Carlos A. Petit, el “zar de la revista” que impulsó las carreras de Nélida Roca, Zulma Faid y Nélida Lobato
Fue el empresario teatral, guionista y director que descubrió a Moria Casán y programó a figuras claves del género, como Nélida Lobato, Tato Bores, Zulma Faiad y Nélida Roca; o que reunió en un escenario a Niní Marshall y a Mirtha Legrand
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En la memoria colectiva de varias generaciones (seguramente, habrá que excluir a los millennials) el teatro de revista es un género que caló hondo. El kilómetro cero de toda esta historia, como registra una reciente nota de Pablo Gorlero, remite a 1874, con el estreno de El sombrero de don Adolfo, que fue prohibida ese mismo día. Otras voces apuntan que la revista criolla nació con el estreno de Ensalada criolla, en 1898, espectáculo que tenía una línea argumental leve que satirizaba con el momento sociopolítico que contenía chistes y comentarios soeces para la época. El fin del glamoroso género revisteril es todavía más difuso de señalar. Tal vez sean aquellos montajes de Artaza-Cerutti (Lo que el turco se llevó, Tetanic, Cantando bajo la deuda) o los espectáculos que encabezó Carmen Barbieri (Barbierísima, Escandalosas, Vedettísima) o, tal vez, cuando Lino Patalano, en 1995, produjo en el Maipo Viva la revista. Al casting de aquel montaje se presentó un tal Gerardo en jogging gris y remera. En el escenario, con música de Madonna de fondo, iba develando lo que la bata escondía. “Finalmente, todo el cuerpo al desnudo salvo un triángulo de tela negra que tapaba lo que la biología había dictado. Con sus manos, se cubría los pechos planos que aún no tenían forma de mujer. Tres golpes secos al final del tema, el turbante caía y aparecía la melena negra, ondulada, húmeda sobre los hombros”, describe el periodista Carlos Sanzol en el libro Hembra, dedicado a Cris Miró. Paradójicamente, para ella ese espectáculo implicó su debut en los grandes escenarios cuando la revista como tal, ya desde hacía una buena cantidad de años, era cosa del pasado.
Pero en esta larga historia del teatro de revista plagada de purpurina, escotes, humor político, cosificación de la mujer, parlamentos subidos de tono, peleas marketineras y reales, grandes escenografías, censuras, concheros, reformulaciones sobre el modo de contratación y grandes números musicales hay una figura clave. Tal fue así que, en su momento, se lo llamó el “zar de la revista” mucho antes de que apareciera el mote de “zar de la televisión” que se le aplicó a Alejandro Romay.
El señor en cuestión fue Carlos A. Petit, una persona de contextura diminuta, como lo indica su apellido, pero que se convirtió en el gran renovador de la revista porteña en su época de esplendor durante las décadas del 40 y 50. Llamativamente, los dos zares del mundillo del espectáculo gestionaron, en distintos momentos, del teatro El Nacional, sala que se decía que era la “catedral de la revista”. En ese período la competencia entre El Nacional y el Maipo era tal que llegaba a parodiarse al espectáculo que estaba en cartel en la otra sala. Era tal el fervor que despertaban esos espectáculos que los sábados hasta se realizaban cuatro funciones (algo que, actualmente, parecería ser de ciencia ficción). Fue tal el fenómeno que generó la revista que la televisión readaptó la fórmula en un intento de hacerla propia (caso testigo: el programa Tropicana Club, que empezó a emitirse en 1952 y por el cual circularon varios artistas que venía de los grandes escenarios con sus escaleras en el número final por el cual bajaba, sin mirar nunca hacia abajo, la vedette principal).
La carrera de Petit estuvo asociada íntimamente a El Nacional, la sala ubicada a metros del Obelisco inaugurada en abril de 1906. En la lejana década del 40, el teatro estaba manejado por Enrique Muscio, quien invertía no solamente en primeras figuras sino también en programar obras de diversos géneros o contratar a figuras internacionales. Lo hacía a lo grande. Por ejemplo, en mayo de 1940, según consiga el libro Los productores, editado por la cámara que reúne a los productores y dueños de salas comerciales, programó la opereta Tres valses, de Richard Strauss, con Libertad Lamarque, otras 80 personas en escena y una orquesta con 30 músicos (claramente, eran otros tiempos). Aquellas funciones se alternaban con la presencia de la mexicana Dolores del Río o el mago Fu Man Chú. En 1952, Muscio se asoció con Carlos A. Petit convirtiendo a la majestuosa sala en un templo de la revista porteña. De aquel período surgieron nombres de vedettes que pasaron a la historia. Un listado incompleto conformado por Nélida Roca, Amelita Vargas, Maruja Montes, Susana Brunetti, Zulma Faid y Nélida Lobato. Durante aquellos años, junto a estas mujeres de voluminosas curvas que generaban devoción en la platea, la risa y la comicidad estuvieron representadas por humoristas como Pepe Arias, Luis Arata, Adolfo Stray, José Marrone, Fidel Pintos, Dringue Farías, Tato Bores, Pedro Quartucci, Alfredo Barbieri y Don Pelele. Las lentejuelas, las grandes escaleras, las plumas importadas convivían con la música y el humor político.
Antes de convertir a este género en una pieza clave del teatro de la avenida Corrientes, Carlos Artagnan Petit (nombre completo de este mosquetero del teatro local) había sido actor en el Teatro Nuevo y hasta tuvo el sueño de jugar al fútbol en Ferro. Como actor, no pasó a la historia. Como público de teatro ya antes de llegar a la mayoría de edad no se perdía los espectáculos de revista. Cuando rondaba los 20 años fue guionista de programas de las radios más importantes de la época para estrellas como Pepe Iglesias y Juan Carlos Mareco. En cine fue el guionista de más de 35 películas con títulos como Cuando los duendes cazan perdices, con Luis Sandrini; y La barra de la esquina, con Alberto Castillo. En 1943 escribió Las cosas de Buenos Aires, una ya de teatro de revistas (”un género intrascendente que al público le gusta mucho”, aseguró alguna vez en un reportaje publicado en el diario Tiempo Argentino). A las grandes marquesinas de la avenida Corrientes había llegado desde el Ópera de Lanús. Ya en el centro porteño también pasó por el Maipo, el desaparecido Odeón, Comedia y el Politeama (claro, el viejo Politeama) hasta que se instaló en El Nacional.
Se consideraba como un hombre de teatro “porque es el lugar en donde me siento un genio”. El ser considerado empresario teatral mucho no le cerraba. De hecho, en aquella época la mayoría de los gestores de esas grandes salas estaban ligados a la actividad artística como guionistas y/o directores. De hecho, él escribió varios libretos para revistas o dirigió junto a Mariano Mores a Niní Marshall y Mirtha Legrand en Buenos Aires de seda y percal, que presentó en 1963, en el Teatro Coliseo.
En un reportaje publicado en la revista 7 Días que menciona el libro citado Los productores aparecen algunas afirmaciones suyas que dan cuenta de su mirada. “Los empresarios solo ponen dinero. Yo (pongo) mi capacidad de trabajo, mi pequeña dosis de talento, mi fuerza interior”, decía. “La plata que invierto la gané con otras revistas. Si hay excedente me sirve para compensar las malas temporadas. ¿Quién puede vivir del teatro? Un primer actor, un director, un autor. Usted pensará por qué este hombre que tiene un teatro como El Nacional, que vale por lo menos un millón de dólares, llora. Yo le voy a contar el por qué. ¿A usted le parece que algo de tanto valor haga funciones solo de nueve a doce de la noche y ni siquiera todos los días? El nuestro es un trabajo ingrato”, acotaba.
En el libro de Aadet, la cámara que agrupa a productores y dueños de salas del circuito comercial, se lo recuerda como el primero en contratar a porcentaje a las figuras principales de sus revistas, práctica que se extendió hasta la actualidad tanto en la escena comercial y también, algunas veces, en el circuito de salas públicas. Fue él también, según señala una investigación de Karina Mariel Mauro y Adriana Libonati, quien introdujo en 1957 el plano inclinado, la escalera practicable y los focos multicolores en la revista Nerón cumple, en la que trabajaban Pepe Arias, Tato Bores, Egle Martin, Nélida Roca y Adolfo Stray. Esos adelantos escenotécnicos mejoran la visualización y el desplazamiento de los artistas. Por otro lado, el constante cambio de escenografía entre cuadro y cuadro promovió una práctica actoral propia de la revista, denominada “cortina”, que consistía en un actor que se paraba delante del telón y realizaba alguna rutina cómica mientras, detrás, se armaba la nueva escena.
Hubo otras derivas en todo esto: el género tuvo que lidiar con la censura de la época. “En estos 36 años de revistas yo viví todos los ciclos –confesó en un reportaje publicado en 1966 en la revista Confirmado–. Hasta que Perón ocupó el Gobierno, el humor residía fundamentalmente en la política: eran sketchs jugosos y divertidos y no había ninguna clase de control. Durante el peronismo, la política desapareció; por eso en 1955 (golpe de Estado) se abrieron las válvulas y llegaron burlas feroces a los depuestos. Pero al público no le divierte que se burlen del caído: todos prefieren las bromas a costa de quienes ocupan posiciones expectables. Y la gente se cansó. Por eso entró el sexo en las revistas. Claro que, con anterioridad, el sexo había invadido el cine y la literatura mundial: si usted compara nuestra revista con algunas películas, parece un cuento infantil. Pero las películas extranjeras tienen embajadas que defienden sus derechos, mientras que la revista porteña, no”.
Durante su largo reinado, Petit, el grande, descubrió a grandes figuras. Fue gracias a él que Moria Casán debutó como figura estelar de Frescos y fresquitas, en 1973, que se presentó en el teatro Astros, otra de las salas que tuvo su tiempo de esplendor dedicado al género. En una nota publicada en LA NACION hace unos años, la actriz reflexionó sobre las categorías que se aplicaban en esas grandes producciones. “Había una jerarquización en los elencos: estaban las coristas, que podían llevar la cola destapada; las modelos, que solamente desfilaban y mostraban sus pechos en topless; y las bailarinas, que no llevaban las colas destapadas y ponían su virtuosismo –detallaba esta conocedora del paño–. Después, se traen las bluebell girls, que hacían topless sin pezoneras. Luego, dentro de las vedettes, estaban las medias vedettes, que hacían una breve aparición en el cuadro de la segunda vedette. La segunda vedette, que tenía su cuadro y algunos sketchs; y la primera vedette, que tenía el cuadro principal, el sketch principal y el final.”
Esto me mandan mis compxs de JULIO CESAR, la primera en FRESCOS Y FRESQUITAS TEATRO ASTROS 1973 y la de la BOLSITA regalada por la GRAN LUISITA 💕💕💕 pic.twitter.com/nyiyQRrVl7
— Moria Casán (@Moria_Casan) June 16, 2022
En otra nota publicada en la revista Hola, contaba de este modo una anécdota de 1968: “Un día un amigo me invitó al teatro El Nacional, donde daban Cuando abuelita no era hippie, y me encantó el formato de revista. Después me presentó a Carlos A. Petit, que se impresionó con mi altura, y me ofreció ir a un casting. Pensé que era un chiste, pero me quedó latente. Dos días después, sin decirle a nadie, fui al teatro. Quería saber de qué se trataba. Llegué tarde, fui a cambiarme con ropa que me prestaron, me marcaron unos pasos e hice la prueba. Después me lookearon y Petit dijo: ‘Quedó todo genial, usted debuta esta noche’”. Así eran las cosas en aquellos tiempos.
La trayectoria de Carlos A. Petit está plagada de líneas de fuga, de artistas que él llevó a los escenarios y que, algunos de ellos, con el tiempo se convirtieron en figuras capitales del teatro porteño. En un reportaje publicado en 1965 por el diario Clarín lo pintan a este señor, que así como se lo pasaba viendo espectáculos en las grandes capitales europeas era un asiduo visitante de los hipódromos. “No hay artistas buenos y malos. Solo hay artistas buenos. Los otros son personas que duermen hasta después del mediodía”, apuntó en aquella nota. Ante la consulta sobre qué dice cuando le comunican que el teatro está lleno, señaló: “No digo nada... respiro”. Y si le dijeran que está vacío, el “zar de la revista” acotaba: “No le digo nada porque no se puede abusar de la libertad de prensa...”.
En su extensa trayectoria también produjo programas de televisión y espectáculos por fuera de lo revisteril pero que lograron un indudable éxito como fue Las mariposas son libres, con Rodolfo Bebán y el debut teatral de Susana Giménez; o El gran deschave, con Federico Luppi y Haydeé Padilla. En aquel reportaje de la revista Confirmado, realizado cuando la revista todavía ocupaba un lugar protagonista en la cartelera porteña, se le consultó sobre el futuro del género. “El campo de acción de nuestros espectáculos es limitado; sus posibilidades, menores que las de otros géneros –reconoció–. Pero siempre habrá gente que quiera divertirse de noche y si no voy yo, algún otro buscará nuevos caminos. Además, espero que el género no muera, por ahora: si pasa eso, me muero yo... de hambre”. Cosas complejas de explicar, la revista porteña fue reivindicada cuando ya su época de esplendor había pasado. En 2013, este género de neto corte popular fue declarado patrimonio cultural junto al tango, el fileteado y la murga.
Los ecos de aquella época dorada siempre se las ingenian para volver. De hecho, durante la temporada de teatro de verano de este año en Mar del Plata se presentó un espectáculo que se llamó Argentina, la revista, con Luisa Albinoni y Nito Artaza. O todas las noches, en la pantalla de Eltrece, una de las líneas argumentales de la segunda temporada de Argentina, tierra de amor y venganza 2 (ATAV) es el personaje que encarna Justina Bustos, como la que inicia su carrera como vedette, y el personaje que encara Juan Gil Navarro, como el empresario de un gran teatro porteño.
Carlos A. Petit, el zar de la revista, murió a los 80 años en 1993. El título de la nota en LA NACION lo despidió como un verdadero “rey de la noche”.
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