¿Cómo hizo la gran diva pop para cerrar el año a la altura de su reputación? Espiritualidad, narcisismo, un erotismo inoxidable y un regreso triunfal a su raíz bolichera.
¿Alguna vez presenciaron un "momento Madonna"? Permítanme compartir uno con ustedes. Comienza con las palabras "lindas botas". Esas son las primeras palabras que Madonna me dice cuando me ve. Las siguientes son "las apruebo", dejando en claro que ahora estamos en su mundo, donde se aplica un estricto código de parámetros y prácticas.
Pero ése no es el momento Madonna. Simplemente, a su manera, está siendo simpática y divertida. El momento Madonna llega dos horas más tarde, cuando se pone unas botas plateadas altas hasta las rodillas para una actuación por televisión. Cuando pasa a mi lado, me mira con soberbia y me dice: "¿Ahora quién tiene las mejores botas?".
Ese es el momento Madonna. A veces uno no puede evitar preguntarse cómo fue que sta desclasada de Michigan terminó vendiendo unos 250 millones de discos en todo el mundo. Pero si se la mira de cerca por un rato, esa respuesta llega en un momento Madonna, cuando, más allá de las lecciones de la Cábala para aplacar el ego, emerge su naturaleza competitiva.
Probablemente, ella sea una persona de buen corazón. Y si no lo es, al menos está intentando ser buena. Pero en su cabeza hay una trinchera, y cuando está en alerta, uno entiende que no es casual que se haya convertido en una de las mujeres más famosas del mundo y haya mantenido ese título durante más de veinte años.
Hay momentos Madonna en sus documentales de giras, cuando se refiere a sí misma como "la jefa" o "la reina" al hablar con su equipo y los bailarines. Y hubo un momento Madonna de oro en octubre, en el programa de tele Late Night With David Letterman, cuando Letterman le ofreció montar el más bajo de dos caballos. Error. "No quiero uno chiquito", disparó. "Quiero uno grande. Quiero el más lindo. Bueno, quiero el mejor caballo."
Los momentos Madonna no son malos. Son las señales expresas de una mujer que cree que merece lo mejor que el mundo tenga para ofrecer: las mejores botas, el mejor caballo, la mejor carrera, el mejor escenario, el mejor asiento del avión. La mayoría de las veces, gracias a su seguridad, inteligencia y su concentrada ética de trabajo, lo consigue.
Eso hasta hace algunos meses, cuando tuvo su primera experiencia con la mortalidad. Madonna, según se supo, tuvo un accidente al intentar montar un caballo que le era poco conocido, en Ashcombe, la propiedad del siglo XVIII que comparte en Inglaterra con su esposo, el director de cine Guy Ritchie. Se cayó del caballo y se rompió ocho huesos. Fue la primera vez en su vida que se rompía un hueso y un llamado de atención a su propia vulnerabilidad. "Fue lo más doloroso que me pasó en la vida, pero fue una gran experiencia de aprendizaje", dice. Está sentada en un avión privado que en este momento despega desde una base de la Royal Air Force al sur de Londres. Su destino es Alemania, donde los miembros de Green Day pronto vivirán su propio momento Madonna.
La versión 2005 de Madonna es la de una mujer que fluye. En parte es espiritual, en parte narcisista; en parte es un provocativo símbolo sexual, en parte es autora de libros infantiles; en parte es artista, en parte madre; y, gracias a su nuevo look aeróbico-disco, en parte es retro, y en parte futurista. Ni siquiera vive en un solo lugar; mayormente pasa su tiempo en Londres y tiene una casa en Nueva York y otra en Los Angeles. Es una contradicción. Y siempre lo será. Porque su verdadera genialidad es su capacidad para aprender. Aprende muy rápido. Una de las únicas cosas consistentes en su carrera es su habilidad para absorber e incorporar saberes a velocidades sorprendentes, lo que le permite estar un paso adelante de la crítica, la competencia, los fans y las tendencias. Algunos la acusan de ser pretenciosa desde que empezó a hablar con acento inglés, pero más que una afectación es la evidencia de su capacidad de adaptación y de su naturaleza esponjosa. Antes de despedirnos, ella contó con los dedos las cosas que había aprendido de mí. Había cumplido su cometido.
Su nuevo álbum, Confessions on a Dance Floor, integra las lecciones que aprendió de su álbum anterior, American Life. Tal vez su álbum recibido con menor entusiasmo (injustamente), tuvo a Madonna rediseñada como una Che Guevara de la cultura pop, una chica antimaterialista que reflexionaba sobre su vida y la cultura de la que forma parte. Es su álbum folk. Confessions on a Dance Floor es la antítesis. Si American Life fue un disco para la cabeza, Confessions es para los pies. Es puro ritmo. Es su equivalente a un álbum de mash-up. Toma fragmentos de cuarenta años de música dance (Giorgio Moroder, Tom Tom Club, Abba, Pet Shop Boys, Stardust, los Jacksons), mezcla partes de su propio catálogo ("Like a Prayer", "Papa Don’t Preach", "Die Another Day") y lo filtra a través de una música electrónica cool y clubera en una mezcla imparable. En el corazón está Stuart Price, quien además de ser el director musical de las dos últimas giras de Madonna, es un DJ, remixer y productor inglés (conocido como Les Rhythmes Digitales) que es mitad Beck y mitad Daft Punk.
Incluso con un amplio buzo negro, Madonna se ve delgada y frágil. A los 47 años, se parece más a una figura espartana y elegante que a la Madonna con medias de red, crucifijos colgados y cabello batido con mousse que irrumpió en la conciencia pop en 1983. Ahora ella es Esther, Madge, Lady Madonna con niños a sus pies, o, como la llama su equipo, simplemente M.
"¿Querés ver dónde se me rompió el hueso?", pregunta Madonna mientras hablamos de su caída del caballo. Se levanta el buzo y orgullosa exhibe su cicatriz de batalla: una clavícula que, a la mitad, se corta y deja que la piel se hunda.
“Ella también se quebró”, dice Madonna señalando a Shavawn, su ex niñera y actual estilista. Shavawn está ayudando a masajear el hueso con una especie de máquina vibradora que la ayuda a curarse más rápido, explica Madonna. “Ella es la persona que me hizo montar el caballo de polo.”
“No la hice montar”, protesta Shavawn.
“Sí lo hiciste”, insiste Madonna. “Es su culpa.”
“No lo hice”, repite Shavawn.
“Ella fue la que lo instigó, cuando tendría que haber sido quien me cuidara”, continúaMadonna. “Ella dormía en la habitación conmigo todo el tiempo.”
“La estás acusando”, protesto en defensa de Shavawn. Aunque Shavawn se ríe, por dentro debe de sentirse mal. ¿Quién quiere ser responsable por los huesos rotos de su jefe? Eso, suponiendo que a uno le cae bien su jefe, cosa que a Shavawn claramente le sucede. “No me hace falta”, dice Madonna. “Ella se culpa sola.”
De pronto, Madonna se parece bastante a mi madre judía. Este es el momento en el que veo los bolsos que tanto Madonna como su representante han traído al avión: están llenos de pochoclo. Hago una nota para preguntarles sobre eso más tarde, cuando no estemos hablando de emergencias médicas. A pesar de haber sido llevada al hospital, Madonna dice que el día posterior al accidente, ella decidió tomar un helicóptero a París para festejar su cumpleaños. Dopada con morfina, sentía poco dolor. “Soy muy divertida con morfina”, dice Madonna riéndose. “Al menos creo que lo soy.” Hace una pausa y mira a Shavawn buscando confirmación. “Pero con Vicodin no soy divertida.”
Su representante, Angela Becker, quien también viaja en el avión junto con el equipo de peluquería y maquillaje de Madonna, aclara: “¿Querés escuchar la historia de Dr. Jekyll y Mr. Hyde?”, pregunta. “Nunca vi una transformación así en toda mi vida.” “Probé el Vicodin sólo una vez”, dice Madonna. “Me estaba muriendo de dolor y todo el mundo me decía que probara el Vicodin. Pero también me decían: «Tené cuidado. Es tan increíble que te vas a volver adicta». Entonces llamé a cinco personas para pedirles consejo antes de tomarlo, y todas me dijeron que me iba a encantar.” “Salió a caminar conmigo”, dice Shavawn, mientras guarda la máquina de huesos. “Y realmente daba miedo.”
“Las drogas me producen un efecto extraño”, continúa Madonna. “Me generan el efecto opuesto. Me lo metí en la boca y lo mastiqué entero. Maldije a todo el mundo. Y me dolía más todavía. Fue la peor experiencia de mi vida. Así que felizmente puedo decir que ningún medicamento –y me han dado cientos– ha tenido influencia sobre mí.” La falta de interés de Madonna por las drogas es otra de las razones de su éxito: el mayor peligro en una carrera es la mezcla de una persona muy segura de su juicio con las drogas que alteran ese juicio. “Me gustan las pastillas como idea”, dice mientras estira las piernas sobre la pared de la cabina. “Me gusta coleccionarlas, pero no tomarlas. Cuando me caí del caballo, me compré toneladas de cosas: Demerol, Vicodin, Xanax, Valium, OxyContin, que se supone que es como la heroína. Y me dio miedo tomarlas. Soy una loca del control.”
El otro día, Madonna estaba en Portugal, donde ensayó obsesivamente treinta veces la primera actuación en vivo del pegadizo single electroloop “Hung Up” para los MTV Europe Music Awards. El resultado: no sólo se robó el show, a los casi 50 años y usando un leotardo, sino que se las arregló para ser la mujer mejor vestida en el escenario esa noche. Para Madonna, cuyas producciones escénicas han sido tan definitorias en su carrera como sus álbumes, el próximo proyecto es comenzar a planificar una gira para el año nuevo. “Quiero que la gente sienta que está adentro de una bola de espejos”, dice, comenzando una descripción del show que, en parte, suena como una versión no irónica de la gira Popmart de U2. “Quiero explorar la idea de hacer que los bailarines tengan más presencia en el show y que sus personalidades se vean reflejadas. Y queremos instalar un sistema de sonido envolvente, porque el sistema común, en un estadio, es una basura para los que están en el público y también para los que están en el escenario.”
Confessions on a dancefloor comenzó como un film musical. El director francés Luc Besson, conocido por El perfecto asesino [Léon, 1994] y El quinto elemento [The Fifth Element, 1997], estaba escribiendo un guión acerca de una mujer que, en su lecho de muerte, mira hacia atrás, hacia una vida que, a causa de la senilidad y la amnesia, cree haber vivido pero que en realidad no vivió. Madonna, quien iba a interpretar el rol protagónico y escribir las canciones, comenzó a trabajar con Stuart Price, Pat Leonard y Mirwais en los temas, sobrevolando la música pop del último siglo. “Tuve que escribir música de los años 20, cosas de las big bands de los 40, folk de los 60 à la Joni Mitchell o Joan Baez, punk, y música de ahora, de donde salió «Hung Up»”, explica ella. “Incluso hice mi propia investigación, y tengo toneladas de material de referencia. Pero cuando finalmente recibí el guión, tenía trescientas páginas. Y no me gustó para nada. No era lo que yo esperaba.”
La desilusión todavía se percibe en su voz. Como la mayoría de las personas exitosas, Madonna no suele renunciar fácilmente. Aunque es probable que no vuelva a montar el caballo que la derribó, definitivamente va volver a subirse a otro caballo. (Lo cual es exactamente lo que hizo esa mañana, cuando, desoyendo el consejo de sus asistentes, salió a cabalgar por primera vez desde el accidente.) Entonces, aunque no le gustó el guión, se negó a abandonar el material que había escrito. “Después de tanto trabajo, me sentía un poco devastada”, dice. “Pero me encantaba la canción «Hung Up». Entonces pensé: «Sigamos escribiendo en esta dirección y veamos qué pasa».”
El CD fue grabado en el departamento de dos ambientes de Price en el barrio Maida Vale del oeste de Londres. “El estudio es un cuarto minúsculo con un techo bajísimo”, me cuenta Price. “Quiero decir, yo no puedo ni entrar parado. Ella sí, porque es un poco más petisa que yo. Y el equipo es mi viejo teclado y mi vieja consola. La mayoría de los estudios cuestan miles de dólares por día. Mi departamento cuesta el precio de una buena taza de té por día. Mis vecinos africanos solían venir a preguntarme: «¿Esa que sale de tu departamento es Madonna?», y yo les decía: «No, es una amiga mía».”
Puede que Confessions sea la primera vez que Madonna mira hacia atrás en su carrera. Mientras las luces de Frankfurt comienzan a adivinarse en la oscuridad del cielo que se ve a través de las ventanillas, ella recuerda: “[Confessions] me transportó a la época en la que estaba grabando mi primer disco junto a Steve Bray. Trabajamos de un modo muy relajado en su departamento del Lower East Side [en Manhattan] con los sonidos de la calle entrando por la ventana, que se grababan y no importaba nada. En un estudio de grabación, uno siempre canta aislado. Y yo detesto eso. Odio que me aíslen de los demás. Odio no poder escuchar lo que dicen [en la sala de control] hasta que aprietan el botón para hablar. Para mí, grabar este álbum fue volver atrás. Fue tan liberador... Yo quiero estar en los sucuchos. Quiero estar en un lugar chiquito y sin muebles. Quiero estar como cuando empecé, sentada en el piso y garabateando en mi libreta. Trabajo mejor en ese contexto.”
Al trabajar con Price, Madonna a menudo se encontró pensando en sus primeras épocas en la escena disco de Nueva York. En 1977, siguiendo el consejo de su mentor, un profesor de danza llamado Christopher Flynn, dejó la Universidad de Michigan y se mudó a Manhattan sin amigos, sin dinero y sin experiencia en el mundo real. Todo lo que tenía era su ambición. Solía llevar siempre algunos libros porque “uno nunca sabe cuándo va a terminar encerrado en un cuarto o en el subte sin nada que hacer. Y yo odio perder el tiempo”. Y así fue que se vio a sí misma en su primer club de Nueva York, Pete’s Place. “Era una especie de restorán-bar-disco, y todo el mundo era muy fucking cool”, recuerda. “Los chicos usaban trajes estilo años 40 y sombrero, y yo me sentía tan desabrida. Como estaba un poco avergonzada, me senté en un rincón a leer. Era un libro de F. Scott Fitzgerald, Historias de la era del jazz. Yo pensaba: «Ok, no encajo aquí. Ahora qué hago. No estoy vestida apropiadamente. No tengo nada cool. Me voy a poner a leer».” Lo interesante de esta historia –además de que si estuviste en Pete’s Place esa noche y decidiste hablar con una chica tímida que leía sola un libro, debés de haber hablado con Madonna– es que su temor de pasar inadvertida fue una motivación para su poderosa carrera.
El avión aterriza en un aeroparque privado de Frankfurt, donde dos helicópteros, uno grande y uno pequeño, esperan a Madonna y a su equipo. ¿Adivinen a cuál se sube Madonna? Una gran M azul iluminada aparece en el suelo, avisándonos que hemos alcanzado nuestro destino: la cercana ciudad de Mannheim. Los agentes de prensa de las discográficas de algún modo han convencido a Madonna, Green Day, Shakira y Carlos Santana de que la mejor manera de penetrar en los corazones y las cabezas de los alemanes es apareciendo en el tradicional programa de televisión Wetten Dass..? [¿Quieren apostar..?], en el que esta noche participan cuatro tipos que hacen alarde de poder meter diez baterías completas en una camioneta en cuatro minutos. Mientras Madonna y los bailarines esperan en el backstage para ensayar “Hung Up”, surge el tema del lenguaje corporal. “Me desconcierta hablar con gente que no te mira a los ojos”, dice. “No sé qué hacer. Me vuelve loca. O cuando te dan la mano y la sostienen mucho tiempo.”
Cuando le digo que uno siempre puede darse cuenta de si alguien miente por cambios de tono en su discurso, el lenguaje corporal o el contancto visual, ella dice que quiere aprender esa habilidad para hacer negocios. Entonces le hago una demostración pidiéndole que me diga tres cosas que hizo en el día y que una sea mentira. Sus respuestas son: “Hice ejercicio”, “Tuve sexo”, “Comí un sándwich de atún”. A pesar de los rumores, Madonna no es mala mintiendo. Cuando le señalo cuál de las tres frases es mentira, lanza una carcajada y eleva las piernas al aire. “Tenemos que aprender esto”, le dice a su representante.
Para los lectores que necesitan detalles, tomémonos un tiempo para atar algunos cabos: los cuatro tipos ganaron la apuesta sobre las baterías y la camioneta. Madonna se subió al helicóptero más grande. El pochocho era para picar, pero ni Madonna ni su manager lo probaron. Y la mentira fue que comió un sándwich de atún. Bien por ella. Significa que tuvo sexo, lo cual nos conduce al tema de su matrimonio. Su relación con Ritchie, a quien conoció en una cena en la casa de Sting y Trudie Styler, es uno de los temas de su nuevo y sorprendentemente personal documental de gira, I’m Going to Tell You a Secret. En él, Ritchie es retratado faltando a conciertos a los que había prometido asistir, aburriéndola hasta las lágrimas en un pub cantando canciones borracho con sus amigos y palmeándole la cola cada vez que pasa.
–¿Cuáles pensás que son las tres cosas más importantes en una relación de pareja?
–La capacidad de escuchar, la resiliencia y el sentido del humor.
–¿Cómo creés que se ve tu relación en la película?
–Creo que se ve como algo bastante peculiar. No como una relación común. Muchos hombres machistas la ven y les gusta el personaje de Guy, porque no me trata de manera especial. Yo creo que se nos ve como una pareja que tiene una conexión genuina y profunda. El siempre está cuando lo necesito, pero no se siente impresionado por mí.
–Pero en algunas partes de la película se te ve enojada con él...
–Yo siento que somos un poco como The Honeymooners [una serie al estilo de Casados con hijos], sólo que yo soy el personaje de Jackie Gleason. Obviamente, él me irrita con cosas que sabe que me molestan, como hace la gente que se conoce entre sí.
–A menudo él parece no prestarle atención a tus sentimientos o a lo que para vos es importante...
–Sí, como cuando se la pasó cantando en el pub toda la noche, y yo tenía un show al día siguiente y me quería ir a casa. Pero bueno, es un ser humano. Es difícil para él. Estuvo al lado de mí en gran parte de la gira, pero es difícil para un tipo estar dando vueltas por el mundo con una chica. Nadie quiere ser un acompañante. Para las chicas es más fácil que para los hombres estar en ese lugar. Pienso que para Gwyneth [Paltrow] es más fácil salir de gira con Chris Martin. Pero hay que ser un hombre muy evolucionado para salir de gira conmigo y no tener la sensación de que perdiste tu identidad.
–Tal vez, en algún nivel, ustedes disfrutan de esas batallas por el poder que tienen lugar en su relación. Se desafían uno al otro.
–Sí. Ja ja ja ja ja ja…
La pregunta es contestada no con palabras sino con una carcajada diabólica. Es la risa de un villano, y Madonna la usa a menudo –seis “jas” afilados– cuando se ríe de las fallas que ama de sí misma. Por ejemplo, la siguiente vez que se ríe así es tras la frase: “Ser monogámico es revolucionario, al menos para mí. Ja ja ja ja ja ja”.
El otro hombre del documental es el padre, Tony Ciccone, de 72 años, un republicano de larga data, católico practicante y dueño de viñedos en Michigan, quien –frente a cámara– se pasea por el mundo de su hija sin que lo afecte el circo que lo rodea. Este es el hombre del que Madonna heredó su adicción al trabajo. “Después de ver la película, mi papá me mandó un e-mail”, dice Madonna. “Y al final, escribió: «A pesar de nuestras diferencias –no comparto todo lo que decís– estoy muy orgulloso de vos». Es la primera vez que mi padre dice eso. O sea, a él sólo le gustaron algunas de las cosas que hice: mi última gira, Evita, Dick Tracy y un par de baladas. Eso es todo.” Sacude la cabeza y se acomoda las pestañas postizas que la maquilladora le colocó. “Es terrible”, dice suspirando. “Toda la vida saliéndome de los carriles para conseguir la atención de mi padre y él nunca se sintió impresionado.”
Con media docena de bailarines, tres coreógrafos, su publicista de siempre –Liz Rosenberg– y un equipo de ejecutivos de la Warner Bros. en la platea, Madonna se dirige al escenario para ensayar “Hung Up”. Aunque acaba de interpreta la canción perfectamente en Portugal, insiste en ensayarla tres veces hasta que las luces y la coreografía están exactamente coordinadas. En los 80 y comienzos de los 90, muchasveces parecía que Madonna se salía de los carriles para crear controversia: desde las cruces quemadas de “Like a Prayer”, las alusiones al sadomasoquismo, la homosexualidad y, ejem, su desfile al natural en el libro Sex. Pero ahora que sentó cabeza en la vida adulta como madre de dos hijos y con una inclinación hacia lo espiritual, está bajo mayor escrutinio que nunca. (Aunque orgullosa cuenta que recientemente recibió una carta de la esposa del Dr. Spock en la que ésta la felicita por sus técnicas de crianza, que incluyen no permitir que sus hijos miren televisióny enseñarles a ser bilingües.) “Es gracioso que supuestamente yo haya construido mi carrera sobre la base de la controversia, y que por eso ahora hasta mis modos de crianza y mi vida espiritual perturben a la gente”, comenta Madonna. “Eso demuestra...” Hace una pausa y sonríe. Las líneas de su cara se marcan, haciéndola parecer no mayor pero sí más cerebral. “No sé qué demuestra.” Se queda en silencio y piensa un rato más. Sus ojos se achinan, sus labios se tensan y luego, de pronto, su cara se suaviza nuevamente. “Lo que demuestra es que la gente no se siente cómoda con lo que no le es familiar”, anuncia finalmente, triunfante.
Madonna se saca el buzo, revelando una remerita con la espalda despejada que deja ver su corpiño color piel. Aunque en cámara se la vea espléndida, en persona parece demasiado flaca. Uno de los temas sobre los que Madonna recibió más críticas últimamente es en cuanto a su calidad de cabalista. Técnicamente, la Cábala es una rama mística del judaísmo. Pero en el sentido moderno del término, son las enseñanzas sin denominación religiosa de una organización llamada Kabbalah Centre. Fundado por Philip Berg a comienzos de los 70, el Kabbalah Centre es principalmente una institución de autoayuda que tomó una rama mística del judaísmo y la enjuagó, la simplificó y la retrabajó para el consumo masivo en una era de materialistas sobreestimulados que buscan paz mental, espiritual y psicológica. Hasta hace poco, el Kabbalah Centre y sus libros y cursos eran vistos como algo tan benigno como, digamos, Wayne Dyer o Deepak Chopra. Madonna lo describe no como una religión sino como una filosofía. Pero de todos modos, más recientemente, el Kabbalah Centre ha sido blanco de ataques por sus métodos de recaudación de dinero y por declaraciones de algunos de sus líderes, entre otras cuestiones. Como resultado, la mala prensa terminó afectando a Madonna, quien donó millones a la institución. Mientras el Kabbalah Centre sigue teniendo poco peso en comparación con la mucho más controversial Iglesia de Cientología, Madonna siente empatía por Tom Cruise. “Los dos estamos en el club de los que reciben-mucha-mierda”, dice. “Realmente no sé qué es la Cientología, y como no lo sé, no estoy en posición de opinar sobre eso. Pero no creo que los demás sí lo sepan. Tendrían que cerrar la boca.”
Más allá del énfasis, no hay bronca ni hostilidad en su voz, sólo una fuerte convicción mezclada con la debilidad de un complejo de persecución: “¿Por qué nadie dice nada sobre los cristianos? No entiendo. Es atemorizante. Si uno lo piensa, hay corrupción en todas las organizaciones. Cuando las cosas crecen, siempre hay manzanas podridas. Miren la corrupción y la decepción que involucró al Vaticano y a la Iglesia Católica. Es una locura. Si yo vuelvo a bautizarme como cristiana, los norteamericanos se sentirían mucho más cómodos”. Considerando su afición por aprender, el interés de Madonna en la Cábala tiene sentido. En la mayoría de los cursos, aprende acerca de un tema complejo y fascinante: ella misma. Y cambiar la propia identidad a un nivel tan profundo es difícil, agotador, una tarea de constante desafío. Para Madonna es un ejercicio narcisista para no ser narcisista. “Por más cursi que suene, si no tuviera alguna clase de sistema espiritual de creencias, si no pudiera encontrar un modo de encontrarle algún sentido al caos que me rodea (no a mi caos personal, sino al caos del mundo), sería una persona muy depresiva.”
Al igual que otros artistas pop como Green Day o Moby, Madonna ha sido explícita en su antipatía por la administración Bush. En 2004, cuando Bush ganó las elecciones, por ejemplo, ella se puso muy mal. “Estaba completamente devastada”, recuerda. “Fue un día muy, muy triste. No entiendo cómo la gente puede ver todo lo que pasa y seguir apoyándolo.” Su teoría es que los norteamericanos votaron a Bush porque él los hacía sentir más seguros. Pero todo eso, reconoce, ha cambiado desde la lenta e ineficiente respuesta de esta administración frente a las inundaciones en Nueva Orleáns. “El 9/11 fue demasiado ambiguo”, dice. “Era difícil demostrar que el gobierno estaba de alguna manera involucrado. Había demasiados argumentos en contra. Uno podía pensar: «Bueno, eso es lo que dice Michael Moore» o «Son sólo rumores». Pero lo que pasó en Nueva Orleáns fue de una irresponsabilidad innegable.”
Vestida con una acolchonada chaqueta disco color plateado y sus altísimas botas del mismo tono, Madonna se dirige a la consola de sonido. Después de la actuación, en la que Madonna y compañía cantaron y se bailaron la vida para un minúsculo auditorio, ella se sienta en un sillón de su camarín, rodeada de sillones en los que se encuentran los miembros de Green Day. Madonna tiene un modo especial de relacionarse con los desconocidos. Hace preguntas, muchas preguntas. Presta mucha atención y hace buenas repreguntas, pero aun así uno tiene esa sensación incómoda de que en realidad no está prestando tanta atención sino que está dándote permiso para hablar. “¿Tienen hijos?”, les pregunta a los miembros de Green Day. “¿Vieron Napoleon Dynamite?” “¿Qué hacen en su tiempo libre?” “¿Les gusta bailar?” A esta última, el cantante de Green Day, Billie Joe Armstrong, responde que sólo sabe bailar “el baile del marinero borracho”. “¿Cómo es?”, pregunta Madonna. El se para y le muestra, mientras se balancea hacia delante, con los brazos colgando a los costados y luego pasando el peso de un costado al otro. Cuando un hilo de baba comienza a bajarle desde la boca, Madonna le hace saber que ya entendió. “¿Alguna vez notaron que los lugares en los que más se paga son los menos divertidos para tocar, como Las Vegas?”, pregunta ella. Las preguntas continúan. Las respuestas son ingeniosas. Todos están pasado un buen momento. Entonces Madonna decide que es hora de regresar a Londres. “Green Day se va a tener que ir antes que vos”, le informa uno de los productores del show. “¿Por qué?”, pregunta ella. “Se suponía que nosotros nos íbamos primero.” “Sus autos ya están aquí, y los tuyos están esperando en otra parte porque te quedaste en el backstage más tiempo de lo que dijiste”, le explica el productor. Madonna está irritada. No le gusta el hecho de que Green Day se vaya primero. “Bueno, entonces me voy en el vuelo con ellos”, dice. “Pero ellos van a Frankfurt en auto.” “Ah”, dice Madonna, aliviada. Su estatus de reina ha sido restituido. “Nosotros estamos en helicóptero.” Green Day acaba de presenciar un momento Madonna.
Una hora después, en el vuelo hacia Londres, surge el tema del baile del marinero borracho. Madonna recuerda la única vez en la que se emborrachó tanto que vomitó. Entonces todos discuten la teoría que afirma que, cuando la gente está borracha, revela su verdadera personalidad, que el costado de sí mismos que reprimen sale a la luz. Por eso alguna gente se vuelve irascible y agresiva cuando bebe, mientras otros se ponen
relajados y divertidos. “¿Cómo soy yo cuando me emborracho?”, pregunta Madonna. “Sos casi igual”, dice Price, su productor. “Sos dulce y tranquila”, dice Shavawn. “Sí, estás menos preocupada”, agrega Becker, su mánager. “Entonces mi verdadero yo es menos preocupado”, declara. Se hunde en su asiento, y sus labios se abren en una sonrisa ancha y brillante. “A mi verdadero yo le gusta vivir el momento”, concluye. Y este no es un momento Madonna. Es sólo un momento.
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