
"I Pagliacci", en clave radioteatral y criolla
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"I Pagliacci", ópera de Ruggero Leoncavallo. Elenco: Fernando Chalabe (Canio-payaso), Teresa Musacchio (Nedda-Colombina), Enrique Gibert (Tonio-Taddeo), Manuel Núñez Camelino (Beppe-Arlequín) y Fernando Grassi (Silvio). Régie: Oscar Barney Finn. Dirección: Carlos Calleja. Coro Juventus Lyrica. Asociación de Profesores de la Orquesta Estable del Teatro Colón. Juventus Lyrica. Teatro Avenida. Nuevas Funciones: mañana, el jueves próximo (a beneficio de la ONG Fores) y el domingo 12.
Nuestra opinión: bueno
En la edición de anteayer Oscar Barney Finn, con mucho equilibrio y con la inapelable contundencia de las ideas sencillas, exponía las prioridades y los órdenes en el armado artístico de una ópera. Con suma claridad, señalaba que de nada sirve una régie ingeniosa si no se tienen buenas voces. Y también, siguiendo con las prelaciones, que es fundamental una muy buena versión orquestal. En estas afirmaciones está la clave para entender por qué esta versión de "I Pagliacci" no se acerca a los niveles de gran factura que Juventus Lyrica ha sabido alcanzar con otros títulos, en esta o en anteriores temporadas.
Adaptación vernácula
La puesta de Barney Finn es sutil, compartible e "ideológicamente" aceptable. El traslado de la compañía ambulante de Canio desde el Montalto italiano hasta alguna localidad de una provincia argentina, en algún tiempo anterior al advenimiento de la televisión, es plausible y pertinente.
Antes del prólogo de Tonio, el viaje sin escalas de Calabria a la pampa húmeda es sugerido por las vestimentas de los pobladores que reciben a la compañía, y en apenas algunos segundos, por sonidos ambientales en los que se entremezclan, por ejemplo, giros de tangos con canzonettas.
La adaptación vernácula, recordando al viejo circo criollo, incluye, casi como una decoración tenue, pero de presencia constante, a un quinteto de equilibristas, acróbatas, malabaristas, payasos y contorsionistas que rodean y enmarcan a los también cinco personajes del drama de Leoncavallo, aquellos que deambulan, desde hace más de un siglo, con su arte, sus emociones y sus dramas, ahora también por la campiña argentina. Pero, además, la realización goza de fantasía y está plasmada con recursos mínimos y, al mismo tiempo, particularmente atractivos y efectivos. De un lado, la tribuna que albergará al público para la función; del otro, un trapecio, una cuerda y otros accesorios menores. Por delante y en el medio, el espacio para la acción.
Sin embargo, fue precisamente en ese lugar central, y también en el foso, donde no hubo una tarea cualitativamente paralela a los planteos escénicos y que no fue suficiente, como bien lo señalaba Barney Finn, para poder elevar a la ópera a niveles de mayor jerarquía. Desde la orquesta, se pudieron detectar los conocidos, destemplados y un tanto desafinados sonidos de los bronces, así en el Colón con en el Avenida. Lo que no es habitual fue oír otros titubeos, en el sector de las maderas e incluso en el de las cuerdas. La apertura sinfónica del segundo acto, un intermedio devenido en preludio, que no requiere ningún tipo de virtuosismo orquestal sino, simplemente, buen oficio y mucha concentración, se transformó en un momento de carencias llamativas.
Corrección
En los papeles centrales primó la corrección. Enrique Gibert cantó el prólogo con excesiva energía y también con pocas variantes o modulaciones expresivas, aquellas que, en atención al texto, hubieran sido necesarias y bienvenidas. Por lo demás, a medida que fue avanzando la función su voz pareció ir resintiéndose. También es menester señalar que su actuación fue impecable y que fue el único de los integrantes del elenco que, en el instante del canto solista, no recurrió a esos estereotipados e invariables movimientos que, muchísimas veces, son repetidos infalible y erróneamente para recrear a Isolda o a Nedda, a Orfeo o a Canio.
Chalabe y Musacchio, cada uno con su personaje, demostraron buenas presencias y buenas voces, con cantos realmente dignos, pero, a la vez, un tanto exiguos para insuflar de emociones más intensas a individuos que cargan con demasiados dolores y tragedias. Núñez Camelino cantó el aria de Arlequín con musicalidad, pero también mostró un volumen escaso y poco consistente en las escenas de conjunto.
Por último, y para destacar a pesar de la relativa brevedad de su participación, resultó muy atractiva la presencia de Fernando Grassi, con una voz bien trabajada, muy expresiva, con matices, fraseos y colores oportunos y bien logrados y sin exageraciones inconducentes, creando un Silvio muy humano, musical y convincente.



