Polémica en las redes: ¿en el arte, "todo" vale?
"No entiendo el revuelo por la banana de 120000 dólares, es masomenos lo que está en las verdulerías", dijo @elbathombre en Twitter, resumiendo uno de los centenares de chistes que generó el ¿chiste? del artista Maurizio Cattelan en la Art Basel Miami quien, como todo el mundo sabe, pegó una banana con una cinta adhesiva en la pared como obra de arte valuada en esa estrafalaria cantidad de dólares. El evento artístico fue rematado por otro performer, David Datuna quien hizo unos días después con la banana lo que habitualmente se hace con ese fruto: comerlo. El contexto, claro, convirtió esa rutina doméstica en un evento artístico. La banana fue reemplazada (parece que el aura del primer plátano no era tan importante) pero el público se sintió tan atraído por la idea artística que el Museo tuvo que suspender la exhibición ya que no se sentía en condiciones de garantizar la seguridad a las multitudes (aunque uno supone que la conversión de obra de arte a alimento iba a suceder mucho más seguido y que fue eso lo que disuadió a las autoridades de seguir exhibiéndola).
El episodio condensa la cristalización del encuentro de dos mundos: el del arte contemporáneo y el de las redes sociales. El primero tiene una larga tradición de romper las distinciones entre arte y vida cotidiana pero a las performances efímeras se les da una nueva vida —o se las banaliza— en las historias de Instagram (que fue lo que se aseguró Datuna para inmortalizar su acting) y en los videos de Twitter.
En 1917 el genial Marcel Duchamp (a quien alguien señaló como la persona más inteligente del siglo XX) mandó a una exposición de la cual él mismo era parte de la organización y que tenía como regla no rechazar ninguna obra, un mingitorio dado vuelta. Lo firmó con el seudónimo de "Robert Mutt" que, entre otras referencias, lo relacionaba con una historieta del momento, "Mutt & Jeff". Previsiblemente y a pesar de las reglas, la obra fue rechazada lo que generó la ira de Duchamp. En ese simple acto, Duchamp desligaba al Arte de lo bello y del esfuerzo y la destreza y lo ubicaba en el terreno de las ideas. Si el mingitorio era Arte, ¿qué cosa podría no serlo?
En 1966 Andy Warhol dio el paso definitivo para liberar al Arte de su ciudadela inexpugnable: creó unas cajas de cartón que replicaban cuidadosamente las del jabón en polvo Brillo y las exhibió. Para el filósofo del arte Arthur Danto, las cajas Brillo señalan el fin de la historia del Arte. No en el sentido de que no se van a producir más obras artísticas sino que es el final de las narrativas sobre la historia del arte: "primero fueron los egipcios, después se inventó la perspectiva, la fotografía liberó a las pinturas de la necesidad de la mímesis, etc". Esa narración que le da un orden inteligible a la sucesión de objetos artísticos que generó la humanidad se hace pedazos y después de la intervención de Warhol todo es posible, cualquier objeto deviene en arte dependiendo del contexto en que se lo considere. Así, una banana en una verdulería es una banana en una verdulería pero pegada en la pared de un museo pasa a ser una banana entrecomillada, una "banana", un objeto al cual los consumidores de arte van a admirar, por el cual los millonarios excéntricos van a pagar fortunas y los performers devorar frente a un teléfono que filma.
Ese "todo vale" ha sido extraordinariamente liberador pero peligroso: al abrir las puertas de la cárcel de la respetabilidad entraron (o salieron) todo tipo de elementos, ingeniosos, geniales, esforzados y distantes, pero también chantapufis y oportunistas.
Todo pudo convertirse en obra de arte y hasta el cuerpo humano sirvió como lienzo para experimentar. La performer serbia Marina Abramovic fue quien llevó las cosas más lejos, exponiéndose a todo tipo de interacciones, desde una simple mirada (en la muestra "The Artist Is Present", de 2010, donde la gente hacía cola durante horas para estar unos minutos en silencio frente a Marina) hasta cortes, golpes y mutilaciones. Su performance más emocionante —para quien esto escribe— muestra el poder del esfuerzo físico extremo y el romanticismo del gesto inútil: la gran caminata por la Muralla china en 1988. Marina y su pareja de entonces, Ulay, debían comenzar a caminar desde los extremos opuestos del gigantesco y mítico muro. El plan era encontrarse a mitad de camino y allí casarse. Pero el permiso de las autoridades chinas tardó años y la pareja se disolvió. La performance se hizo igual pero el encuentro a mitad de camino fue despedida y no comienzo. (Marina y Ulay se reencontraron en el MOMA de New York, en The Artist is Present, un momento increíblemente emocionante que se puede ver en el documental del mismo nombre).
La Argentina tuvo su Abramovic amable y bonachón: el gran Federico Manuel Peralta Ramos, quien paseaba por algunas pocas manzanas de la ciudad de Buenos Aires, dejando estampadas en servilletas de bares frases simples e ingeniosas mientras recitaba con su vozarrón de gigante bueno sus poesías ingenuas y directas. "Soy un pedazo de atmósfera" o "A mí me gusta acá". La extraordinaria biografía coral recopilada por Esteban Feune de Colombi ("Del infinito al bife", Caja Negra, 2019) retrata a un artista genial que, como tal, era en última instancia elusivo e imposible de aprehender. Si el poder del aura fantasmática de la performance está en su carácter de efímero e inasible, hay que festejar que Federico haya vivido antes de la era de los celulares. De no haber sido así, en vez de sentir su pérdida como irreparable hoy lo tendríamos recitando sus hermosos disparates en una colección de videos junto a accidentes en la ruta, robos violentos, mascotas haciendo gracias y artistas comiendo bananas en público.
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