
Fin de siglo se escribe con hache
El nuevo film de Adolfo Aristarain abre una nueva línea en el cine argentino.
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El cine, salvando géneros específicos como el documental o el film testimonial, es un ámbito de ficción. Ficción realista potenciada por la incomparable verosimilitud de la imagen, el movimiento contínuo, un tiempo de acción que muchas veces coincide con el tiempo real, pero ficción al fin. Desde este punto de vista todo puede ser justificado. Las cosas podrán salirle mejor o peor, pero el realizador tiene derecho a poner en imágenes lo que le venga en ganas. Nosotros, desde otro costado, también ponemos en palabras, con la misma libertad, las ideas a las que su obra nos mueve. Si nos mueve.
Martín (Hache), el último film de Adolfo Aristarain, se mete desde sus escenas iniciales en un tema fuerte y controvertido: el abuso de drogas. Lo hace, tal como manifestó a La Nación, tomando clara posición en defensa del derecho individual a consumir drogas. Aunque con un planteo equilibrado que lo aleja de cualquier suspicacia de apología. Resulta claro que defiende en cualquier caso un derecho, y no el objeto de ese derecho.
Puede señalarse, en cambio, cierta candidez sesentista al abordar el tema, tanto en la forma en que están elaborados los personajes y en la resolución de las situaciones planteadas como por los vaivenes del relato. Pese a algunos parlamentos y situaciones que alertan sobre la complejidad y vastas implicancias del abuso de drogas, su tratamiento no se condice con el caudal de datos y experiencias acumulado en las últimas décadas.
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No es un asunto menor. Desde hace tiempo la droga aparece asociada a muchos de los acontecimientos que ganan la tapa de los diarios, desde el caso Cóppola hasta el reclamo de un funcionario de que se realicen rinoscopías a todos los miembros del Gobierno, su tratamiento resulta en general viciado de imprudencia, ignorancia o afán de escándalo.
Claro que Aristarain lo aborda con los ojos puestos en relación a sus personajes, en su carácter privado. El problema es que el ámbito público y el privado, en el caso de la droga, están ligados por lazos fundamentalmente económicos, pero también culturales, políticos y sociales. Esferas en donde las soluciones son tan contrapuestas que resulta difícil establecer una base consensuada de discusión.
Actualmente la legislación ha hecho prevalecer el criterio del "bien común" por sobre los derechos privados, óptica que justifica las normas coercitivas y represivas con las que en mayor o menor medida se rige la cuestión en gran parte del mundo. Legislaciones que, en definitiva, demostraron ser insuficientes, incapaces de resolver el problema de fndo: el consumo de drogas no sólo ha ganado aliados entre delincuentes, policías y funcionarios corruptos, sino que hace víctimas a cientos de miles de consumidores mal informados, desprotegidos, expuestos a la adicción e, inclusive, a morir como consecuencia del tráfico criminal en pools, discotecas y bailantas, donde dealers anónimos no tendrán que responder nunca por una dosis de cocaína mal cortada.
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Hay quienes saben disfrutar del buen vino, y otros a los que el vino los mata. La diferencia no es sólo de grado. Pero en el caso del alcoholismo, la enorme divulgación y el hecho fundamental de que no se trata de un tráfico y consumo clandestino, han aceitado todos los resortes sociales, culturales e institucionales que permiten mantenerlo acotado.
En Martín (Hache), Aristarain coloca a sus personajes en esta situación ideal. Un entorno experimentado y, respecto del caso, solidario, que minimiza la nocividad potencial que el abuso de drogas conlleva. De hecho, la única situación crítica se plantea cuando Hache consume una droga no convencional (dog), una pasta de tranquilizantes para perros.
El personaje de Dante (Eusebio Poncela), a quien se define insistentemente como un fuerte consumidor de toda clase y tipo de drogas (confiesa que viajó a México sólo para probar peyote), es al mismo tiempo el más lúcido y coherente, el de mayor sabiduría y comprensión humana de la película.
Pese al perfil de habitual consumidor (en un momento admite ante Hache que en su cuarto tiene toda clase de drogas), en el film no aparece nunca "mambeado", jamás pierde la compostura, nunca falta al trabajo y sus parlamentos son siempre de una claridad meridiana. Es capaz, en una noche en la que se toman 12 botellas de champagne, de pasar de largo, sin probar una línea, ante una "piedra" de la mejor cocaína imaginable. Quizá un personaje así pueda existir. Pero resulta, al menos, francamente improbable.
Esta idealización se explica en parte durante una conversación con Hache en una discoteca (en una escena en la que Aristarain aparece acodado al mostrador), en la que Dante sostiene la capacidad de la droga para abrir el espíritu a otras realidades posibles, en un discurrir que recuerda inevitablemente al Don Juan, de Castaneda. Un discurso que hizo mella entre muchos chicos que justificaron el consumo de alucinógenos en la búsqueda de una realidad aparte.
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En el caso de Alicia (Cecilia Roth) el film también plantea una relación con la droga al menos excepcional. Alicia vive agobiada por el desamor y la incapacidad de compromiso de su pareja (Luppi). De algún modo justifica en esta carencia su adicción a la cocaína (adicción que como todo los adictos, ella tampoco admite). Pero el inevitable abuso al que está expuesta al cargar consigo una cantidad casi infinita de merca no parece un elemento de importancia en el momento del desenlace. Aristarain apunta sus dardos a lo que le parece más importante, el mundo de los afectos. A la hora de los bifes la adicción es un dato marginal, sin peso específico para definir la situación. La acusación de Poncela a Luppi no deja lugar a dudas. Nada tiene que ver la cocaína en la inestabilidad afectiva, en la desvalorización de la vida, en la crisis definitiva.
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Una posición que se refleja también en la estructura del film. Aristarain presenta en las primeras escenas a los personajes íntimamente asociados con el consumo. La droga será amenaza fatal y motivo de reencuentro, de peleas y de reclamos, de disputas laborales y discusiones encendidas. Pero una vez planteada, la cuestión pasa a segundo (o tercer, o cuarto) plano y la atención se centra en otros asuntos tan interesantes como el mundo de los afectos, las razones del exilio, las relaciones parentales, el éxito y el fracaso, la crítica social.
Ya casi sobre el final de la película, cuando la tormenta ha pasado dejando al mismo tiempo los estragos de un viento huracanado y la fertilidad de la lluvia, se reitera una de las escenas iniciales del film. Martín (Luppi) arma dos cigarros de marihuana, abre una botella de vino blanco y se tira en el sofá a escuchar música. En esta cuestión, nada ha cambiado. Nadie indaga en el papel que jugó la droga, aunque haya sido el puntapié inicial de la historia y uno de los ejes en torno al cual se tejieron los hechos. Es un tema relegado que pasa a ser un escenario, pintado con libertad de artista, propio del fin de siglo. Como tema, obviamente, no está agotado.





