La voz interior de Mascherano siempre supo algo
Siempre supo algo: como no era el mejor en nada, debía darlo todo. Ser un animal competitivo, entender desde siempre que jugar al fútbol era bastante más que patear una pelota, desarrollar la ambición, exprimir la fortaleza mental. Esas fueron las grandes virtudes que potenciaron a Javier Mascherano a lo largo de su extraordinaria carrera de futbolista. Las intangibles. Unido por ese hilo invisible se escribió su comienzo y su final. ¿Por qué ahora, por qué así? Porque ya no le hervía la sangre a la mañana, cuando era la hora de entrenarse. Porque no encontraba cómo recargar ese combustible. Y eso, para una bestia de su especie, no se puede permitir.
A Mascherano no le gusta mirar para atrás y regodearse en sus logros. Nada es casual en la vida de aquel nene que en primer grado en su San Lorenzo natal hizo caso a la consigna de la maestra y apareció en un acto escolar vestido de lo que quería ser: futbolista. No hay espacio para el impulso en esa manera de vivir. Ni siquiera el de tirarse a un río cordobés con los amigos de la adolescencia en las primeras vacaciones lejos de los padres: a la vuelta lo esperaba una prueba en la selección Sub 15, y no fuera cosa que una piedra traicionera lo lesionara... Mascherano se construyó a sí mismo: su madurez precoz le valió el apodo de Viejo en las juveniles de River. Unos años después, y para siempre, sería el Jefe.
Ahí están, apilados en la biblioteca, algunos datos que sirven para identificarlo. Fue el futbolista que más veces se puso la camiseta de la selección argentina (147), el que debutó en ella antes que en su club (River), el único que ganó dos medallas doradas en los Juegos Olímpicos (Atenas 2004 y Pekín 2008), el que fue protagonista en el mejor equipo del mundo en esta era (el Barcelona de Guardiola), el que disputó cuatro mundiales de mayores (de Alemania 2006 a Rusia 2018) y el que cosechó 23 títulos de campeón entre el primero con la selección Sub 20 en un Sudamericano en 2003 y el último con Barcelona en 2018...
Ese trofeo no lo levantó, en realidad: ya se había mudado a China, una experiencia de vida que ahora define como una de las mejores decisiones de su carrera. Allí, las vueltas de la vida, vivió como aquel adolescente que llegó a Buenos Aires desde su querido Renato Cesarini de Rosario y transitaba distintas pensiones de River mientras se hacía futbolista: solo. Su mujer y sus tres hijos no volaron con él a Hebei, donde permaneció dos años, porque eso era lo mejor para todos. Futboleramente hablando, privilegió al grupo por encima del individuo, tal como diría su admirado Alejandro Sabella.
Unos días atrás, una señal bien pudo haberse leído como un indicio de los nuevos tiempos: anunció la puesta en funcionamiento de la Academia de fútbol Javier Mascherano, una idea que empezó a macerarse hace más de tres años y que ahora se cristaliza. Ese proyecto, al que le pone su nombre y que impulsa junto a un grupo de amigos suyos, nace justo cuando el futbolista deja de ser. Un puente entre ayer y mañana. Se trata, al cabo, de una apuesta estimulante: reunir bajo el paraguas de su apellido a futuros futbolistas para formarlos integralmente en un predio creado ad hoc en Lincoln (Buenos Aires) con el bagaje que recogió surcando continentes.
Este Mascherano que ahora, con voz serena y la chomba de Estudiantes puesta, agradece a los siete clubes de los que fue parte es también el que juntó cinco subcampeonatos con la selección mayor: cinco veces orilló la gloria como parte de esa generación brillante de la que era el indiscutido líder, cinco veces se quedó en la puerta. Ganar o perder a veces está separado por un centímetro. Y atrás de eso pueden llegar los elogios más exagerados y las lapidaciones más virulentas.
En los últimos años aprendió a digerir esos dolores: su cabeza inconformista aceptó que no siempre se puede llegar a lo más alto. Pero que nunca hay que dejar de intentarlo. Y siempre, siempre, escuchar a esa voz interior que tan lejos lo llevó: si ya no se puede darlo todo, mejor decir adiós.
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