Componer música y morir en Budapest
En 1940, iniciada la Segunda Guerra, con la situación política y su entorno cada vez más implicados en el régimen nazi, Béla Bartók enfrentó el gran dilema de su vida: permanecer en Hungría librando batallas insignificantes desde el confortable refugio de su mansión en las colinas de Buda; o emigrar a una tierra lejana aceptando la distancia como una burla del destino, separado de las raíces que daban sustento a su obra (¡exiliado el compositor que dedicó su existencia a rescatar las fuentes autóctonas, el que fundó la disciplina que se ocupa de ellas —la etnomusicología—, el que fue pionero en la preservación de los motivos populares en la música clásica!).
Y optó por el exilio. A los 59 años, en protesta contra el nazismo, Bartók aceptó el ofrecimiento de trabajar en los Estados Unidos, dar clases en Harvard, componer y subsistir a duras penas porque por orgullo o dignidad jamás aceptó ningún otro dinero más que el que cobraba a cambio de su música. Partió a Nueva York con la esperanza de regresar un día, pero ese día del sueño dorado volviendo a una Hungría libre nunca llegó porque antes la pobreza, la soledad y la enfermedad le arrebataron todo a poco de terminada la guerra. Sin embargo, y a pesar de la infelicidad, compuso al borde de la muerte en 1945 una de sus piezas más famosas, la última: el Concierto para piano nº 3, obra de una belleza y profundidad humana tan conmovedora como su religioso Adagio.
Quise ver la película dirigida por András Kepes documentando el viaje de repatriación de los restos del músico, muerto en la Gran Manzana en septiembre del 45, pero fue imposible acceder a los archivos que conservan la cinta en la televisión húngara. “Bartók despreciaba a los políticos que aceptaron colaborar con los nazis y a esa clase media a la cual él mismo pertenecía, por ser cómplice de la traición, por eso —me contaba András, autor de bestsellers, presentador de TV y amigo querido en tierras magiares—, ya en los años 60 surgió la idea de la repatriación aunque recién 1988 su ataúd llegó al continente a bordo del transatlántico Queen Elisabeth II. El féretro fue transportado en un coche fúnebre a través de Francia, Alemania y Austria, acompañado por sus hijos y un cortejo de políticos, diplomáticos, representantes de la cultura y personal de seguridad, además de los equipos de la televisión con que registramos el itinerario y las celebraciones que, hasta llegar a Hungría, recibieron a su paso los restos de uno de los más grandes compositores del siglo XX. Tras los homenajes en Munich y Viena, llegamos a la frontera húngara ¡y fue tan conmovedor escuchar ‘Dejé mi hermosa Patria’ aquella canción popular con la que Bartók se había despedido casi medio siglo antes en la Academia Liszt!”
Pensar que lo único que quería era componer música y morir en Budapest. Regresar a esa espléndida casa de cuatro pisos que dejó intacta como morada antes del exilio, hoy museo que alberga sus pertenencias: uno de los pianos Bösendorfer; las colecciones de insectos, anteojos y adminículos para armar sus cigarettes; el famoso fonógrafo Edison con que registró las melodías en Transilvania, su máquina de escribir frente a la ventana donde trabajaba todos los días y los muebles que crearon la serena atmósfera de esa mansión llena de luz en la boscosa Buda donde compuso sus obras maestras.
Al recorrer la espiral de la escalera, me llamó la atención el movimiento sutil de unos paños de seda teñidos con los colores casi imperceptibles de la bandera húngara y, para mayor sorpresa, con una tinta suave, el manuscrito del tercer Concierto para piano dedicado a su esposa Ditta. En la parte superior de la página, el último peldaño de la escalera circular: la leyenda “The End”, las palabras definitivas con las que Béla Bartók firmó la última de sus composiciones.
La Orquesta Filarmónica de Buenos Aires y Boris Giltburg como solista al piano interpretarán el Concierto nº 3 bajo la batuta de Tito Ceccherini. Mañana sábado en el Teatro Colón.
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