Entre pinceladas de color, piezas con historia y una energía luminosa, logró crear un espacio donde arte y vida se funden en una misma obra
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Hay un momento en la vida en que la necesidad de tener un espacio propio se vuelve casi una urgencia creativa. Eso le ocurrió a Martina Fiorentino, muralista y artista visual, cuando decidió convertir el viejo departamento de su abuelo en su primera casa.

El punto de partida fue un clásico dos ambientes de los años 70 en Villa Devoto, el barrio donde creció y al que está emocionalmente ligada. Allí encontró no solo el escenario ideal para desplegar su arte, sino también un refugio donde equilibrar el silencio de la lectura, las largas noches de películas y charlas con amigas, y los juegos con su perro Ichigo, su compañero inseparable.
El nombre del perrito, explica Martina, tiene una historia especial: se inspiró en el concepto japonés ichigo ichie, que significa “un encuentro único en la vida”. Esa filosofía, que invita a valorar la belleza del instante y disfrutar del presente, atraviesa también la manera en que ella habita su casa: con gratitud, espontaneidad y una mirada que busca lo bello en lo cotidiano.
Obra abierta: color, afecto y transformación
El proceso de refacción fue total. Martina derribó paredes para integrar los espacios y ganar amplitud visual. Su objetivo: crear un ambiente que respirara arte y alegría, sin perder el espíritu familiar del lugar. La artista concibió su hogar como una extensión de su universo pictórico, donde cada rincón tuviera ritmo, textura y color.

En la cocina, uno de los sectores más intervenidos, abrió el espacio hacia el área social y lo renovó a través de gestos simples pero decisivos. Pintó las aberturas, eligió estantes blancos para destacar los objetos personales y sumó una colección de tazas y platos artesanales con valor afectivo. Esas piezas viajaron desde Grottaglie, en la región de Puglia (Italia), el pueblo natal de su madre, y hoy conviven con utensilios contemporáneos en perfecta armonía.

Una paleta emocional
En su casa, el color no es accesorio: es lenguaje. Martina eligió pintar las paredes con tonos que reflejaran su estado de ánimo y su búsqueda de identidad. Por eso, a cada ambiente le asignó un color diferente: suaves rosas, celestes y blancos que se entrelazan con las texturas naturales y los acentos artesanales.
“Si un día quiero cambiar, vuelvo a pintar. Con los muebles no lo podía hacer”, cuenta. Esa libertad cromática se convirtió en su modo de expresión más genuino: un gesto que reafirma su mirada artística y le permite reinventar su entorno tantas veces como necesite.
En el recibidor, un perchero de madera, una repisa funcional y una ilustración suya en tonos pastel anticipan la estética general de la casa: cálida, simple y con alma. Todo habla de su universo visual, donde el arte no se cuelga, sino que se vive.
El baño como experiencia inmersiva
Si hay un espacio que condensa el espíritu experimental de Martina, ese es el baño. Ella lo define con humildad como una “lavadita de cara”, pero el resultado es una pequeña obra en sí misma. Las paredes se cubren con sus propias pinceladas y con una colección de cuadritos comprados en museos de distintas partes del mundo.

En este ambiente, las influencias de Pablo Picasso y Henri Matisse se hacen visibles: paletas vibrantes, composiciones dinámicas y una celebración de la imperfección como parte del proceso artístico.
Dormitorio blanco, mente clara
En el dormitorio, Martina decidió bajar el volumen del color y apostar por el blanco como protagonista. Las paredes neutras, los muebles simples y algunos toques de arte logran un equilibrio visual y emocional que funciona como contrapeso del resto de la casa.
“Soy cero del cuarto, me voy a dormir queriendo que sea de día”, confiesa entre risas. En su caso, la cama no es un refugio de largas horas sino una pausa breve, compartida con Ichigo, su compañero inseparable.

Las mañanas arrancan temprano: un paseo por la plaza, un poco de sol y luego la jornada de trabajo creativo. Los fines de semana, en cambio, los dedica al fútbol con amigas y a disfrutar del aire libre. “En mí vive una persona que puede quedarse leyendo en su casa y otra que puede estar todo el día corriendo detrás de una pelota. Vivo en los extremos, pero siempre buscando el equilibrio”, cuenta. Esa dualidad, entre la quietud y la energía, también late en su casa.
Un sueño hecho a mano
Martina invirtió tiempo, trabajo y ahorros en este proyecto personal, y el resultado es un espacio donde cada decisión tiene sentido.
Su casa, más que una obra terminada, es una construcción viva, en movimiento. Un territorio de exploración constante, donde el arte se mezcla con lo cotidiano y cada pared cuenta una historia.
En tiempos en que la decoración tiende a la uniformidad, el hogar de Martina Fiorentino recuerda que la belleza puede nacer del color, del recuerdo y del coraje de crear un mundo propio.
Agradecemos a OHLALÁ! su colaboración en esta nota.
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