Coronavirus: por qué las entregas de premios en pandemia no tienen sentido
El rating de los Emmy se desplomó este año hasta su mínimo histórico en Estados Unidos. Las cifras de audiencia televisiva más bajas de todos los tiempos para lo que se supone es la máxima celebración de la televisión a lo largo de todo un año. Los medios norteamericanos se regodeaban ayer con esos números: destacaban sobre todo que los algo más de seis millones de espectadores que vieron esa ceremonia el último domingo equivalen a la tercera parte del rating total de 2013.
El cuadro adquiere más relevancia porque estamos en tiempos de pandemia, una emergencia que pasamos en su mayor parte dentro del hogar. Y con el acompañamiento más activo que nunca de la televisión, que probablemente nunca haya estado encendida tanto tiempo. Las opciones son múltiples, es cierto: TV abierta, cable, satelital, las plataformas de streaming. No hay una sola pantalla, sino muchas. Más que nunca.
Desde todas esas pantallas se emiten los contenidos que forman parte de la competencia del Emmy. Si estamos todo el tiempo tan pendientes de esos programas, con más razón deberíamos seguir con la máxima atención una velada en la que algunos de nuestros programas favoritos, esos que aparecen en cualquier conversación, esperan quedar consagrados con las máximas distinciones a las que podrían aspirar.
Sin embargo, en el momento de mayor encendido televisivo en muchísimo tiempo, el público le dio la espalda a la ceremonia que, se supone, está celebrando lo mejor de la televisión más poderosa del mundo. Y con los números más bajos de toda su historia. No hace falta vivir en Estados Unidos para comprobarlo. La ceremonia de los Emmy es tan global como los programas que participan en ella y la propia industria de la televisión. Y en la Argentina, las redes sociales fueron receptáculo inmediato del tedio, del aburrimiento y de la indiferencia que despertaba el formato elegido para celebrar los Emmy en tiempos de pandemia. Los "PandEmmy", como los definió el presentador Jimmy Kimmel.
En nuestro caso, la fiesta de los Emmy llegó 48 horas después de una de las ceremonias de premios más importante de la Argentina, los premios Gardel. El equivalente local de los Grammy, porque es el gran premio de la industria musical. También en este caso hubo que adaptarse a la fuerza a una situación que exige ante todo distanciamiento social. Esa distancia (entre el público, entre los artistas y el público, entre los mismos artistas) es la que mantiene paralizados todos los espectáculos. Porque, como todos sabemos ya a esta altura, la distancia reduce al mínimo el riesgo del contagio.
Lo que ahora descubrimos, gracias a los Gardel y sobre todo a los Emmy, es que con distancia obligatoria es imposible que una ceremonia de entrega de premios del espectáculo (de cualquier espectáculo) tenga el mínimo sentido. Sobre todo si se insiste en darle algún viso presencial, como ocurrió con los Gardel el viernes y con los Emmy el domingo.
Las distorsiones quedaron a la vista en esta suerte de prueba piloto que tuvimos durante el último fin de semana. Recorrerla nos puede ayudar a entender por qué las ceremonias de premios de la "nueva normalidad" van a ahuyentar a su público en vez de convocarlo. En primer lugar porque son encuentros de una frialdad extraordinaria, fiestas "de diseño" que surgen de un admirable trabajo de ingeniería de producción, pero ajenas al espíritu genuino de la chispa artística y de la emoción constante que es condición de las ceremonias presenciales, hasta las más monótonas.
¿Pruebas? Primero, no queda otra que armar la continuidad de la ceremonia a partir de una mayoría de segmentos pregrabados, que podrían funcionar individualmente pero, en conjunto, solo consiguen una baja notable de espontaneidad. Esas "juntadas" entre artistas de las que surgen mezclas musicales muy atrayentes, como las que vimos el último viernes en la fiesta de los Gardel, pueden funcionar como testimonios creativos de integración en tiempos de aislamiento, pero jamás podrían reemplazar la fuerza natural de una interpretación de esas características compartida en vivo sobre un mismo escenario.
Segundo, el "vivo" es el elemento insustituible de cualquier ceremonia de entrega de premios. Pudimos ver, es cierto, momentos de altísima emoción con los ganadores celebrando en sus hogares. El festejo de Zendaya en el corazón de la fiesta de los Emmy resultó un gran ejemplo. Pero ese confinamiento forzado nos llevó inmediatamente a evocar todo lo que significan esos mismos momentos en la "vieja normalidad". Ver a todo un teatro o un salón aplaudiendo de pie, colegas conmovidos compartiendo la felicidad del ganador y una sensibilidad que se irradia desde allí naturalmente hacia el observador.
Ý en tercer lugar, el cálculo sustituye a la espontaneidad. Todo está fríamente calculado: los chistes, las entradas y las salidas, lo que se dice y lo que se deja de decir. Un ejemplo alcanza: si somos fieles a la historia y a la gran tradición de estas entregas de premios en las que se pasa revista a lo ocurrido en el año, al anfitrión no debería en este caso impedírsele hacer referencia en su monólogo a los problemas provocados por la pandemia en la industria. Pero todos sabemos que se trata de un tema de elevada sensibilidad que no a todos les podría caer bien, especialmente si se elige para hacerlo un criterio más bien mordaz.
Este año, ese lugar fue ocupado por una recarga de alusiones políticamente correctas. Referencias a situaciones que parecen difícil de soslayar (empezando por los debates sobre diversidad e inclusión en el caso de los Emmy), pero que también pueden convertirse en lo más aburrido del mundo cuando adquieren todo el tiempo el solemne tono de una proclama.
Imaginemos de aquí en adelante una próxima entrega de los Grammy sin los extraordinarios cuadros musicales que funcionan en su puesta en escena como verdaderos videoclips en vivo. O una fiesta de los Globo de Oro sin los famosos apiñados en las mesas del Beverly Hilton escuchando entre carcajadas y miradas cómplices cómo el anfitrión los destroza desde el escenario con su monólogo. O una ceremonia del Oscar sin la tensión de los nominados sentados en la platea y a punto de saber si su nombre será anunciado como ganador, mientras sus pares los observan en las butacas contiguas.
La televisión puede armar programas especiales a modo de resumen o compilación de lo mejor del año. Y en tiempos de pandemia reconocer a través de ellos todo lo que vive la industria del entretenimiento en este momento atípico. Pero no podrá reemplazar con ese tipo de alardes o despliegues muy profesionales una ceremonia de premios como Dios manda, algo imposible de lograr cuando los candidatos aguardan a la distancia y en sus hogares el anuncio que los podría convertir en ganadores.
Mientras dure la pandemia tal vez lo mejor sería nada más que anunciar los premios, sin la obligación de envolverlos y ponerlos dentro de un paquete que termina abierto a la fuerza, sin emociones y con un distanciamiento inevitable, porque de otra manera se estaría jugando con la salud. El silencio que envuelve cada festejo, más allá del júbilo del ganador, es tremendamente elocuente. Mucho más cuando la música de fondo o algún aplauso grabado trata de acompañarlo y solo consigue sacarle lo poco que le queda de espontáneo. Pura artificialidad.
Mientras dure la pandemia, en definitiva, tal vez lo mejor sea evitar todas las ceremonias de premios. De lo contrario, el rating seguirá desplomándose, como ocurrió el domingo con los Emmy. Y también el interés del público.
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