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Imposible que Pizzi no se vaya. Aun siendo campeón. Aun teniendo por delante la Libertadores. Difícil es saber cuándo se presentan las buenas oportunidades. Se le abre una puerta en un escenario diferente; se le abre la chance de un contrato en una moneda que vale y, a la vez, de salir de una realidad particular.
Pasó por Rosario, de dirigir al club de sus amores; celebró en San Lorenzo. Vivió las histerias y las miserias de nuestro fútbol, así como las incongruencias de la Argentina país. Y puede entenderse que no quiera más de eso, que esté harto. De las chicanas, de los barras, de partidos sin hinchas, de apretadas, de modificaciones de días y horarios de partidos como si fuese cambiar de talle una prenda en el shopping. O de llegar a la casa y por ahí encontrarse que no tiene luz. Puede no gustarle el modelo de nuestro fútbol. España no atraviesa su mejor momento, es cierto, pero conoce bien el ambiente y en este tiempo también conoció desde adentro la Argentina real.
Imposible que Pizzi no se vaya por un cúmulo de factores, encabezados por uno muy nítido: el sentido común.




