West-Eastern Divan Ensemble en el Teatro Colón: el drama de la intimidad
Con dirección de Michael Barenboim, el cuerpo integrado por músicos de la Orquesta West-Eastern Divan, que fundaron Daniel Barenboim y Edward Said, dio una clase inolvidable en el Teatro Colón
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West-Eastern Divan Ensemble. Michael Barenboim (director). Integrantes: Michael Barenboim y Hisham Khoury (violines), Sindy Mohamed (viola), Izak Nuri (violonchelo), Omar Farjoun Bishara (contrabajo), Aleksander Gurfinkel (clarinete), Ben Goldscheider (corno) y Benya Ünal (fagot). Programa: Cuarteto para cuerdas n° 11 en fa menor, opus 95, de Ludwig van Beethoven; Octeto para clarinete, corno, fagot y cuerdas en fa mayor, D. 803, de Franz Schubert. En el Teatro Colón. Nuestra opinión: excelente.
Pocas cosas hay musicalmente más difíciles de lograr que el hecho de que el oyente se demore, incluso después de concluida la función, en acontecimientos mínimos -pueden ser apenas un par de compases- y que los integre aun tácitamente en el diseño general de la obra; más todavía, que se demore en ellos porque consiga ver lo que traen y hacia dónde llevan. El ensamble West-Eastern Divan -integrado por músicos de la Orquesta West-Eastern Divan, que fundaron Daniel Barenboim y Edward Said- dio con su Beethoven y su Schubert una clase realmente inolvidable de cómo en la atención al detalle está cifrada ya la forma mayor de la que es parte.
El Cuarteto de cuerdas opus 95, al que el propio Beethoven decidió llamar “Serioso”, es un campo de batalla entre la retórica y la expresividad, o dicho de otra manera, entre la condensación y la expansión. El golpe de genio de Beethoven en este cuarteto consiste en demostrar que solo se llega a la expansión por la vía de la máxima condensación. Ya en el “Allegro con brio” inicial, el cuarteto que formaron Michael Barenboim -bastante más que un primus inter pares-, Hisham Khoury, Sindy Mohamed e Izak Nuri desplegó el movimiento como un tapiz muy apretado, un tapiz cuya figura resulta no sólo de una fricción -la fricción que deparan la impaciencia rítmica y el pasaje lírico contrastante-, sino sobre todo de su cromatismo. El cuarteto no ahorró ninguna de estas asperezas, cuyo colmo es la disonancia en el final de la exposición. Fue crucial aquí la caracterización estricta, minuciosa, de las voces. Esta minuciosidad brilló también en el Allegretto, con su fuga ortodoxamente escalonada. Una vez más, el cuarteto dejó al desnudo el amenazante espiralamiento cromático. No importa cuánto se conociera el “Serioso”, la versión guiada por Barenboim instaló un suspenso que cortaba la respiración.
Los mundos del arquitecto Beethoven y del sonámbulo Schubert -para usar la comparación del pianista Alfred Brendel- no podrían ser más cercanos y, a la vez, más diferentes. Sin embargo, Schubert también reclama en el Octeto su propia y particular microscopía.
Se ha dicho con bastante verosimilitud que el Octeto procede del Septeto opus 20 de Beethoven: uno y otro comparten el modo mayor, los seis movimientos y el orgánico, salvo por el añadido de otro violín. La presunción es cierta pero parcial. Podría pensarse que, en realidad, Schubert no expandió el septeto con un violín; más bien, su matriz fue el cuarteto de cuerdas, al que expandió con el contrabajo, el corno, el fagot y el clarinete, proyecciones tímbricas de un pensamiento musical vuelto hacia el cuarteto. Esto explica que el color del Octeto, aun con los mismos instrumentos, difiera tanto del Septeto. Si se lo toca -y así se lo tocó- y se lo escucha de esta manera, el Octeto entra en diálogo con otras piezas de Schubert como el Cuarteto en sol mayor D. 887 y el Quinteto con dos cellos. El ensamble consiguió una administración admirable de la reticencia schubertiana, con un drama contenido en el borde de la catástrofe y el énfasis, sin vulnerarlo nunca. Todo es intimidad en el Octeto, y no puede imaginarse una versión más íntima que la del ensamble de la West-Eastern Divan: cada cambio de luz, cada enrarecimiento armónico en el movimiento final, cada variación del Andante, todo transcurrió en un recogimiento que cualquier extroversión habría ultrajado.
No hubo ninguna pieza fuera de programa: después del Octeto de Schubert cualquier otra cosa habría ofendido lo escuchado y a su recuerdo en el silencio.
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