En el mundo, el 30 por ciento de los hombres está circuncidado. La práctica, sin embargo, sigue despertando temores y mitos. ¿Quita sensibilidad? ¿Es más higiénica? ¿Dificulta la masturbación? Los secretos del oficio del circuncidador y la cuestión que angustia a los padres judíos: ¿cortar o no cortar?
Por Graciela Mochkofsky / Fotos de Santiago Porter.
A comienzos de los años 70, Guillermo Bronstein era un joven estudiante del Seminario Rabínico Latinoamericano, fundado en Buenos Aires por el carismático rabino norteamericano Marshall T. Meyer. El seminario funcionaba en una casona con jardín de Belgrano y se había convertido, con el liderazgo de Meyer, en un centro de referencia para los judíos porteños.
Aquel día en particular, unos golpes ansiosos sacudieron la puerta. Bronstein, que había quedado solo en la casona, se encontró con un hombre que, presa de una gran agitación, pedía hablar con Meyer. Le informó que no estaba. Entonces, rogó el visitante, con otro rabino. Bronstein explicó que no había nadie; debía volver en otro momento. Pero el hombre no podía esperar.
Se explicó a borbotones: había sido padre de un varón y se encontraba en una disyuntiva desesperante: como judío, quería circuncidarlo, pero sabía, por las enseñanzas del doctor Rascovsky, que la circuncisión era una mutilación. ¿Debía mutilar a su hijo? ¿O debía convertirlo en el primer hombre no circuncidado de su familia? Atrapado entre su identidad y las revelaciones profundas del psicoanálisis, el padre primerizo se retorcía de angustia.
A Bronstein le vino a la mente un amigo no circuncidado que durante años había sido objeto de burla en los baños colectivos del club Hacoaj. "Si no lo circuncida, su hijo siempre se va a sentir distinto", sugirió. El padre partió abatido. El aspirante a rabino, hoy dirigente de la comunidad judía conservadora de Lima, nunca supo qué decidió.
El dilema no era extraordinario en esos años, en los que Arnaldo Rascovsky, pediatra, freudiano, pionero del psicoanálisis en la Argentina, había sido encumbrado como última autoridad ante las madres judías. Autor de la teoría del "filicidio", que identificaba supuestas prácticas de agresión de los padres contra sus hijos, condenaba la circuncisión como una mutilación y sacrificio –concreción del amago bíblico de Abraham, dispuesto a matar a su hijo Isaac a la primera orden de Dios–. Muchos niños judíos nacidos en aquellos años salvaron sus prepucios por obra suya.
Casi 40 años más tarde, Rascovsky está pasado de moda y muchos hijos de aquellos psicoanalizados de los 70 circuncidan sin más trámite a sus varones. Sin embargo, la controversia sobre la circuncisión no ha muerto. Hace apenas un año, la Organización Mundial de la Salud recomendó retirar prepucios masivamente para disminuir la propagación del sida. En Estados Unidos, donde desde 1900 ha sido rutina circuncidar a los varones recién nacidos por razones sanitarias, la tendencia comienza a ser la opuesta. En Argentina, aunque nadie se ha tomado el trabajo de incluirlas en tablas estadísticas, cada semana una pareja mixta se debate sobre si someter o no a su varoncito a la intervención quirúrgica más antigua de la historia de la humanidad.

Lean, si piensan que exagero, estas historias recientes:
Hijo circuncidado de judíos de Villa Crespo, Rubén (su nombre verdadero es otro, lo he cambiado a su pedido) supo "desde siempre" que sus hijos varones serían circuncidados "me casara con una mujer judía o no judía". Sus hijos debían ser "iguales al papá". Rubén es escritor, tiene 40 años y éste es un tema que ha masticado bastante: "Por un lado, está la identificación con el padre. Y también me parece que si tienen que elegir alguna vez ser judíos o no, conviene que estén circuncidados. Quise darles igualdad de condiciones religiosas: si quieren ser católicos, sólo hace falta agua bendita, pero si quieren ser judíos, tienen que estar circuncidados y no es lo mismo hacerse la operación de grande".
Rubén habló de este tema con Karina "apenas empezamos a salir. Ella lo aceptó, porque me quiere mucho". Cuando Karina quedó embarazada y supo que el bebé era varón, "se angustió y lo hablamos". Llegó el día del brit ("pacto", como se llama, en hebreo, la circuncisión; bris, en idish), el octavo día de vida del pequeño, y el circuncidador, o mohel, llegó puntualmente a su casa. Sólo Rubén, Karina y el bebé lo esperaban. "No hicimos un bris tradicional –explicó Rubén– con familia y ceremonia. Pedimos lo más laico que se pudiera hacer, sin oraciones ni nada. Porque ni Karina ni yo creemos en Dios."
El niño chilló y se retorció y sangró brevemente. Karina lloró una semana entera. Durante meses se sintió culpable e intentó compensar a su hijo con mimos y cuidados. Tres años más tarde volvió a quedar embarazada y, al descubrir que era otro varón, volvió a angustiarse. Rubén seguía pensando igual; además, no querían hacer diferencia entre los hermanos. Esta vez, llevaron al niño al consultorio del mohel, pero la intervención no salió tan bien. "Sangraba mucho y el cauterizador eléctrico no funcionaba. Me puse muy nervioso. Estuvimos una hora hasta que paró de sangrar", se sulfuró Rubén con el recuerdo. Karina recuerda ambas experiencias como "traumáticas" y se niega a decir más sobre ellas. Lo único que las justifica, concluyó, es "haber hecho feliz" a Rubén.
La segunda historia me la contó otra madre, ya abuela, y, aunque fidedigna, tiene la estructura de una fábula jasídica, un género de la literatura judía en el que ocurren milagros y maravillas. Esta madre y su marido tuvieron tres hijos varones. Al primero y al segundo los circuncidaron, pero el tercero, me dijo, "era muy blanquito" y les dio miedo, o pena, y no. Los dos hijos mayores estudiaron, se casaron, tuvieron hijos, hicieron dinero. Uno de ellos –y por eso la reserva de nombres– es hoy un conocido empresario. El hermano menor, en cambio, fracasaba en todo. A los 25 años, había pasado por una rehabilitación por heroinómano y estaba tirado en la cama con una gran depresión.
Desesperada, la madre permitió que un rabino ultraortodoxo –la suya era una familia laica– lo viera. Luego de una larga conversación a solas, el rabino volvió con la solución: había que circuncidarlo. Ese era el modo de incluirlo en la familia, de la que siempre se había sentido aparte. Ya habían pasado unos años cuando la madre me contó la historia. Su hijo, sonrió mientras me servía una doble porción de torta leika, era feliz: "Ahora no podemos comer jamón en la casa, pero qué importa".
No fueron los judios los primeros en circuncidar, me recordó Gregorio Spivak, cirujano y mohel desde hace 27 años. La operación quirúrgica más antigua de la historia fue practicada, miles de años atrás, por egipcios y aztecas. "El pueblo judío se mantuvo como pueblo y los otros no –abundó–. Y mantuvo la circuncisión como pertenencia al pueblo, como pacto, como tradición, como marca."

La palabra viene del latín:
circum
(alrededor) y
cædere
(cortar), y, en efecto, consiste en cortar el prepucio, la gruesa membrana que envuelve el pene. La Organización Mundial de la Salud (oms) calcula que el 30 por ciento de los hombres mayores de 15 años está circuncidado en el mundo: unos 664.500.000. La mayoría vive en Africa y Medio Oriente; el 70 por ciento es musulmán.
En Estados Unidos y otros países anglosajones –Inglaterra, Canadá, Nueva Zelanda, Australia– se hizo costumbre circuncidar a los bebés a comienzos del siglo xx por razones sanitarias, higiénicas y hasta morales (algunos puritanos defendían que disminuía la masturbación en la pubertad). En Inglaterra, el Servicio Nacional de Salud dejó de cubrir los gastos en 1946, con lo que la práctica se redujo a menos del uno por ciento. En Estados Unidos siguió siendo rutina hasta que en 1999 la Asociación Médica Americana declaró que la circuncisión neonatal masiva no era recomendable y que los padres debían ser informados sobre los detalles para hacer una elección responsable.
Ocho años más tarde, en 2007, la oms, el programa de Naciones Unidas contra el sida (unaids) y el Centro para el Control y la Prevención de la Enfermedad declararon conjuntamente que la circuncisión masculina reducía significativamente el riesgo de contraer vih durante la penetración sexual y la recomendaron para controlar la epidemia (aunque, aclararon, no inmunizaba contra el sida, y los demás métodos de cuidado conocidos debían seguir siendo utilizados).
Un artista de 37 años, judío, circuncidado y gay, a quien consulté sobre la experiencia de vivir sin prepucio, me dijo sin dudarlo que "si volviera a nacer, lo que quiero es que no me circunciden". La circuncisión, declaró, es uno de los "issues" de su vida. Al estar circuncidado, aseguró, tiene "menos sensibilidad". ¿Cómo lo sabe, si desde el comienzo vivió sin prepucio? "Porque me doy cuenta, al comparar con hombres no circuncidados. Mi piel ahí es como la de mi mano. En cambio, la de los hombres sin circuncisión es suave, como ésta (da vuelta el labio inferior de su boca con la mano y señala el lado interno)."
Un amigo brasileño que presenciaba la charla reveló que también él había sido circuncidado, aunque "a medias". Fue operado a los 6 años por una fimosis (falta de flexibilidad del prepucio) pero "por suerte conservo la mitad", dijo. El problema de no tener prepucio, opinó, es que al no tener esa capa que se estira y se retrae, se pierde una superficie de placer y estímulo y la masturbación se complica (el amigo compartió en este punto algunos secretos sobre enjabonamiento en la ducha).
Spivak, que fue circuncidado al octavo día de vida y tiene una posición "subjetiva" sobre la circuncisión ("creo que es mucho más cómodo, y más fácil para la higiene"), desestimó la pregunta con una sonrisa: "No sé decir en qué cambia la sensibilidad porque yo no tengo retorno". Si la operación tuviera complicaciones importantes, agregó, "el pueblo judío la habría discontinuado".
Abundan las opiniones científicas en un sentido y en el otro. La Academia Americana de Médicos de Familia (aafp en su sigla inglesa) declaró el año pasado que no hay "evidencia válida" de que los hombres circuncidados tengan menos sensibilidad que los demás. Tampoco, hasta ahora, puede afirmarse lo contrario.
Entre los sexólogos, el consenso parece ser que no hay nada que decir sobre la circuncisión: ni a favor ni en contra. "En la casuística, no aparece como problema –dijo Isabel Boschi, directora de una fundación que lleva su nombre–. Ni como desventaja ni como ventaja. No hay nada demostrado definitivamente."
Adrián Sapetti, director del Centro Médico de Sexología y Psiquiatría, agregó que alrededor de la circuncisión se han montado varios "mitos". A saber: que es una cura para la eyaculación precoz. Falso. Que agranda el pene. Falso. Que el circuncidado siente menos placer; que siente más placer. Falsos los dos. "La sensibilidad mayor está en el glande, no en el prepucio –sentenció–. Con la falta del prepucio, cambia el tejido, se hace metaplasma, pero se siente igual." En su experiencia, los hombres circuncidados de adultos que tienen problemas sexuales experimentan un cambio de tenor psicológico: terror a la castración simbólica.
Su conclusión: la circuncisión "no es mejor ni peor".
El doctor gregorio spivak ha circuncidado a 11.700 varones argentinos. La cifra es exacta al jueves 12 de junio, según confirmó su secretaria después de echar una mirada al fichero que Spivak lleva desde hace 27 años, cuando se hizo mohel.
En la tradición judía, el oficio se transmite de padres a hijos. En su caso, Spivak se hizo mohel como un modo de conciliar su profesión de cirujano (que era la de su padre) y su activa pertenencia a la comunidad judía. Le costó trabajo aprender la intervención, me dijo, porque "en la facultad de Medicina no te enseñan a trabajar en recién nacidos". Uno de sus primeros pacientes fue su primogénito (todo padre judío que esté en condiciones de circuncidar, dicta la ley judía, está obligado a hacerlo sólo si no es capaz puede delegar la tarea en otro hombre).
Hoy, Spivak liquida un prepucio en 15 segundos.
El domingo 8 de junio lo seguí en su habitual raid circuncidatorio. Arrancó a las 10 de la mañana, con mellizos, en la sinagoga Benei Tikvá, de Belgrano.
El brit milá es una ceremonia colectiva, en la que la familia entera es testigo del primer acto propiamente judío del recién nacido. En este caso, los mellizos tenían ya un mes y medio; recién habían alcanzado el peso mínimo para ser operados. Spivak se acomodó sobre el escenario, de frente a un público de elegante sport que conversaba de lo que se conversa en cualquier ocasión social (muertes, casamientos, nacimientos, novedades laborales, kilos ganados y perdidos). De su maletín sacó una gran tijera-pinza, una especie de punta metálica, un bisturí con nueva hoja, un frasco de alcohol, algodón, guantes de látex.

Bendito seas, oh, Señor, Nuestro Dios, Rey del Universo, que nos has santificado con tus mandamientos y nos has ordenado incluirlo en el pacto de nuestro Padre Abraham", oró el
mohel.
Colocó al primer mellizo en un blanco almohadón sobre el altar, le sacó los pantalones y el pañal, lo abrió de piernas y brazos como a un pollo y pidió al abuelo que apoyara con fuerza sus antebrazos sobre las diminutas extremidades de modo que el pequeño quedara inmóvil para el momento crucial. Esto hizo aullar al bebé, puso los pelos de punta a la audiencia, convenció a una de las abuelas de llevarse al hermanito al otro extremo del templo y casi descompone de angustia a la joven mamá, que, torciendo la cabeza hacia el lado contrario del
mohel,
de modo de no ver la operación, apoyó sus manos amorosas sobre su hijo y lo arrulló con un dulce y tembloroso: "Ya va, ya va, ya va".
Con toda calma, el mohel levantó la tijera-pinza, tomó el bisturí, hizo lo que, visto desde el auditorio, parecieron dos pases mágicos (como por simpatía, el hermanito rompió a llorar en ese preciso instante desde la otra punta del salón), volcó un montón de talco sobre el miembro recién pelado, envolvió al bebé en un pañal fresco, repartió vino kosher entre los padres, abuelos y padrinos, y una gota en el chupete del bebé, y devolvió el niño a su madre con un alegre mazel tov (felicitaciones). En el público había llanto y alegría, un abuelo impresionable, que se aprestaba a sostener al siguiente nieto con miedo a desmayarse, y bromas nerviosas entre los hombres sobre calzoncillos de lata y "que pase el que sigue".
Con el segundo bebé fue un déjà vu.
En el camino al tercero, que se celebraría en un salón de fiestas de nombre Gaspar, recordé un dato espeluzante que había encontrado en el apartado sobre "riesgos de la circuncisión" en Wikipedia: "El Royal Australasian College of Physicians revela que se pierde 1 pene cada 1.000.000 de circuncisiones". Spivak me aseguró que su porcentaje de "complicaciones" es del 2 por mil: todas hemorragias que fueron controladas.
En Gaspar, mientras Spivak ordenaba sus instrumentos sobre una pequeña mesa ubicada en el centro de un salón adornado con grandes fotos de París en blanco y negro, tres judíos cincuentones se trenzaron en un debate. Uno, con piel de fumador y barba entrecana, declamó que la circuncisión es "un acto de sacrificio" y, señalando a la multitud que había llenado la sala, concluyó: "Un sacrificio público". Otro, bajo y bonachón, replicó amable: "¿Querés decir que es una mutilación?". "Exactamente", contestó el de la barba. El tercero, alto y pelado, terció con aplomo: "Ustedes no entienden nada. Esto es un acto simbólico, el del pacto, el primer acto de una vida judía". Y puso fin a la discusión.
Cuando todo hubo terminado, los familiares pasaron a un salón contiguo a comer bocaditos de salmón y arenque, a brindar con vino tinto (la ley judía, resumida en un libro llamado Shulján Aruj, dicta: "Es costumbre efectuar una fiesta el día de la circuncisión. El que está en condiciones de hacerlo pero economiza y sólo sirve café y dulces, no procede debidamente"). Sobre la solitaria mesa quedó el almohadón blanco con volados que sostuvo al niño en la ceremonia. En el centro, brillaba una pequeña mancha roja.
El siguiente brit de la mañana se celebró en un departamento de tres ambientes sobre la calle Céspedes. Era un bebé flaco y alargado que dormía plácido en brazos de su madre. Spivak me invitó a que me parara a su lado para que pudiera ver el procedimiento en todo su detalle. Un rabino, invitado por la familia, lo relevó en las oraciones. Luego, Spivak hizo hábilmente lo suyo en el living colmado por los gritos del bebé y la angustia de la familia.
Cuando el mohel completó el dramático corte, vino a mi mente el relato bíblico: "Tomó entonces Abraham a su hijo Ismael, a todos los nacidos en su casa (...) y aquel mismo día les circuncidó la carne del prepucio, como Dios le había mandado. Tenía Abraham noventa y nueve años cuando circuncidó la carne de su prepucio".
Tres mil años más tarde, aquí estábamos. Cuando el niño volvió a los brazos de su madre, de la cocina llegaron mozos cargados con bandejas y botellas. Comenzó la comilona.
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