J.P. Donleavy. Un provocador con una rara sensibilidad
La flamante reedición de un libro de culto como Cuento de hadas en Nueva York, de J. P. Donleavy (a cargo de Cía. Naviera Ilimitada Editores y con la traducción original de Enrique Pezzoni, de 1974) reaviva la noticia de la muerte de su autor, ocurrida casi un año atrás nada menos que a los 91, y vuelve a poner la lupa sobre una pluma brillante que, tal vez, terminó entregando menos de lo que prometía.
Irlandés adoptivo, James Patrick Donleavy –tal su nombre completo, aunque las portadas de sus libros solo consignen las iniciales– fue un fenómeno precoz que debió absorber el éxito antes de los 30, cuando publicó la que para muchos sería su mejor novela, la novela que de algún modo reescribiría durante el resto de su vida: The Ginger Man. Traducida como El hombre de mazapán, es la historia de un joven que desembarca en Irlanda –la tierra de sus ancestros, y de aquí en más las coincidencias con el autor son innumerables– para llevar una rutina de falso estudiante, borracho y pendenciero a más no poder, alguien que reniega de su mujer y su hija y de cualquier tipo de condicionamiento, y para quien el transcurrir de los días es solo el alimento de su desesperación.
Transformada luego por el mismo Donleavy en pieza teatral –al igual que A Singular Man, su siguiente novela–, El hombre de mazapán contenía ya los rasgos que definirían su estilo, en particular la alternancia entre la primera persona y la tercera, la aliteración como recurso poético predominante, la utilización del diálogo como contrapunto veloz –en ocasiones inverosímil– entre sus personajes, y otros tics menos determinantes pero más visibles como los breves versos que cierran cada uno de los capítulos de sus obras. El título, por otra parte, revela el desdoblamiento de su protagonista, Sebastian Dangerfield, un bravucón al que no podría tildarse de tierno y que sin embargo evidencia –lo mismo cabría decir de Cornelius Christian en Cuento de hadas en Nueva York– una fragilidad y una sensibilidad lúcida que son tanto su salvación como su ruina.
Etiquetado con frecuencia por su –ligerísima, en verdad– complejidad formal como una suerte de "Joyce para principiantes", y comparado en más de una ocasión –absurdamente– con Bukowski, Donleavy comparte con el autor de Ulises no solo una prefama de múltiples rechazos sino también idéntica plataforma de salvación: la mítica editorial Olympia Press de París, que en el mismo año de publicación de The Ginger Man, 1955, daría a la imprenta un libro cuyas repercusiones de todo tipo, incluido el escándalo, serían mucho mayores: Lolita (que, por cierto, también fue traducida por Pezzoni).
La anécdota tendría un final feliz de no ser porque Donleavy descubrió ya con el primer ejemplar en mano que su novela había sido incluida en una colección cuasi pornográfica; juró vengarse de su editor, Maurice Girodias, pero el pleito legal que entabló en su contra consumió buena parte de su existencia. Veinticinco años después de aquel alumbramiento agridulce, no obstante, terminó comprándole la editorial, que se hallaba en definitiva bancarrota.
Nacido en Brooklyn y criado en el Bronx –como el protagonista de Cuento de hadas en Nueva York–, boxeador aficionado en su juventud, Donleavy combatió para la Armada estadounidense en la Segunda Guerra y a poco de su regreso decidió llevarse sus trastos a Europa. Se casó a los 20 años e inició estudios que no terminó en el prestigioso Trinity College de Dublín –al igual que Dangerfield–, pero recién se instaló definitivamente en Irlanda luego de pasar largas temporadas en Londres y la Isla de Man; el ansiado retorno al lugar de sus raíces ocurrió solo cuando el Estado irlandés eliminó el impuesto a la renta para los artistas, lo que para alguien que había vendido 50 millones de ejemplares solo de su primera novela quizá no resultara demasiado significativo pero, sin duda, guardaba un alto contenido simbólico.
Su matrimonio con Valerie Heron duró algo más de dos décadas, y le dejó un par de hijos, aunque su segundo y también largo matrimonio con Mary Wilson Price obtendría una resonancia mucho mayor no solo por la notoriedad creciente del escritor sino además porque ella confesaría, más tarde, que sus dos vástagos eran el fruto de sendas relaciones con dos miembros –hermanos ellos– de la célebre familia Guinness.
Autor entre otros textos de un sarcástico manual de etiqueta que a sus protagonistas les hubiese convenido leer (que incluye secciones como "Lamido de platos y cuchillos" y "Cómo evitar que las personas te detesten"), Donleavy reverdeció sus logros ya algo marchitos con la aparición de Cuento de hadas en Nueva York, en 1973. Invirtiendo el recorrido de sus novelas previas, aquí Donleavy parte de su propia obra teatral de comienzos de los años 60 –lo que quizá explique las largas secuencias de diálogos casi sin interrupciones, tan absurdas como exquisitas–, y asimismo invierte el punto de partida de su novela inaugural: Cornelius Christian regresa a Nueva York desde Europa, solo que con su esposa muerta y sin un centavo. Sin amigos, con una deuda importante a cuestas, Christian encuentra sin embargo a un inesperado salvador. Clarance Vine –cuyos monólogos recuerdan por momentos al jefe de George Costanza en la serie Seinfeld–, el dueño de la funeraria que lleva a cabo el sepelio de su mujer, cree ver en él a alguien dotado excepcionalmente para un oficio que considera una suerte de sacerdocio.
La conexión entre dos modos silenciosos de la excentricidad –o la locura– es uno de los núcleos de la novela, el motor de algunas secuencias desopilantes. El otro, como sucede en todas las historias de Donleavy, es la relación de Christian con una suerte de harén espontáneo y casi milagroso, en particular si se piensa que no se trata de alguien que transpire encanto. Con todo, las mujeres –no del todo ingenuas ni faltas de carácter, pero con una fragilidad emocional que se vuelve urgencia– acuden a él hipnotizadas, clave dionisíaca de un destino que podría cambiar de rumbo, pero al que Christian hace todo lo posible por resistirse.
Al margen de las populares y aplaudidas secuencias sexuales que también aquí se multiplican y que entre otros actos de censura provocaron que en Estados Unidos la novela se editara con un capítulo menos –nada en comparación con la quema pública de libros de la que había sido objeto en la excesivamente pudorosa Irlanda–, Christian resulta más cínico pero a la vez más humano que Dangerfield, una suerte de ángel caído. Aunque el secreto está en su mirada: en esa Nueva York redescubierta por Donleavy de la mano de su héroe ("Entonces esta era mi ciudad. Ahora pertenece a Vine"), una tierra recobrada y prometida que a cada paso ofrece una revelación y, al mismo tiempo, parece decir que el único camino es el de la angustia.
J. P. Donleavy murió el 11 de septiembre del año pasado en un hospital cercano a Levington Park, en el condado de Westmeath, Irlanda, allí donde pasó la mitad de su vida. Llevaba casi dos décadas sin publicar, pero en cambio se había convertido en un pintor bastante más que amateur, con exposiciones en Estados Unidos y Europa. Donleavy fue autor de una decena de novelas –entre las que habría que mencionar Las beatitudes bestiales de Balthazar B., Los comedores de cebolla y la ya citada Un hombre singular, su favorita–, un libro de cuentos (traducido como La molécula loca), obras de teatro y un puñado de textos de no ficción (casi todos autorreferenciales).
Aunque se dice que había estado trabajando durante largos años en una novela cuyo título tentativo era The Dog on the 17h Floor, fue otra la que finalmente salió a la luz, póstumamente: A Letter Marked Personal, aparecida en inglés en mayo de este año: el largo monólogo interior de un –desde luego– vendedor de lencería. Acaso haya sido el último y desmesurado intento por enterrar su propio mito, o bien una provocación más, un modo de confirmar la mala fama que arrastraba desde aquel célebre y amargo y definitivo primer paso.