Derribando mitos: "Lo único que vale es ganar"

Un año después de haber sido campeón de la Copa América con Chile, Jorge Sampaoli contó en una entrevista con el sitio goal.com cuál había sido su gualicho contra el exitismo y la obligación: “No había tanta necesidad de que ese grupo ganara la Copa. En 100 años, Chile no la había ganado nunca: ponerse esa mochila era ridículo, lo íbamos a sufrir. La meta no era ganar de cualquier forma, sino disfrutar. Eso fue generando que el equipo se construyera como obligación una forma de jugar y no que la única perspectiva fuera ganar el torneo, porque eso hubiera sido suicida. Ganamos porque no nos obligamos a hacer algo”. Un año después, entonces, ya sin Sampaoli, Chile volvió a llegar a la final y volvió a enfrentar a la Argentina. En el amanecer de aquel 26 de junio de 2016, el primer párrafo de la nota más importante del único diario deportivo de nuestro país cerraba así: “Hoy, sólo por hoy, ganar no es ni siquiera lo más importante. No. Ganar es lo único”.

Si ganar fuera lo único la traducción real sería rápida, sencilla: directamente se aboliría la experiencia, cualquier cosa que escapara al fuego de ese partido letal. Si ganar fuera lo único sería ilógico que al escuchar Batistuta, Redondo, Caniggia y Maradona se active en nosotros el temblor que produce la poesía, si estamos hablando de tipos que en 1994 no llegaron ni a los cuartos de final de un Mundial. Si ganar fuera lo único habría cosas que serían imposibles: que existiera, por ejemplo, un hincha del West Ham.

“Saber perder es más importante que saber ganar”, firma Diego Pablo Simeone, el técnico de Atlético de Madrid. La frase no incluye ninguna errata, ningún inciso: es así de literal; se la dijo a la revista Rumbos después de haber perdido la segunda final europea contra Real Madrid. “Ganar es todo”, le discute Carlos Salvador Bilardo, a treinta años de distancia, en el documental “1986. La historia detrás de la Copa”. Lo hace después de haber dirigido a cuatro selecciones, cinco clubes; lo hace después de haber ganado dos títulos en 33 años como entrenador: el Metropolitano 82, con Estudiantes, y el Mundial 86, con la selección. De haberse hecho caso, el discurso de Bilardo hubiera anulado al Bilardo real. De haberse respetado a sí mismo jamás hubiera llegado a México, no podría haber existido nunca ese equipo hermoso, ideado para jugar en el futuro, hecho por él: sin delanteros fijos, presionando de a tres jugadores, con volantes fantasma que no se sabía por dónde podían aparecer. Ochenta partidos dirigió, en siete años, a la selección: ganó 28, perdió 23. Números normalitos, más cercanos a los del técnico de Las Palmas que a un luminoso ganador.

“Lo de Klinsmann fue lamentable. ¡Alemania festejando un tercer puesto de local! No se puede creer”, se asombró Maradona, desparramado en un asiento de primera clase, volando desde Alemania a la Argentina, después del Mundial 2006, con el diario Olé. En el relato invencible era que no se podía creer, porque Klinsmann y su ayudante Löw entendían, mientras tanto, otra cosa: que el desafío en aquel torneo era asentar otro juego, la mutación hacia una nueva piel. “Un sueño de verano” se llama en Alemania a aquel Mundial. O sea: el renacimiento. La derrota que trajo todo lo demás.

Entrevistado por uno de los columnistas de La Nación, Ezequiel Fernández Moores, para Fútbol Pasión, una serie que se emitió en canal Encuentro, Johan Cruyff intentó explicar por qué Holanda había perdido ante Alemania en la definición del Mundial 74. “Creímos –dijo– que en una final podíamos enseñarle al mundo cómo se jugaba al fútbol”. Holanda se equivocó, Holanda perdió, pero Holanda –como el arte, la vanguardia– debió esperar algunas décadas para saber que lo había logrado: que también tenía razón.