Salomé: un drama impactante y conmovedor, en una puesta para ser disfrutada y admirada
De alto impacto visual y con gran robustez musical, la producción se aleja del contexto histórico para remarcar rasgos inherente al ser humano sin tiempos ni geografías
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Salomé. Ópera de Richard Strauss. Dirección musical: Philippe Auguin. Dirección de escena: Bárbara Lluch. Diseño de escenografía: Diseño Bianco. Diseño de vestuario: Clara Peluffo. Diseño de iluminación: Albert Faura. Coreografía: Mercé Grané. Reparto: Ricarda Merbeth (Salomé), Norbert Ernst (Herodes), Nancy Fabiola Herrera (Herodías), Egils Siliņš (Jochanaan), Fermín Prieto (Narraboth) y elenco (pajes, soldados, judíos, nazarenos). Orquesta Estable del Teatro Colón. Función del Gran Abono. Nuestra opinión: muy buena.
Salomé es un drama conmovedor, impactante y perturbador en el que coinciden y se suceden una serie de indignidades, perversiones, indecencias, relaciones incestuosas e inmoralidades varias, sin que ninguna virtud humana se le oponga como muro de contención o como puerta de esperanza o redención. Solo las alocuciones y las denuncias individuales del profeta podrían oficiar como excepción.
Habida cuenta de que esas tristes cualidades y conductas parecen ser inherentes y constantes a la especie humana en todas las civilizaciones, sin distinciones de tiempos o geografías, Bárbara Lluch, con buen criterio, dejó de lado el contexto histórico de Jerusalén, en el tiempo del arresto y muerte de San Juan Bautista (Iochanaan), y planteó un escenario atemporal y de ubicación indefinida. Su propuesta quedó expuesta de manera contundente con la misma apertura del telón. Sincrónico con los sonidos iniciales de la orquesta y el canto obsesivo de Narraboth expresando su amor por Salomé, el escenario se ofreció imponente y bello.
La puesta
En el centro, ocupando la totalidad del escenario, blanquísima, gigantesca e inclinada, apareció una plataforma circular, conformada por una serie de anillos concéntricos de distintas alturas que, de este modo, funcionaban como estrados o escalones. Por detrás, un altísimo muro oscuro y también circular. Por encima, una luna brillante, inmensa y majestuosa. Y exactamente en el centro, un macizo e impenetrable círculo negro simbolizaba la caverna donde está recluido Iochanaan.
Toda la acción se desarrolla sobre ese mágico gran círculo oblicuo. Cuando Narraboth, a su pesar, accede al deseo imperioso y compulsivo de Salomé para conocer al profeta encerrado y de cuya voz se ha enamorado, el gran disco gira lentamente ciento ochenta grados sobre sí mismo hasta que, sobre el escenario, se despliega, por debajo de la gran plataforma inclinada, la tenebrosa cueva a la que se desciende por una escalera lateral. Delante de la oscuridad, miserable y encadenado, está Iochanaan con sus acusaciones, sus imputaciones y sus revelaciones. El impacto visual y la singularidad de la idea escénica son merecedores de todos los elogios.
Las ponderaciones, sin embargo, no pueden extenderse al vestuario ni a ciertas ideas cuanto menos observables. El negro primó en los uniformes de los soldados y los sirvientes y, entre ellos, ocasionalmente, se paseó un innecesario chef, de blanco, que no aportó in interés ni ruptura. Del banquete emergieron Herodías, con un rojísimo vestido de fiesta, siempre con una copa en la mano y con paso ondulante para denotar su ebriedad, y el tetrarca Herodes, con moñito y un esmoquin blanco. Salomé, la caprichosa, cambiante y desalmada adolescente, lucía un poco atractivo e inexplicable frac masculino. Este conjunto variopinto y poco singular, en algún punto, atentó contra la coherencia y el esplendor de la escenografía.
Con todo, fue la resolución de la “Danza de los siete velos” lo que rompió con un avance teatral congruente e introdujo, además, una aproximación a algo similar a un acto de pedofilia manifiesta, una idea ajena tanto al drama original de Oscar Wilde como a la ópera de Strauss.
La respuesta de Salomé ante la lascivia incestuosa de Herodes, deseando a su sobrina e hija de su esposa, es danzar eróticamente frente al tetrarca e ir quitándose los velos hasta quedar desnuda y así lograr su cometido de conseguir la cabeza de Iochanaan. En esta puesta, Salomé, tras despojarse de su saco, se queda inmóvil en el frente y quienes danzan, en su lugar, son dos bailarinas, primero, una niña vestida de rojo (como su madre) que, descalza, se hace arrumacos, se acaricia con Herodes y se sube sobre sus muslos, y luego por una segunda bailarina, esta ya juvenil, cuyas coreografías e insinuaciones resultaron reiterativas y poco atrayentes. Por debajo, afortunadamente, y como a lo largo de toda la ópera, dirigida por Philippe Auguin, la orquesta sonó maciza, contundente, ajustada y musical.
Holgura
Del elenco, hubo dos cantantes que interpretaron acabadamente con sus papeles. La soprano Ricarda Merbeth, de muy buena actuación, paseó su voz con holgura y certezas por sobre la densísima orquesta que le sumó Strauss. Sus intervenciones fueron todas destacadas aunque es menester destacar, en especial, su extenso monólogo final cuando, por fin, encuentra su momento para dialogar con la cabeza de Iochanaan y darle ese beso postrero. También fue convincente y firme el canto del bajo letón Egils Siliņš, el sufrido profeta. Sus acusaciones, sus presagios y los rechazos a los avances de Salomé fueron vertidos con arte y energía.

Norbert Ernst representó acabadamente la lubricidad y la voluptuosidad de Herodes pero, en numerosos pasajes, denotó una voz insuficiente para sobreponerse a la orquesta. Reiterada ad infinitum en su inestabilidad alcohólica, la chilena Nancy Fabiola Herrera tuvo una participación correcta al igual que Fermín Prieto, el resignado Narraboth. El resto del elenco solo cumplió modestamente con sus cometidos, mayormente, por deficiencia o escasez de caudal vocal.
En el final, una descomunal mano, de múltiples interpretaciones simbólicas, desciende desde los cielos. Apenas cerrado el telón, estallaron los aplausos para agradecer por una muy buena presentación de una ópera que, conforme van pasando los años y las décadas, revela la vigencia de su libreto y la de sus maravillas musicales y teatrales. Aún restan cinco funciones, y sin duda esta digna puesta merece ser vista, disfrutada y admirada.
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