Con pocas resistencias, Donald Trump lleva la “presidencia imperial” de Estados Unidos a un nuevo nivel
En el primer año de su regreso a la Casa Blanca, el mandatario amplió las facultades del Poder Ejecutivo al tiempo que adoptó los oropeles de la realeza de maneras nunca antes vistas
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WASHINGTON.– El mes pasado, cuando recibió al príncipe heredero de Arabia Saudita, el presidente Donald Trump no se privó de nada. A la pompa tradicional de una visita formal a la Casa Blanca le agregó algunos toques aún más elegantes: un emocionante sobrevuelo de aviones militares, un desfile de caballos negros y largas y majestuosas mesas para una pantagruélica cena en el Salón Este, en vez de las tradicionales mesas redondas.
A los sorprendidos veteranos de la Casa Blanca que estaban prestando atención, los inusuales detalles les resultaron un poco familiares. Tan solo dos meses antes, el rey Carlos III de Gran Bretaña recibió a Trump para una visita de Estado que incluyó, efectivamente, un emocionante sobrevuelo militar, un desfile de caballos negros y una majestuosa y larga mesa para la pantagruélica cena en el Salón St. George del Palacio de Windsor.

En el primer año de su regreso al cargo, Trump ha adoptado sin complejos los atributos de la realeza, y al mismo tiempo ha ejercido un poder prácticamente desbocado para transformar a su gusto al gobierno y la sociedad norteamericanas.
Tanto en pompa como en política, Trump ha establecido una versión nueva y más audaz de la “presidencia imperial”, que excede incluso de la asociada con Richard Nixon, a quien se aplicaba popularmente el término hace medio siglo.
Ya no se refrena, ni lo refrenan, como en su primer mandato.
El Trump 2.0 es el Trump 1.0 desatado. Los adornos dorados en el Despacho Oval, la demolición del Ala Este para ser reemplazada por un enorme salón de baile, el estampado de su nombre y rostro en edificios públicos y hasta en el Centro John F. Kennedy para las Artes Escénicas, la designación de su cumpleaños como día festivo con entrada gratuita en los parques nacionales: todo habla de un engrandecimiento personal y una acumulación de poder que enfrenta escasa resistencia del Congreso o de la Corte Suprema.

Casi 250 años después de que los colonos norteamericanos derrocaran a su rey, podría decirse que este es el momento más cercano que ha llegado el país, en épocas de paz, a la autoridad centralizada de un monarca.
Trump se ocupa de reinterpretar una enmienda constitucional y desmantelar agencias y departamentos creados por el Congreso.
Les dicta a instituciones privadas cómo deben manejar sus asuntos. Envía tropas a las calles de Estados Unidos y libra una guerra no autorizada contra embarcaciones no militares en el Caribe.
Utiliza abiertamente a las fuerzas del orden para lo que su jefe de Gabinete llama “ajustes de cuentas” contra sus enemigos, concede indultos a sus aliados y equipara la crítica con un acto de sedición que merece ser castigada con la muerte.
La reinvención de la presidencia que ha hecho Trump altera el equilibrio de poder en Washington de maneras tan profundas que podrían perdurar mucho después de su salida del poder.
La autoridad que alguna vez se apoderó de una rama del gobierno rara vez la devuelve voluntariamente.
Y actos que antes conmocionaban al sistema eventualmente pueden naturalizarse. Otros presidentes forzaron los límites, pero Trump los ha superado a todos, y desafía a cualquiera que intente detenerlo.

“En muchos aspectos, su segundo mandato no representa simplemente una ruptura con las normas y lo que se espera de la presidencia”, apunta Matthew Dallek, historiador político de la Universidad George Washington.
“Esto también es la culminación de un proceso de 75 años en los que los presidentes han buscado acumular cada vez más poder”.
También es la culminación de los cuatro años de planificación entre el primer y el segundo mandato de Trump.
En su etapa anterior, era un novato en política que no entendía cómo funcionaba el gobierno y se rodeó de asesores que intentaban contener sus instintos más extremos.
Esta vez, llegó al cargo con un plan para lograr lo que no logró en su primer mandato, y un equipo de incondicionales con ideas afines, decididos a refundar el país.
“Esta vez, al asumir el cargo, el presidente sabía exactamente lo que quería hacer”, dice Jason Miller, asesor histórico de Trump.
“Ahora el presidente tiene cuatro años de experiencia, sabe exactamente cómo funciona todo, conoce a todos los actores internacionales y a todos los actores nacionales. Y sabía qué estrategias y tácticas habían funcionado la primera vez y cuáles no”.

Fuerte y Débil
La presidencia es un organismo vivo que toma la forma de quien la habita, ya sean autoproclamados hombres de acción como Andrew Jackson y Theodore Roosevelt, figuras paternas como Dwight D. Eisenhower, magos legislativos como Lyndon B. Johnson o comunicadores carismáticos como Ronald Reagan y Barack Obama.
Más que la suma de las cláusulas del Artículo II de la Constitución, la presidencia es una obra en construcción que se ha adaptado a los desafíos siempre cambiantes de un mundo complejo y fluctuante
Trump lleva la presidencia como si fuera un manto, y el leitmotiv de su segundo mandato es el poder. Que conste que niega cualquier aspiración monárquica.

“No soy un rey”, dijo después de que millones de norteamericanos salieran a las calles durante las protestas “Sin Reyes” de octubre.
Pero al mismo tiempo, acepta la comparación, al menos para burlarse de sus críticos, pero también, al parecer, porque disfruta de la idea.
Trump y su equipo han publicado imágenes de él con atuendos monárquicos, incluyendo una ilustración generada por IA que lo muestra con una corona y pilotando un avión de combate con la leyenda “KING TRUMP” que arroja excremento sobre los manifestantes.
Y se alegró mucho cuando los surcoreanos le regalaron la réplica de una antigua corona de oro. “¡VIVA EL REY!”, escribió sobre sí mismo en las redes sociales.
Para sus partidarios, la reafirmación de un poder vasto que hace Trump no es inquietante, sino estimulante.

En un país al que ven en decadencia, la mano dura es la única manera de desbancar a un Estado profundo progresista y “woke” que, en su opinión, ha asfixiado a los norteamericanos comunes en beneficio de inmigrantes indeseados, delincuentes callejeros, magnates globalistas, minorías desfavorecidas y élites desconectadas de la realidad.
Los votantes que luchan por mantener su nivel de vida o comprender las vertiginosas fluctuaciones del mundo a su alrededor le dieron a Trump, en dos ocasiones, la oportunidad de cumplir su promesa de dar vuelta la política tradicional y afrontar los problemas que los aquejan.
Para sus críticos, Trump es narcisista, grosero, corrupto y un peligro para la democracia norteamericana.
Dicen que ha utilizado su cargo para enriquecerse a sí mismo y a su familia, que ha manchado la imagen de Estados Unidos en el mundo, ha buscado borrar la verdadera historia de los afroamericanos y ha aplicado políticas que perjudican precisamente a quienes dice representar.
Pero todos coinciden en que Trump domina el panorama político como ninguno de sus predecesores de generaciones anteriores, que solo él marca la agenda y que impone su voluntad al resto del sistema.

Al mismo tiempo, es el presidente más impopular desde que existen las encuestas. Según las encuestas de Gallup, Trump nunca ha contado con el apoyo de la mayoría de los norteamericanos, ni en ninguna de sus tres elecciones presidenciales ni en un solo día de ninguno de sus mandatos.
Su actual índice de aprobación del 36% en las encuestas de Gallup es inferior al de cualquier presidente electo al final de su primer año, incluso por debajo al de su primer mandato (39%) y 7 puntos porcentuales por debajo del siguiente más bajo (Joe Biden, con un 43%).
Si se compara con presidentes que cumplieron dos mandatos consecutivos, Trump sigue estando por debajo de cada uno de ellos al final de su quinto año, excepto Nixon, cuyo índice se desplomó al 29%, en pleno Watergate.
Algunos de sus críticos predicen que la impopularidad de Trump terminará erosionando su poder.
“Es sorprendente que los republicanos en el Congreso lo hayan apoyado”, dice el exsenador Jeff Flake, republicano de Arizona que rompió con Trump durante su primer mandato.
“Pero creo que eso está cambiando, pero no por valentía, sino por observar los resultados electorales y advertir que las elecciones intermedias serán muy difíciles”.
Los aliados de Trump lo descartan y dicen que es la ilusión de los detractores del presidente.
Miller calificó las cifras de las encuestas actuales como un “accidente temporal” que se revertirá en los primeros dos trimestres de 2026, cuando entren en vigor los recortes de impuestos aprobados este año.
“Cuando la economía se dispare a los niveles que todos pronostican, para el primer y segundo trimestre, todo se recuperará”.
¿Imperial o en peligro?
Cerca de este fin de año empezaron a verse señales de resistencia al poder sin control que pretende Trump.
Un juez desestimó las acusaciones de su gobierno contra dos adversarios del presidente, Letitia James y James Comey, y dos grandes jurados se negaron a volver a acusar a James.
Además de aprobar la publicación de los archivos de Epstein, el Congreso aprobó una medida que recorta en un 25 % el presupuesto de viajes del secretario de Defensa, Pete Hegseth, si no entrega el video de un segundo ataque a un barco de supuestos narcotraficantes.
Si los demócratas ganan las elecciones intermedias del próximo año, seguramente usarán su nuevo poder para contraatacar todavía más fuerte.
Algunos, como Flake, predicen que algunos republicanos incluso empezarán a alzar la voz cuando venzan los plazos de presentación de candidaturas para los posibles contrincantes en las primarias.
Y los analistas jurídicos prevén que la Corte Suprema le cortará las alas a Trump en materia de aranceles, y posiblemente también en materia de ciudadanía por nacimiento.
Russell Riley, historiador de las presidencias del Centro Miller de la Universidad de Virginia, reconoce que en Estados Unidos la expansión de la autoridad presidencial tiene una larga trayectoria.
Sin embargo, agrega, “Tenemos una historia igualmente sólida de hacer retornar la presidencia a su marco constitucional una vez superada una guerra o una crisis económica”.
Y esa historia “permite especular firmemente que lo que hoy vemos no durará”. ¿Está garantizado? “No soy lo suficientemente inteligente como para saber la respuesta”, concluye el historiador.
Traducción de Jaime Arrambide
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