
Bahiano convertido en triatlonista, el pionero del skate punk, el básquet callejero y un maratón rockero... Diferentes modos de dejar todo en la cancha.
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BAHIANO
El Triatlon como adicción y psicoanálisis
El ex Forrest Gump de los bosques de Palermo le apunta al temible Triatlón Ironman de Florianópolis.
Bahiano pisa el gimnasio de mister argentina y sentencia: “¡Yo no hago pesas! Hago triatlón, pensé que sabían… Yo no soy de los que hacen gimnasia preverano”, agita. Y sí, sabíamos… lo que nadie imaginó es que un músico podía ser tan adicto a un deporte (en su caso, tres combinados: natación, ciclismo y pedestrismo). Pero sí. A los 42 años, Bahiano es ortodoxo, digamos. Entrena seis días por semana con el Aventis Team para escuchar la sirena de largada y alcanzar, por fin, su meta personal: correr el Triatlón Ironman 2007, en Florianópolis (3,9 kilómetros en mar abierto, 160 de ruta en bicicleta, y 42 de maratón). Un reto complejo, al menos para alguien que vivió de noche –y con un trabajo de cantante rock-reggae– los últimos… ¡17 años! Pero él, dice, no es la excepción. Y eso alumbra la hipótesis de Rolling Stone: “Hay muchos músicos que hacen deporte, de León Gieco a Gustavo Cordera. Pasa que no lo dicen o sólo lo reconocen entre colegas. Creen que se les va a caer la corona. No quiero dar nombres porque me gustaría que ellos mismos digan qué actividades hacen, para que los pibes que los siguen entiendan que el rock no es droga y muerte. Que hay otras posibilidades. Y que sus ídolos… ¡pueden ser adictos a Pilates!”.
–¿Cómo te hiciste “adicto al deporte”, como decís vos?
–Yo corro en los bosques de Palermo desde hace diez años. Pero antes era una especie de Forrest Gump, corría sin ningún tipo de disciplina. Y, en un momento, paraba, me tomaba un taxi y volvía a casa. De chico era rugbier, segunda línea de Deportiva Francesa, mi club de Olivos. Y de grande [entre los 29 y los 35] fui taekwondista. Pero eso era para descargarme…
–¿Cómo funciona el tría en vos?
–El triatlón me hace bien a la cabeza. Me nivela. Por eso no necesité acompañar mi vida con sesiones de psicoanálisis. No hizo falta nada más, es todo en uno. Y, a mí, siempre me gustó hacer ejercicios. Siempre me gustó tener que moverme. Y no sólo para ir a ensayar o para irme de gira en un micro. Quería salir de esa estructura que ya se había vuelto monótona. Sencillamente, me cansé de vivir de noche.
–En esa dirección, tu debut solista [Bh+] te desnuda ¡y hasta muestra tus órganos! Toda una metáfora de tu partida de Pericos y tu actual rutina, ¿no?
–De una. Tenía muchas posibilidades: podía salir con cara de galán, descalzo arriba de un sofá, con palmeras coloridas de fondo… y no. Opté por mostrarme como vine al mundo: en bolas y a los gritos. Puse mi cuerpo y lo que hay dentro. Que es lo mismo que tienen todos.
–Pero en Mystic Love [1998] y en Desde cero [2002] ya se te leía ofuscado, digamos.
–Sí. Por eso, cuando tengo que tocar temas de Pericos en vivo, sólo elijo canciones de esos dos discos. Y es cierto: en mi debut hay catarsis. Pero también bajo un mensaje: siempre hay que empujar para volver a empezar. Cuando hago deportes, mi cabeza se libera. Es más: todos los pensamientos que tuve para dejar Pericos surgieron corriendo, nadando o pedaleando.
–¿Premoniciones?
–Totalmente. Escribí cosas muy premonitorias. Algo pasó. No lo veo por el lado místico, pero me di cuenta de que eran mensajes internos. Cuando yo me fui, nadie preguntó: “Che, Negro… ¿qué pasó?”. En Pericos, si era un hit… estaba todo bien.
–¿Cómo fue volver a empezar?
–Feo. Yo estaba muy mal. Desde que mi hermano [Pablo Hortal, representante histórico de la banda] se fue del grupo y la mujer de Juanchi [Baleirón, guitarrista y actual líder] tomó su lugar, todo cambió. Ellos rompieron un código del rock: nunca el representante puede compartir la cama con un integrante de la banda. A partir de ese momento, para todo lo que yo decía había un “no” como respuesta. Yo soy solista por consecuencia, ¿entendés? Tenía que irme. Es más: estaba pensando en hacer radio o tele [tuvo escuetas participaciones en Sin código] más seguido. Ya no me daban ganas ni de ir a ensayar.
–¿Y cómo llegaste al Aventis Running Team?
–El entrenador del equipo, Abayubá Rodríguez, que es uruguayo, me veía correr en Palermo todas las semanas. Y un día me paró y me dijo: “Te vemos correr siempre, ¿por qué no te venís a probar en triatlón?”. Yo sólo quería correr. Pero fui igual, y entendí que había mucha técnica, mucho trabajo de disciplina, mucho de autosuperación… De repente, todos me decían que iba a volverme adicto. Pero no les di bola. Y caí. Hoy por hoy, si tengo una gira, no viajo sin mis zapatillas para correr.
–¿Cómo es tu rutina de entrenamiento?
–Yo me despierto todos los días a las siete de la mañana, incluso los domingos. Lunes, miércoles y viernes, estoy en el agua a las 8.30. Después corro. Martes, jueves y sábados, hago ciclismo en el velódromo Salguero o doy vueltas al Parque Sarmiento. Y una vez cada quince días, hago un fondo de trote. Entre 25 y 35 kilómetros… Entrenando así, conseguí un tercer puesto en San Nicolás hace dos años; tengo seis maratones de 42 kilómetros, doce de 21 y montones de ocho y diez… Todos trofeos de living.
–¿Tenés alguna carrera en agenda?
–En enero voy a correr un olímpico en La Paz, Santiago del Estero. Son 1.500 metros de nado, 80 kilómetros de ciclismo y 21 de trote. Pero la distancia Ironman es doble: 3,9 kilómetros de nado, 160 de bicicleta y 42 de corrida.
–¿Cómo te preparás para el Ironman 2007?
–Fuerte. Yo fui a ver la carrera en 2003, también en Florianópolis; y ahí percibí un esfuerzo increíble, cosas que no vi en ningún otro lado: gente que llegaba arrastrándose, pero llegaba; vi gente de todo el mundo que corría contra sí misma. Algo tremendo. Porque es una disciplina que obliga a una lucha constante con vos. Y el Ironman no se abandona, el tría no se abandona. Y yo voy a parirla. Porque doler, duele. Pero me gusta.
–¿A nivel físico?
–Sí. Más allá de que estás entrenado, la cabeza manda. Y si ella dice que no das más, así es. Tenés que estar listo psíquicamente. Es un gran desafío, pero ojo: no importa cómo llegues, importa que lo hagas. Y es más: siempre, el que llega último tiene más prensa que el primero.
–¿Y vos a qué puesto aspirás?
–No pienso en eso. Eso es como fijarse en la tabla quién ganó el domingo. Yo aproximadamente le voy a poner 14 horas [el límite computable es de 16]. Pero esto es otra cosa, es algo mucho más serio. Las adversidades son enormes: te toca viento y tu bicicleta flamea; hay oleaje y te mareás y vomitás. De hecho: yo vomito.
–¿Qué disciplina te cuesta más?
–Nadar. Porque siempre estás mirando el fondo. No es como la bicicleta o el trote, donde vos tenés una amplitud visual. En el agua, las cosas no son fáciles para mí. Y el asiento de la bici. Eso costó: es muuuyy finito.
–Casi una violación…
–[Se ríe fuerte.] Es doloroso, sí. Tuve que aprender a andar con la badana [especie de horma que hace más cómoda la posición sobre el cuadro] y con pedales y botinetas de traba. De hecho, me caí un par de veces en la calle, porque me tiran el auto encima. No es gracioso.
–¿Llevás una dieta deportiva?
–Sí. Para las carreras: carbohidratos y proteínas. Tomo sopas desgrasadas, trato de no meterme queso. Yo he visto gente, una hora y media antes de la carrera, comiendo fideos fríos de una bolsa de nailon para subir carbohidratos. En mi caso, no me alimento de barras de cereal. Uso unos sobrecitos de gel que el cuerpo asimila más rápido y me resultan muy hidratantes.
–¿Y la música? ¿Qué discos usás para correr o entrenar?
–No escucho música, me dispersa. Yo, cuando hago deportes, prefiero escuchar mi cuerpo.
WALAS
El primer pirata del asfalto
Cómo el líder de Massacre impulsó en Buenos Aires la combinación de la cultura skater y el punk rock.
“Yo fui un Z-Boy”, convence Walas, ya sin su panza bajo aquellas dos trenzas color mandarina, como de vikingo. Pero los que hacen del skate-punk un culto, lo saben: al legendario cantante de la legendaria escudería Massacre le sobran motivos para afirmar lo que dice. “En un momento, yo fui el mejor skater de la Argentina. No queda bien que lo diga yo, pero es cierto.”
A comienzos de los 80, cuando terminó de romper la primera ola del skate y se avecinaba el ocaso de la moda, un pequeño grupo de hardcore-riots de industria nacional (luego, la primera formación de Massacre Palestina) mantuvo la llama del boom de la patineta en Sudamérica. Eran, según Walas, “guachitos de la calle”, una docena de pibes que le compraban el fanzine Thrasher a una aeromoza de Aerolíneas Argentinas e invertían sus tardes en el half-pipe Gigante (del derrumbado Supermercado Gigante, en Vicente López), seguidores de la primera camada de “deportistas del skateboard: Sebastián Lacroze, Jorge Padilla, Javier «Quiaco» Aubeson… La old school”, ilustra Walas. “Pero nosotros éramos otra cosa, empujábamos los límites.”
Walas y sus amigos eran yonquis de la tabla. Niños radicales, adoradores de Tony Alva (el primer Campeón Mundial de Skateboard, también bajista del grupo Skrourelz) y devotos del Zephyr Team.
“Nos sentíamos identificados. Ellos eran deportistas extremos y músicos marginales. Eso eran los daggers”, explica. “Una banda de salvajes que surfeaban el asfalto sobre tablas negras, hermanadas entre sí con una daga dorada en el dorso del shape. Pibes que pateaban todo el día para no volver a sus casas. Y, a la noche, salían a ver bandas. O a tocar.” Ellos eran Los Olvidados, Agent Orange, T.S.O.L., Faction, JFA (el grupo de Steve Caballero) y los Skrourelz. Soundtrack acorde para el primer X-Sport.
–Y acá ¿cómo nacen los daggers?
–Con Massacre Palestina. Nosotros fuimos los primeros daggers de acá. En 1982, empecé a cartearme con Adam Bomb, el guitarrista de Faction. El me mandaba fotos suyas andando en patineta con todos estos monstruos, y yo le mandaba otras de nosotros. En una, le conté que quería tocar y cantar. Y me respondió al toque: “Armá una banda skate-rock en Buenos Aires”. Fue casi una orden.
Después de eso, todo fue distinto. Al mismo tiempo que la Thrasher capitalizó la escena de bandas en casetes con el rótulo Skaterock, Massacre Palestina, sencillamente, cambió el skate para siempre. “Acá era cosa de chetos”, dice Walas. “En el fondo, todos eran deportistas y elitistas. Nosotros éramos daggers por naturaleza.”
–Hay un afiche de Massacre (1986 o 1987) enarbolando una Thrasher. ¿Tuvieron sponsors en aquella época?
–No, fue espontáneo. Le hacíamos el aguante a la Thrasher. Era la manera que teníamos de difundir nuestra cultura. Me acuerdo que en los recitales de Massacre Palestina, Patricia [Pietrafiesa] de She Devils me decía: “Walas, tenés que pedirle plata a Thrasher por tanta propaganda”. Y yo le contestaba: “¿Qué plata? ¡Si son más losers que nosotros! Sólo que viven en San Francisco”.
En esa epoca, Walas tenía su “invert en cámara lenta” (una escuadra boca abajo cada vez más estirada, al borde de la rampa). Y los Massacre Palestina tenían a Walas: “En el período 84/88, yo fui el mejor overall skater argentino”. ¿Y? Más cerca de Jay Adams que de Tony Alva, Walas vio caer su estantería. “El rock empezó a pedir más noche. Y el skate, mi primera novia, pasó a un segundo plano. Llegó la oscuridad y esta [zarandea su barriga]… obesidad [sonríe]. No, mejor poné «sobrepeso» [más risas].”
Pero un accidente dictó sentencia. “El día del golpe, todo se dio de manera clandestina”, relata. “Estábamos los daggers reunidos en el bowl Pueyrredón, en el skatepark de Parque Sarmiento. Siempre venía la policía porque estaba cerrado; y había corridas, tiros. Un ambiente muy riot, muy Dead Kennedys. Ese día, tiré un front-side-pivot-tail y caí con la rodilla derecha, de lleno. Me arranqué los tendones. Y eso no fue lo peor: tuve que suspender un Cemento que teníamos al día siguiente. Me odié por traicionar un recital, por traicionar a mis compañeros de Massacre. Me odié por eso.”
Y tardó años en volver a patear. Obvio, no fue igual. “Me costó mucho volver a tirar una prueba. Ahora hago eso: surf style. Aunque hoy, para los nuevos, los bowls sean una anécdota”, dice, y señala la piscina de Backside (sede de la Asociación Argentina de Skate), donde brinda en ayunas una demo de “skate centrífugo” y old school con una Powell modelo 1995, de 36 pulgadas de largo y 10 de ancho. “Mi tabla favorita”, dice. Una reliquia.
Y pasa el chivo. Este mes, inaugura el primer “museo de la patineta” en el último piso de la galería Bond Street (donde funciona La Lupita, su tienda disquera y de indumentaria). Sus cuatro paredes detallan la evolución gráfica del deporte que adora. “Como no puedo darle lo físico, le doy lo intelectual. Yo soy el canciller del skate en el rock.”
–¿Para cuándo una línea de tablas Massacre?
–Para esta primavera. Vamos a sacar tablas Massacre Palestina con Voodoo, una marca de Mar del Plata. Voy a hacer una tanda de tablas normales y otra oldie, con el diseño dagger del Alva 84. Para románticos.
Es lunes por la mañana. Pero Walas, estrella de culto del under, enfrenta las olas de concreto con la iniciativa inconsciente de un amateur y, antes de salir del cuadro sobre ruedas, sugiere una máxima para la lente de Rolling Stone: “Diez minutos de skate pagan un año de psicoanálisis”.
MALA SEMILLA
El rap local ya tiene quién la vuelque
La crew de Rosario cultiva el básquet callejero mientras enseña cultura hip hop en escuelas primarias.
“abro la boca y te sepulto/ yo lo llamo culto/ Vos y tus amigos ni siquiera hacen bulto/ ¿Acaso logran puntos? Putos…/ Hablo del asfalto y el deporte en este beat/ Me cago en Wall Street/ Aliento a la escritura, represento a la cultura del street-ball/ ¿Acaso preguntaban dónde anduve? Nunca me detuve/ El juego de la calle también sube/ poco a poco, dejamos los clubes (…) Y sé que abundan giles/ aquí no hay ningún Basile/ Paren y admiren/ Represento a todo player/ Asfalto es asfalto, es a lo que me referí/ Aquí no hay pizarra, ni tampoco referí…”
El testimonio en rima es la prueba inédita de la relación entre el básquet y la cultura hip hop en la Argentina. Y emerge desde la caja torácica de Payador Urbano, mc cabecilla de la crew rosarina Mala Semilla, quien recibió por mail, hace sólo semanas, un pedido de Calle 6: la única página (calle6.com) sobre el street-ball (o básquet callejero) criollo, el sitio que aúna a todos los players porteños que no pisan los clubes, pero son la otra cara de la manumanía. La que no se lava con la moda. “Querían un tema nuestro para la página”, relata Payador, secundado por Jota El Inquisidor (ambos de 20 años). “Entonces, les preguntamos: «¿Y si hacemos un tema especialmente para ustedes?». Y sacamos «Asfalto». Porque ellos nos representan dentro de su cultura.”
Conexión cultural, entonces. Está claro: el básquet argentino pivotea en la calle para adaptar y renovar la tradición de los viejos ateneos de la juventud, en un tiempo en que la notoriedad de Manu Ginóbili y el primerísimo nivel de la selección nacional propulsan el deporte de la naranja a una escala inédita de popularidad. Así, los Mala Semilla driblean a los codazos por las canchas del hermético rap argentino. Y la cuelgan. Dicen que las tardes en los playones industriales se pasan así: balón naranja y rap en freestyle sobre la línea blanca imaginaria. Nada más.
Es el sur de Rosario, cerca de la entrada a la ciudad de Santa Fe, “donde los taxis no te llevan” y los pobres asentamientos obstruyen la visual de las fábricas (la mayoría cerradas o tomadas). Es ahí donde los “adolescentes de futuro distinto” (DJ ADN dixit) refugian su arte de la murmuración ciudadana.
Mala Semilla se formó hace siete años, tiempos del compilado Nación Hip Hop. ADN, histórico aprendiz del mítico Mike Dee, ya era la estrella del turntablism del interior. Tras sus dos Technics 1200 era la figura de Rosario, por entonces “la meca del rap argentino”. Y para colmo, ese año, su hermanito menor, de sólo ¡12 años!, tomó las bandejas en la presentación del compilado, y todos se enteraron: la cápsula de la púa le quedaba a la altura de la frente, pero ya usaba a.k.a, su alias: DJ Noi5e.
Así, adn dejó de pisar vinilos para Natural Rap (crew pionera de la vieja escuela) y se dedicó exclusivamente a Mala Semilla. Por su parte, el precoz Noi5e accedió a la producción general, a comandar a Jota (su amiguito del barrio Las Delicias), y –como Payador Urbano– pasó a poner su voz en el mic, para convertirse en el MC dueño de la métrica más hardcore de acá, del flow de la vieja escuela en la nueva era.
Así, Mala Semilla da con el talle. Mes tras mes, dictan clases de cultura hip hop en las escuelas primarias más olvidadas de la zona sur de Rosario. “Hablamos de la cultura del hip hop. Y terminamos el curso pidiendo que escriban una rima; son pibes de 8, 10 y 12 años ¿Cómo les sale? Instantáneamente. Para ellos, el rap es algo natural”, ensaya el Payador.
Mala Semilla hizo todo con nada. Por eso es un ejemplo. El lavadero de la abuela es la unidad básica de la crew: estudio y sala de ensayo donde planearon el proceder de MS. Desde la calle Oroño, filmaron uno de los primeros videos locales del género: “Lirikos”, que viajó por cables de fibra óptica hacia Europa. Luego, en 2002, ellos terminaron integrando el compilado Opresión, expresión (¡editado en Francia y Bélgica!) junto con Control Machete, Makiza, Orishas.
Ahora, tras siete años de evolución a la sombra de la Capital Federal, el sello Lavadero Rec edita El cielo es rosa y todos somos felices, su primer LP. Paradoja. Saldrá primero en España y luego acá. Es más: como paso previo, integrarán Solo en español Vol. 4, el compilado del sello EuroStudio17. Y ahí están, entre varios más: La Mala Rodríguez, Morodo y sdfk (grupo esencial en España).
Todo gracias a la web. “La página abrió todos nuestros caminos. Es el mejor consejo que le podemos dar a una banda independiente”, contagian. Así fue como los contactaron para invitarlos. Y allí fueron. En España conocieron a Break (MC y productor extremeño), al neoyorquino Full Nelson y al famoso rapero alemán Reen, aliado auténtico de KRS-One y Busta Rhymes. Ahora están de vuelta y, de nuevo por mail, fueron convocados por Calle 6. “¡Y por Rolling Stone!”, se sorprenden. Y, humildes, vivan: “A nosotros nos faltan un par de jugadores. Y, encima… ¡no pasamos el antidoping!”.
–Pero, pregunto: en sus palabras, ¿qué nivel de relación existe entre la cultura hip hop y el básquet?
–En Bahía Blanca o en Capital, el básquet está en los clubes. Pero en Rosario, o en un delimitado circuito porteño y callejero, las cosas se resuelven sin tanta nba. Nosotros hacemos rap y paramos en los playones de street-ball porque, de alguna manera, estamos en la misma: ejecutamos en paralelo una cultura que oficialmente es muy masiva. Pero igual dejamos todo. Ellos con la naranja, nosotros con la bandeja y los mics…
MARATON
Prueba de resistencia con paradas irresistibles
En Oregon, un enviado RS intentó correr una carrera animada por bandas en vivo. Confirmado: tanto rock & roll distrae.
Sobre el pavimento de Salmon Street y la 17, cerca del pge Park, en un tranquilo rincón de la tranquila ciudad de Portland, Oregon, extremo noroeste de los Estados Unidos, me paro un instante y miro alrededor. Veo: toda esta gente tan saludable, con aspecto de publicidad de agua mineral, con esa felicidad matinal estallándole en la cara, algo ansiosos y expectantes, gente con ganas de ponerse a correr derecho. Son las ocho y media de la mañana y el señor que trota cortito a mi lado, que resopla, que prueba el cronómetro de su reloj una, dos, varias veces, en lugar de sueño atrasado y bostezo destila una frescura after shave que no voy a decir que le envidio, pero ¡guau!, qué tipo. ¿A qué hora se acostó? ¿Se fue a la cama pensando en la carrera de hoy? ¿Sacrificó una sobremesa de Cabernet por los 10 kilómetros de pavimento que ahora tiene –tenemos los dos– ahí delante? En treinta minutos arranca la Nike Run Hit Wonder 2005, un maratón que también se realizará, simultáneamente, en México DF, Santiago, Caracas, Bogotá, Lima, San Pablo y Buenos Aires el 6 de noviembre y que, un poco a contramano de la historia, quiere mezclar salud y rock & roll.
Todos (“todos” significa ¡12 mil participantes!) llevamos remeritas anaranjadas, las oficiales de la carrera y, como son Dri Fit, ninguno va a transpirar: ni los que corran dispuestos al derroche efusivo ni los que terminemos caminando en la santa e inalterable convicción de que nuestra pachorra es virtud, o al menos forma de ser. En cada milla, cuando la carrera empiece a ganar profundidad, veremos un escenario y, sobre cada escenario, una banda. Vale parar y mirar. Parar y bailar. No parar. Gritar cosas al trote. Cinco escenarios en total mientras los ramilletes de gente naranja se van desgranando, se separan, se vuelven a juntar, y así siguiendo, hasta la meta.
Desde una alta plataforma, un señor vestido como para correr –pero que no es seguro que finalmente se ponga a correr– se entusiasma y arenga: “Are you ready, runners?”. Después pregunta quién se quiere llevar el premio, y levanta una mano que, en lo alto, empuña una guitarra Fender Stratocaster que brilla bajo el abundante sol de Portland. La Fender, negrita, o tal vez azul oscuro, se irá a casa con el ganador de la carrera.
Son las nueve en punto cuando suena algo que se parece a un disparo. La primera reacción es gritar de exaltación. La segunda, quedarse quietos en el lugar. Parece que allá adelante, donde están los que de verdad vinieron a correr y a ganar, algo se mueve, pero es como estar atascado frente a un semáforo que se ha puesto en verde y sin embargo nada cambia, nada avanza. Un minuto más tarde, el movimiento llega hasta nosotros y nos ponemos a trotar, por trotar nomás, porque avanzamos tan despacio que podríamos ir caminando. Dos minutos más y entonces sí: corré, porque si no los de atrás, que son tantos y están tan encendidos como los de adelante, te pasan por encima. A las 9:12 nos acercamos a la Front Ave. Hicimos 700 metros.
Todos vamos tan nuevitos, convencidos de que las piernas en esta mañana luminosa podrían resistir cualquier distancia, inspirando y exhalando, con buen ritmo, hacia delante, hasta la victoria siempre. Por un momento, vuelvo a creer en la vida antes de las once de la mañana. Se me pasa rápido, en la esquina de Yamhill St. Igual fueron unos lindos veinte minutos de ilusión salubre.
Allí, en Yamhill y Salmon, están las gemelas portorriqueñas de Nina Sky, haciendo un pop medio souleado, afinadito, inaugurando la serie de músicos que jalonará la trayectoria de los corredores. Son pocos los que se detienen. La mayoría gira un poco la cabeza, baja algo la marcha, pero no más. Seguimos.
Portland tiene 3,5 millones de habitantes y es una típica ciudad demócrata de los Estados Unidos: si estuviera en la costa de enfrente se llamaría Boston. Acá tiene que haber ganado Kerry, me la juego. Muchas librerías, casi todas son Powell’s Book, de libros usados, de libros nuevos, de cualquier clase de libros. Y disquerías, dos por cuadra: raras disquerías de discos raros que tranquilamente podrían sacar chapa de excentricidad inhallable en cualquier sótano de cualquier galería donde se venden excentricidades inhallables. Esta ciudad, tan ordenada y tenue, es la que pasa a los costados de todos los que ahora corremos. Hay un río que la cruza, el Willamette, y los autos paran en cada esquina, ceden el paso, nadie sale arando. En el segundo kilómetro está tocando Fountains of Wayne.
Ahora sí hay más gente, corredores en su primer alto. Cuando yo paso, los Fountains están haciendo un rock sin nervios, colegial, de preparatoria, lo que no quiere decir que todo lo que toquen sea así, pero a mí me tocó ese tema, en ese momento, como a otros les tocará el momento de la balada, o el del hit, el cierre, los bises. Si pasás y están los plomos desarmando, mejor apurate.
Van tres kilómetros y ya dimos la vuelta por Glisant St. Este es el momento cuando los más orgullosos se obligan a seguir, mientras que los menos no tienen problema en dejar de ser corredores para convertirse frescamente en caminantes. A los lados, empiezan a aparecer largas mesas y un montón de chicas que ofrecen agua o Gatorade. El pavimento se va poblando de vasitos plásticos que ruedan en círculo; algunos van y los pisan. En Johnson y la 18 hay que tomar la primera gran decisión, a saber: o completar los 10 kilómetros o tomar a la izquierda y optar por la variante Nike Run Hit Wonder 5 km. Me prometí el camino largo y eso hice, pero antes, una sorpresa: The Aquabats.
Acá paramos todos. Los Aquabats son cinco tipos en bombachón disfrazados de murciélagos submarinos con antiparras, gorros de piscina y trajes azules. Son como unos Kapanga conceptuales y hacen una música deliciosamente estúpida. Y, vamos a decirlo, el gordo que canta en traje de sirenita es un festival. Los tipos te hacen olvidar que había una carrera. Para cuando te acordás, ya pasaron cuatro temas y no hay quien te haga levantar las piernas nuevamente.
Los escenarios siguen pasando. Vienen unos raperos y, después, una banda de percusionistas que no está sobre un escenario, sino parada en la esquina, todos parejitos, con mucho ensayo encima; y, como suenan tan ajustados y no hay uno al que se le vaya el ton, y como están todos con uniforme de desfile y tienen las caras tan rígidas que parecen un holograma, no me los puedo imaginar dejando alguna vez de tocar, desarmándose, yéndose a sus casas con los redoblantes al hombro. Allí comienza la segunda mitad de la carrera.
Ahora, todo es medio un relajo: la mayoría de los que quedan al alcance de mi vista va caminando (los demás ya son puntos anaranjados, muy lejanos y cada vez más); los grupos se disolvieron y pasan varias cuadras sin ver ningún naranja; de pronto aparecen dos, de pronto no están más: hemos perdido el estilo. Vuelvo a ver caras que vi en el sector de los Fountains of Wayne, señoras un poco vencidas y con ganas de ir llegando. Una hora y cuarenta minutos después de haber salido (sí, una marca un poco impresentable) cruzo la línea de llegada y, de pronto, otra vez todos juntos: una multitud anaranjada rodea una larga mesa de frutas, donde bananas y gajos de naranjas esperan por los corredores. Me dan una medalla, por haber llegado, nada especial: otras 12 mil medallas están dando vueltas por ahí. Dos chicas reparten barritas de cereal y nos invitan al Pge Park, el estadio de béisbol de Portland, donde todo había comenzado y donde dicen que todo sigue.
Dentro del pge, un escenario armado y 12 mil tipos cuya idea de pasarla bien es hacer la ola en una tribuna. En un rato, Joan Jett se va a poner a cantar, una vez más –acaso la más oportuna de mi vida–, que ella ama el rock & roll. Y todos nosotros, que también lo amamos, gritaremos de felicidad. Después, ducha en el hotel. Después, caminata relajante. Después, qué importa del después.





