Coronavirus: ¿Habrá orden o desorden mundial tras la pandemia?
Estamos frente a la "crónica de una pandemia anunciada". Entre 2002 y 2014, el SARS, las gripes aviar y porcina y el Ébola fueron buenas alertas. Además, hubo casos anteriores paradigmáticos, como la peste bubónica, que llevó al fin del medioevo, y la gripe española de 1918-20, que no fue española sino global, y causó pánico, cierre de ciudades enteras y 50 millones de muertes en todo el mundo (es decir, más que la Primera Guerra Mundial).
Otras tendencias que hoy observamos también son muy anteriores a febrero de 2020. No son nuevas ni la retracción de la globalización, ni la crisis del multilateralismo, las tendencias nacionalistas, la competencia entre Estados Unidos y China, la transferencia de poder de Occidente a Oriente, el debilitamiento europeo o el ascenso de regímenes iliberales. ¿A quién sorprende que ciudadanos de distintos países pidan protección y respuestas a sus gobiernos, y no a la ONU ni al G-20? ¿Y a quién que las respuestas políticas sean el cierre de fronteras, intentos de soluciones individuales, búsqueda de culpables o de chivos expiatorios, y competencia global por insumos médicos?
Organismos internacionales como la OMS y ONG como Médicos sin Fronteras pueden aliviar. Pero pese a la erosión del sistema interestatal y la crisis del Estado soberano, las respuestas siguen siendo estatales e individuales. Estas tendencias no fueron desatadas por el Covid-19, sino aceleradas por él. Sin embargo, en otros ámbitos la cooperación internacional sí está funcionando con éxito. Es el caso de la comunidad científica global.
Desde diciembre, científicos y laboratorios de todo el mundo comparten información sobre la secuencia genética del virus en plataformas virtuales, e intercambian datos acerca de avances y métodos de testeo, protocolos, papers académicos y resultados de ensayos clínicos a través de la plataforma de la OMS. En una pandemia global, el valor de la colaboración (no solamente) científica es obvio.
También en la UE, después de un pésimo comienzo, se está viendo ahora una campaña mejor coordinada y más fundada en la solidaridad. Los europeos parecen haber entendido que respuestas fragmentadas extienden la lucha y aumentan los costos económicos y humanos. Pero los indicios de colaboración regional y mundial serán insuficientes sin un actor que asuma el liderazgo político global. Europa tiene su propio drama y la ONU y la OMS carecen del peso político necesario para coordinar semejante esfuerzo. China podrá ser el mayor donante de barbijos y respiradores, pero todavía no tiene la capacidad de liderazgo global para coordinar eficientemente las respuestas y los intereses de una gran cantidad de actores diferentes.
¿Quién queda? Queda Estados Unidos. En otras crisis, incluso de salud pública, Estados Unidos priorizó ese rol de líder mundial. En 2003, respondió a la epidemia de VIH/sida iniciando un plan de emergencia y destinando más de 80.000 millones de dólares propios a la lucha global contra la enfermedad. En 2014, otra vez lideró los esfuerzos internacionales para contener el brote de Ébola. Hoy, en cambio, Estados Unidos no tiene una participación robusta en foros internacionales ni proyecta un modelo de compromiso global. Sin un líder con proyección, es probable que las tendencias existentes se aceleren.
Esta perspectiva ya es preocupante, tanto más para los países del sur global. Mientras no haya una vacuna, las respuestas a la pandemia continuarán siendo cuarentenas, controles, monitoreos. En nombre de la seguridad, las sociedades ceden voluntariamente a sus gobiernos las facultades de imponer y hacer cumplir medidas antes impensadas. En otras palabras, más poder para el Estado. Una vez pasada la crisis, es posible que el Estado sea reticente a devolver esas prerrogativas. Pero en países con aparatos institucionales débiles, es peligroso cuando la sociedad no controla los poderes que el Estado tiene sobre ella. Varias democracias van a ser menos liberales tras la pandemia.
Además, no hay dudas de que el mundo poscoronavirus va a sufrir gravísimas crisis económicas y políticas. Los países más vulnerables además sufrirán grandes crisis sociales. Con economías más deterioradas, los países inestables tendrán todavía más inestabilidad y conflictividad social. En contextos así, las tensiones sociales derivan fácilmente en conflicto violento interno, e incluso internacional. No digo que este sea el futuro de la Argentina, por supuesto, pero en un mundo con un número importante de Estados débiles y fallidos, todo el sistema se vuelve más frágil.
Dicho esto, podríamos recordar que en los 70 autores de relaciones internacionales acuñaron el término "interdependencia compleja" para explicar que ya ningún Estado podía ser autosuficiente y autónomo en términos productivos y económicos. Para Robert Keohane y Joseph Nye, los Estados veían que cooperar les permitía alcanzar ganancias mutuas. Hoy se hace cada vez más palpable que la interdependencia es de riesgos, y que la colaboración y la cooperación internacional son la única alternativa. Como dijo Samantha Power de Harvard, "esto no se termina para nadie hasta que no se termine para todos".
* La autora es directora de las licenciaturas en Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad de San Andrés
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