Los cuentos de un cacique comechingón
Ramón Aguilar participa de un programa del gobierno de Córdoba para llevar las historias de sus antepasados a las escuelas
CÓRDOBA.- A los 83 años el curaca (cacique) comechingón Ramón Aguilar pasa buena parte de su tiempo con chicos de jardín de infantes: les cuenta historias y responde a sus preguntas. Va con su ropa tradicional y se acostumbró a llevar algunas vinchas más para regalar.
En su casa a metros del río Suquía recibe a LA NACION. Vive en la misma zona que hace cinco siglos ocuparon sus antepasados: el pueblo de La Toma que comenzaba a orillas del agua y avanzaba hacia las montañas. Convida caña con ruda, habla de yuyos curativos, toca la guitarra y se ríe con ganas de las anécdotas que va recordando.
Entre comentarios pícaros dice que el humor y la típica tonada cordobesa (el arrastre de las vocales) son herencias de los comechingones. Hace seis años participa del programa "Abuelo contame un cuento" que el gobierno de Córdoba desarrolla en las escuelas. Él, en vez de leer, desgrana recuerdos, historias y hasta algunas leyendas.
Unas veces sentado en el piso entre los chicos y otras, en un escenario micrófono en mano, les relata la andanza de la Salamanca, ese demonio que se esconde en cuevas y que convierte los deseos en realidad "pero a un precio muy alto, hay que darle el alma". También les cuenta de la ceremonia de la Pachamama que hace cada 1 de agosto: "Es la sanación de la madre Tierra, devolver lo que da; pero no es sólo poner algo, sino saber a qué se va".
Ramón recuerda que fue su abuelo Domingo el que le dijo por primera vez "sos comechingón"; en cuarto grado lo repitió en su escuela, provocando el susto de sus compañeros. En 2008 el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI) le dio a la comunidad la personería jurídica ya que sumó las siete familias necesarias para ser reconocida.
Hay que trabajar para que nadie tenga vergüenza de decir que es indio
Cada una tiene su curaca, que debe "defenderla, ayudarla y trabajar para mantenerla". El relevamiento para el reconocimiento se basó no sólo en la tradición oral sino en lo documentado en el Libro de bautismo y óleos de los indios de La Toma, de 1792, que está en los archivos del Arzobispado.
"Ahora los chicos saben más que yo –dice-. Pero hay que trabajar para que nadie tenga vergüenza de decir que es indio. Cómo no va a ser así si muchas veces se dice ‘te portas como indio’. Da miedo". Su bisnieta, Rosario, se enojó con una compañera porque le planteó que su abuelo no era comechingón porque "no usa plumas". Ramón habla y se ríe.
"Los chicos hablan inocentemente, quieren saber, preguntan de todo y sin vergüenza", señala. Por ejemplo, tuvo que responder si las indias eran "hediondas, si tenían olor". Vuelve a reírse: "Las ñustas (jóvenes) usaban el té de suico (un yuyo para los dolores de estómago) como perfume… no había tanta marca como ahora".
En su casa –chica y muy humilde- hay algunas piedras pintadas regaladas por un cacique del Cerro Colorado, una túnica que le ofrendó otro curaca y trabajos que les dan los chicos de los colegios. Por supuesto que habla de las creencias de los comechingones, de Inti (sol) y Quiya (luna).
"En dios siempre se cree -continúa-. Los españoles nos quitaron el vocablo y la religión, pero Inti y Quiyaa mandan". Ramón es católico y participante activo de la iglesia del padre Horacio Saravia en Alberdi. Cada tanto menciona a Zupay, el que preside las cuevas de Salamanca.
Los españoles nos quitaron el vocablo y la religión, pero Inti y Quiyaa mandan
"Yo quiero ser comechingón" le dijo un nene hace unos días. La maestra intentó explicarle que no era cuestión de deseos; Ramón se sacó su vincha y se la puso: "Viera como saltaba contento gritando ‘ahora soy indio’. Se ponen lindos los chicos; yo era como ellos, soy un poco así."
Lamenta no tener api para convidar. Es una bebida hecha con harina roja, agua, canela y clavo de olor; asegura que tomada tibia todos los días a la mañana "da vigor y energía". En su "computadora sin pilas" -como le dice a su cabeza- guarda recetas para (casi) todos los males: el suico para el estómago; el paico para el hígado; la valeriana para el dolor de cabeza y las naranjas asadas "a negro" con sal para evitar los resfríos.
Sus abuelos Domingo y Rosario le enseñaron todo lo que recuerda. "Nunca tomaron ni una pastilla y él se murió a los 89 años con todos los dientes sanos, su dentífrico era pan duro tostado con sal fina. No duda en repartir ingredientes para comidas, como la satasca hecha con charqui (carne seca) frito con "todas las verduras que haya".
"Los chicos me preguntan si los indios comían ravioles o fideos". Ríe de nuevo. Es feliz por poder transmitir su cultura; reconoce que en la comunidad también hay "internas" y -por las dudas- siempre tiene a mano una planta que corta las "malas energías".
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