Su mamá lo veía triste, como caído, le decía. Qué te pasa, sé que te pasa algo. Una noche, cuando Sebastián Caldubehere tenía siete años, pensó: se lo digo como me salga. Estaban ellos dos solos en su pieza. Le salió llorando. "Mamá, yo sueño con un hombre". Ella se quedó dura, en silencio, los ojos muy abiertos. Era la hora de la cena, así que Sebastián fue a sentarse a la mesa, ya se lo había dicho. Pocos días después su mamá lo llevó a hacerse análisis de sangre: "A mí no me pasaba nada, nunca me dijo que fuera por esto, pero en esa época ser gay se consideraba una enfermedad. Siempre me quedó la duda".
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A sus ocho años, Nahuel Caldubehere -aun no tenía ese apellido- vivió un momento crítico: el Juzgado de Menores de Bahía Blanca decidió que lo mejor para él, su hermana y su hermano era salir de la casa materna. A esa edad aún no había ido nunca a la escuela y, por su condición de albino, tenía una disminución visual que se agravaba sin tratamiento. Se inició para él la espera de una familia que quisiera adoptarlo: fueron años de incertidumbre. "Ya con once años no creo que me elijan", llegó a confiarle a una maestra. "Deseálo con todo el corazón así se cumple", le respondió ella. A la semana entró corriendo a la escuela, la abrazó y le dijo que había un papá que lo estaba buscando.
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Sebastián tiene 43 años, es Farmacéutico y trabaja como docente de Toxicología en la Universidad Nacional del Sur, en Bahía Blanca, donde vivió toda su vida. En esta cuarentena por coronavirus, tanto él como su hijo Nahuel, que ahora tiene 15, pasan la mayor parte del tiempo frente a la computadora: él con sus alumnos, Nahu –como lo llama siempre- con las tareas de la escuela o jugando en red con su hermano, su hermana y sus compañeros del colegio.
También las conversaciones en las que ellos relatan su vida familiar transcurren frente a la cámara, que por momentos muestra sus rostros y que también recorre la casa que comparten: el living con un ventanal que ilumina todo el ambiente; el patio verdísimo que habitan varias mascotas (en una época, de cada viaje que hacían rescataban a algún perro de la calle); la habitación de Nahu ("su mundo", dice su padre); la cocina, que los convoca a ambos con placer: les encanta buscar recetas en internet y modificarlas según se les antoja.
"Hay algo que tuve siempre latente: formar mi familia, tener hijos. Eso contribuyó a que tardara en salir del clóset, porque pensaba que mi salida iba a implicar renunciar a una familia. Era una cosa o la otra", dice Sebastián. "Pero una vez que salí del clóset entendí que lo podía llevar a cabo". Por eso, a los 25 años se inscribió en el Juzgado de Menores, en la sede de Bahía Blanca. Con varios intentos que no lograron concretarse, casi 15 años después, cuando Sebastián empezaba a perder la fe, se encontró con Nahuel.
"Unos días antes de que me llamaran del Juzgado, mi mamá me entregó un muñequito con el que me dijo que yo jugaba en la infancia, de esos de porcelana que se vendían en los 80", cuenta. Tenían uno cada hermano. Su madre se equivocó y el muñequito que le dio no era el suyo: este tenía el pelo blanco. Con los días le dio otro significado.
La infancia de Sebastián vuelve cuando habla de su hijo, como si quisiera replicar algo de aquello, tal vez también reparar. "Hay una alegría al cocinarle, arroparlo, leerle un cuento, acompañarlo en sus proyectos. Eso formaba parte de mi deseo, tener esas vivencias", dice. "Escucharlo decirme papá".
Un día de esos en los que se estaban conociendo, Sebastián fue al hogar a verlo jugar al fútbol. Los chicos corrían y él conversaba con una preceptora. "Yo sentía que alguien decía: ¡Papá! ¡papá! La preceptora me dice: ‘Me parece que te están llamando’", sonríe. "No me lo olvido más".
El fútbol lo regresa a su niñez, pocos días después de que salió del clóset con su mamá. "Sin preguntarme qué deporte me gustaba, me llevó a hacer fútbol, la típica", dice. "Yo sabía que, de ahí en más, todo lo que ella hacía era por esto". "Esto" es que a su hijo no le gustaban las nenas. Aquel chico de siete años no tenía esas certezas, esas palabras para nombrar sus sentimientos. Sentía que cuando miraba la televisión a él no le pasaba lo mismo que a los demás, pero sólo eso. Nada que el fútbol pudiera curar o tapar.
Cuando el año pasado Nahuel volvió de una clase de fútbol enojado y con los anteojos rotos a Sebastián se le paró el corazón. "Se me vino encima mi infancia. Si bien no me golpearon, me recordó que, cuando estábamos en gimnasia y nos hacían jugar al fútbol, el profesor tenía un sistema: llamaba a los dos que mejor jugaban y cada uno iba eligiendo a un compañero. Siempre se elegía del mejor al peor. Y era re feo para los que quedábamos últimos. Me parecía muy cruel, para nada pedagógico", rememora. El lo resolvió rindiendo libre gimnasia, sin decirles nada a sus padres.
Así que después de ese episodio con Nahuel, que hacía un tiempo que ya iba a fútbol sin ganas, decidió no insistir. Habló con el profesor y con su hijo y lo apoyó en su decisión de no jugar más. Quedaron en buscar juntos otro deporte que le gustara. Si bien la cuarentena demoró ese plan, la idea se mantiene. "Me gustaría que haga algo en equipo, por lo social que eso implica. No tan competitivo. Pero ya veremos juntos cuando se pueda".
De esos episodios desgraciados del fútbol rescata: "Cuando a mí me pasaba eso con el fútbol yo no se los comentaba a mis papás porque pensaba que no me iban a dar la solución y también me daba vergüenza decirles que me pasaba eso por jugar mal. En función de lo que me pasó en mi infancia, con Nahu yo trato de que sea distinto, de estar más atento".
Sebastián tiene confianza en los vínculos amorosos, siente que él es con otros. Ese deseo encontró en Nahuel la oportunidad de habitar el rol de padre, pero también de expandir su familia a límites impensados.
Por decisión del Juzgado los hermanos –el varón que hoy tiene 10, la nena de 13 y Nahuel de 15- fueron adoptados por familias distintas de Bahía Blanca: un matrimonio heterosexual, una mujer soltera y Sebastián, que hace cuatro años que está en pareja con Alberto. La condición de la adopción era que no se perdiera el vínculo entre hermanos.
Más allá de las videollamadas y los juegos en red, también se volvieron una rutina las pijamadas de los chicos con su hermana cada vez en una casa distinta. Las familias también comparten navidades y ahora –si la pandemia se los permite- planean vacaciones de verano en el mar.
Si uno de los fantasmas de Sebastián era imaginarse un hombre gay solo, lo único que quedó en pie de eso fue su orientación sexual. Lo demás está en las antípodas: a su núcleo familiar de su mamá, su papá, dos hermanos, una hermana y una multitud de tíos, tías, primos y primas, se les sumaron estas familias que le regaló su hijo.
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