógicamente, Robert De Niro estaba atado al proyecto de entrada: deseaba interpretar a Cady, un expresidiario que al salir en libertad tras 14 años de condena decide vengarse del abogado defensor a quien considera responsable de su encarcelamiento.

En la versión de Thompson, Gregory Peck daba vida al honrado Sam Bowden, un hombre de leyes y de familia, y Robert Mitchum al sádico Cady, en la misma sintonía que otro perturbado criminal que había creado casi una década antes: el temible Harry Powell de La noche del cazador, con sus inscripciones sobre el bien y el mal grabadas en sus nudillos.
El desafío para De Niro consistía en dar nueva vida a ese personaje, más allá del aura de Mitchum y su excelsa malignidad. Por ello ideó el extravagante acento sureño -que daba escalofríos a Scorsese cada vez que le dejaba un mensaje en el contestador-, se hizo deformar los dientes con un odontólogo que le cobró la suma de 5000 dólares -y otra suma similar debió pagar para recomponerlos-, y exploró las extravagantes creencias del personaje a través de singulares elementos como la inclusión de una foto de Stalin en la celda donde aparece recluido al comienzo.
Scorsese decidió armar un equipo a la medida de su cinefilia. Para el diseño de producción contó con la colaboración de Henry Bumstead, veterano decorador de Paramount que trabajó en dos películas de Alfred Hitchcock: El hombre que sabía demasiado (1956) y Vértigo (1958). La música fue encargada a Elmer Bernstein, con la idea de que reimagine la partitura de Bernard Herrmann de la versión de 1962 e incluya ciertos arreglos que el compositor de Hitchcock descartó de La cortina rasgada (1966). La última herencia hitchcockiana fue el trabajo de Saul y Elaine Bass en los títulos de crédito, emulando a las obras de Bass en películas como Vértigo, Intriga internacional (1959) y Psicosis (1960). En sintonía con su frondosa cinefilia, Scorsese eligió al británico Freddie Francis como director de fotografía, siendo aquel el artífice de varias películas de terror para la mítica productora Hammer, además de otras célebres como Posesión satánica (1961) de Jack Clayton y El hombre elefante (1980), de David Lynch.

Para interpretar a Sam Bowen, Scorsese optó por Nick Nolte, con quien recientemente había trabajado en la película coral Historias de Nueva York (1989), eludiendo algunas sugerencias de Spielberg y los productores de la Universal quienes tras el rechazo de Harrison Ford propusieron a Robert Redford o a Jeff Bridges. Jessica Lange fue la elegida para dar vida a Leigh Bowden, la esposa de Sam, y fue quien sugirió agregar una escena previa que anticipara el encuentro con Max Cady antes del enfrentamiento final (en la versión del 62 se conocen recién en el final de la película). Por su parte, Juliette Lewis fue quien encarnó a la adolescente Danielle, papel por el que recibió la única nominación al Oscar de su carrera, en este caso como Mejor Actriz de Reparto. En el rubro de los actores secundarios, el director de Toro salvaje se reservó una serie de guiños a la película de Thompson: aparecen Gregory Peck y Robert Mitchum como el abogado Lee Heller y el teniente Elgar, respectivamente. Y también eligió a Martin Balsam para interpretar al juez, cuando había sido uno de los policías en la primera versión.
Después de cerrar el acuerdo con Universal, Scorsese consiguió el mayor presupuesto de su carrera hasta la fecha, cercano a los 35 millones de dólares, y definió un calendario de rodaje que incluía 17 semanas en total, tanto en Savannah, ciudad del condado de Georgia, como en el estado de Florida, donde se desarrolló la filmación de las escenas finales en el barco. Algunos de sus amigos y cercanos colaboradores, como fue el caso de Paul Schrader, quien escribió para el director Taxi Driver, Toro salvaje, La última tentación de Cristo y luego también Vidas al límite, señalaron que el nivel de presupuesto y producción de Cabo de miedo, y sobre todo la presencia de Spielberg, imponían restricciones a su autoría. “Cabo de miedo fue la primera vez que Scorsese trabajaba con un presupuesto tan abultado desde New York, New York -señalaba el director de American Gigolo en el libro Interviews-, lo que le demandó un nivel de presiones y compromisos con los que no creo que se sintiera cómodo. Ahora Marty es una corporación y su relación con Spielberg es un matrimonio por conveniencia”.

Quizás como resistencia a esa presión de la elefantiásica producción y al agregado de su condición de remake de una película clásica, el director de raíces italianas intentó fortalecer una perspectiva propia, emancipándose de esa tentadora comparación, tanto con la versión original como con otras películas de terror que se hacían en el momento (el mejor ejemplo sería El silencio de los inocentes, también de 1991). En esa línea, la nueva Cabo de miedo enfatiza el halo de culpabilidad del abogado: omite sus obligaciones como defensor de su cliente y, además, su amante y secretaria del tribunal, Lori Davis (Ileana Douglas), resulta la primera víctima de Cady al salir de la cárcel. “Me pareció en la primera lectura del guion que la familia Bowden era un clisé, una caricatura de la familia feliz enfrentada al ‘hombre de la bolsa’ que aparecía de pronto para hacerles la vida imposible. Eran como marcianos”, explicaba el director de Calles salvajes (1973).
Lazos frágiles
La idea más importante de Scorsese en su apropiación de la historia logró que la aparición de Cady exponga a la luz un malestar que estaba latente en la familia: la frustración, el enojo mutuo, la fragilidad de los lazos que los mantenían unidos. Una escena clave, en la que el director hizo hincapié para construirla adecuadamente, fue aquella en la que la familia está reunida frente al televisor y en la pantalla aparecen las imágenes de Lo que el cielo nos da (1955), uno de los clásicos melodramas de Douglas Sirk. Una película que muestra a los hijos de una viuda que anhela volver a formar pareja con un hombre más joven y de una clase social inferior como buitres dispuestos a devorar la felicidad de su madre con tal de no perder su buen nombre y privilegios sociales. Scorsese también elige al agente externo como catalizador del mal interior, y el monstruo que representa Cady resulta el mejor espejo para las cuentas pendientes de esa familia. “La versión de Scorsese hace de Cady una emanación de la conciencia culpable de los Bowden”, escribía la revista francesa Positif en el momento del estreno.

De hecho, el Sam Bowden de Nick Nolte no es un “buen” abogado, como lo demuestra su negligencia en el caso de Cady, pero tampoco es un buen marido, como lo revela su relación con la secretaria del tribunal. Y Leigh Bowden exuda un deseo sexual que no estaba presente en la película original y que Scorsese acentúa para dar espesura al personaje encarnado por Jessica Lange. En la escena en la que ve por primera vez a Cady por la ventana, venía de pintarse los labios en el espejo y el descubrimiento de ese hombre la impulsa a borrarse el labial. Todo parece sugerir que la emergencia del deseo -como a menudo ocurre en las películas de Scorsese de fuerte impronta católica- deriva en una clara conciencia del potencial castigo. En la secuencia del barco, en la que ella decide sustituir a su hija Danielle como objeto de la vejación de Cady, se asimila como un calvario autoimpuesto, la asunción de los pecados de otros que debe expiar.
Danielle, en la piel de Juliette Lewis, es el personaje que más cambia respecto al guion original: convertida ahora en adolescente, es la que abre y cierra la película, evoca el aire perturbador de Lolita presente en la versión de Kubrick de los años 60 y concentra el rechazo al mundo adulto de sus padres al mismo tiempo que la conciencia de su despertar sexual, evidente en el diseño de la escena en el teatro escolar. De Niro ensaya la improvisación de introducir un dedo en la boca de Juliette Lewis, y Scorsese refuerza ese símbolo en la siguiente secuencia, cuando el padre tapa la boca de su hija en el transcurso de una discusión en la habitación. Es allí donde el director sitúa un punto de giro, incluso desde la misma composición en planos fijos que aquietan la habitual energía de su cámara y reemplaza la vocación de Cady de impartir una venganza meramente personal para ser quien arrebate a Bowden esa familia que no merece.

Además del acento y los dientes, De Niro transformó su cuerpo en el gimnasio durante ocho meses para dar a su personaje una fuerza arrolladora. “Cady es una verdadera locomotora -aseguró el actor en el libro que lleva su nombre publicado por los españoles Andrés Peláez y José Luis Mena-, una mezcla de Alien y Terminator”. Su exuberancia interpretativa sumergió al personaje de lleno en la psicopatía, de manera explícita y truculenta, como no lo había buscado en ninguno de sus otros personajes bajo las órdenes de Scorsese. Los tatuajes de la dupla Amor/Odio en los nudillos del falso profeta de La noche del cazador, interpretado por Mitchum, fueron la inspiración del mapa corporal de De Niro -de hecho, el personaje del teniente Elgart señala: ‘No sé si mirarlo o leerlo’-, y en sus manos aparece la balanza con el binomio Verdad/Justicia, rodeada de alusiones al libro de Job. El trasfondo religioso que le imprime Scorsese le da a la película algo más que la venganza de un delincuente que ha sido tratado injustamente: es el castigo purificador que cae sobre todos los pecadores.
Cabo de miedo es quizás la película más hitchcockiana de toda la obra de Scorsese, quien en su cinefilia ha rendido diversos homenajes al maestro inglés. Esta vez no solo recupera la música de Bernard Herrmann, elige al escenógrafo de Vértigo y homenajea a los créditos diseñados por Saúl Bass, sino que asimila la figura del psicópata modelada por una de la películas más influyentes para el terror moderno como Psicosis, abraza la traza doble y el gusto por el astuto villano de Pacto siniestro (1951), y -sobre todo- encarna a la perfección la impronta moral de la mirada del director de Los pájaros (1963), aquella en la que el bien y el mal son dos fuerzas que coexisten, que no pueden ser la una sin la otra. Esa vena propia de un género como el terror, que Scorsese no había transitado anteriormente, le dio un triunfo inesperado: una película que le valió el mayor éxito en taquilla de su carrera hasta entonces, superando los 80 millones de dólares solo en Estados Unidos. Con el correr del tiempo Cabo de miedo se elevó por sobre las viejas discusiones sobre su condición de encargo, su pertenencia al género o sus aires autorales, para constituirse en una consciente demostración del talento de Martin Scorsese en abrazar las modas y trascenderlas, ser parte de la industria y también imprimirle su creatividad.
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