
Regreso de un genial creador
"En presencia de un artista" ("In The Presence of a Clown", Suecia/1997, color. Telefilm hablado en sueco y presentado en video (Beta) por Reco en el cine Lorange. Intérpretes: Börje Ahlstedt, Marie Richardson, Erland Josephson, Pernilla August, Peter Stormare, Anita Björk, Lena Endre, Agneta Ekmanner, Anna Björk. Fotografía:Per Sundin. Música de Schubert interpretada por Kabi Laretei. Diseño de producción: Goran Wassberg. Edición: Silvia Ingmarsson. Dirección de video: Mans Reutersward. Guión y dirección: Ingmar Bergman. Duración: 120 minutos. Calificación: sólo apta para mayores de 16 años. Nuestra opinión: excelente.
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La muerte, presencia constante en las ficciones de Ingmar Bergman, tiene otra vez el empolvado rostro de un payaso, un viejo payaso femenino de mirada obscena y risa maliciosa que acosa al pobre Carl, el tío inventor entre cuyos papeles encontró el artista sueco la inspiración para este nuevo recorrido por sus temas de siempre.
A Carl, Bergman le dedicó páginas cariñosas en sus libros y le dio un lugar en sus films; era el tío favorito, el único diferente entre todos los que lo cargoseaban de chico con sus besuqueos, sus chistes sin gracia y su indiscreción. Carl construía inventos para su linterna mágica y su cinematógrafo, le revelaba el origen de los dibujos animados que él mismo bosquejaba en tinta china sobre películas a las que les había borrado la emulsión, lo guiaba en el descubrimiento de los secretos del arte de la representación, que tanto lo fascinaban desde que había vivido tempranamente el deslumbramiento de las marionetas.
Se sabe que la obra de Bergman conforma una única y dilatada película que es como un eco de su propia vida. El que se prolonga en esta realización destinada a la TV (y proyectada ahora felizmente, aunque con algunas flaquezas técnicas, en un cine de Buenos Aires) es el que viene de aquel tío artista, no para elaborar un retrato evocativo -si bien el personaje conserva muchos de los rasgos del original- sino para interrogarse a través de él sobre la fascinación irresistible de la ficción, o para aferrarse una vez más al arte como a la tabla de salvación, como al espejismo que distrae y consuela y quizás hace posible elevarse cuando la muerte asedia y la única sensación que se percibe es la del hundimiento.
Arte, vida y muerte
Para el gran creador sueco -ha vuelto a decirlo no hace mucho-, el arte sigue siendo una cuestión de vida o muerte; la ficción del cine o del teatro, un modo de combatir el caos, de organizar el desorden. Puede ser que los años hayan añadido a su mirada cierto humor sombrío; aquí, en todo caso, éste palpita sordamente por detrás de la historia sin alcanzar nunca la superficie.
Con el temperamento sanguíneo y la tierna sensibilidad de Börje Ahlstedt -que ya le prestó su figura en "Fanny y Alexander", "Con las mejores intenciones" y "Los niños del domingo")-, el excéntrico Carl Akerblom ocupa ahora el centro de la escena. En el principio, está encerrado en un hospicio de Upsala después de haber intentado matar a su novia en un acceso de furia. Padece manías, hipocondría, fantasías suicidas y sexuales, delirios, arrebatos, alucinaciones y otros desvaríos que su médico enumera prolija y exhaustivamente mientras él le habla de Schubert, una de sus obsesiones.
La blanca muerte lo anda rondando en la máscara del impúdico payaso blanco que se hace llamar Rigmor (¿rigor mortis?); él intenta adivinar en las notas de una sonata que escucha reiteradamente el sentimiento que experimentó Schubert ante la evidencia de la enfermedad y el inminente final.
"Sintió que se hundía", arriesga el doctor; Carl reconoce ese sentimiento en sí mismo, se lo confía al viejo profesor que es su ocasional compañero de reclusión; después, encontrará otras respuestas -o paliativos- en el arte. Su novia le tenderá una mano para salir del hospital y compartir con él -y con el profesor y su esposa- el sueño del cine parlante. Con el flamante invento (una pantalla transparente, los actores-autores-músicos recitando los textos detrás de ella), irán a probar suerte por ahí.
Todo es teatro
Antes de que el film, primero -y después el esbozo teatral que lo reemplaza cuando un accidente hace fracasar la rudimentaria función-, empiece a desarrollar el juego de una representación dentro de otra, hay una escena admirable en la que Carl le confía a su novia su secreto del cine sonoro y su proyecto de un film sobre los improbables amores de Schubert con una condesa prostituta y virgen de cuya leyenda ha sabido por boca del profesor.
A Bergman, que ha ido depurando cada vez más su lenguaje, le bastan este sabio alternar de planos y contraplanos y esta concentración en las palabras, las voces y los gestos de sus actores para introducir al espectador en el mundo interior de sus personajes. También, para desmenuzar y recomponer ante sus ojos la ilusión de lo real, que es uno de los temas predominantes en el film, lo mismo que otras clásicas cuestiones bergmanianas como el sinsentido de la vida, la ausencia (o el silencio) de Dios y los imprecisos límites entre la cordura y la insania.
La sólida construcción dramática y la mano maestra de Bergman para desechar lo superfluo de la puesta en escena, desnudar la intimidad de sus actores y hacer visible lo incorpóreo (la representación tras la interrumpida proyección de cine es otro momento inolvidable) conforman los puntales de esta obra cuya densidad duplica su impacto y su poderosa sugestión a la vista de un cine que no suele confiar demasiado en la lucidez ni en la imaginación del espectador.
Bergman sigue teniéndolas como certezas y por eso se vale de la TV como espacio de reflexión. Al fin, no hace diferencias entre uno u otro vehículo artístico: las angustias que un músico moribundo vuelca en una sonata caben en el formato de una película y éstas pueden ser traducidas al lenguaje de una representación escénica.
En el cine -dijo alguna vez- no hay más que teatro. Quizás estaba hablando -y aquí lo sugiere- de la vida entera.
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