Morrissey
Cuando Morrissey editó You Are the Quarry, su brillante regreso después de una larga temporada en el ostracismo, los críticos comenzaron a llenar páginas y páginas hablando de la "vuelta a la vida" de uno de los mejores cantantes británicos de la década del 80 a esta parte. A eso le seguiría Live at Earls Court, un caliente registro en vivo de la gira de aquel gran disco de 2004 con que el bueno de Moz se reencontraba con sus viejos acólitos alrededor del mundo. Demasiadas emociones para casi doce meses de ruta. Acto seguido, este inglés cabrón e inquieto de 47 años dejó su hogar en Los Angeles y se mudó a Roma, lugar que adoptó como fuente de inspiración –justamente por ser "totalmente opuesto" a la ciudad de las autopistas, los excesos y las chicas siliconadas– para grabar Ringleader of the Tormentors.
Y cuando todos esperaban la coda resacosa de You Are the Quarry, Morrissey decidió redoblar la apuesta y convocar al productor Tony Visconti (T-Rex, David Bowie) y al mismísimo Ennio Morricone, tal vez pensando en que las célebres orquestaciones cinematográficas del italiano podrían aportarle a su música una textura dramática que, si bien ya convive en sus canciones desde la época de los Smiths, podría alcanzar paisajes épicos desde donde él emergería como un verdadero emperador romano. Y justamente allí donde muchos artistas sucumben por embarcarse en producciones pretenciosas y carentes de efecto, es donde Morrissey triunfa. Porque al escuchar su nueva producción uno se percata rápidamente de que no existen indicios que nos lleven a pensar que algo en su música haya cambiado, pero al mismo tiempo nada suena a clisé aggiornado. Todo está en su lugar. Su sempiterna voz nasal está intacta, su pluma sigue desgranando las mismas historias de sexo y amor hipócrita, su flemática petulancia permanece inamovible y su inconfundible devoción por el drama mundano aún es su principal motor de búsqueda.
Pero ¿en qué se parece el refinado señor maduro que toca el violín en la portada de Ringleader of the Tormentors (una parodia de las ediciones negras de los discos de Toscanini) a un gay asceta, pendenciero, brillante, egoísta, soberbio y aficionado a la autoflagelación psíquica? En que ambos son la misma persona.
Porque en Stephen Patrick Morrissey conviven cientos de personajes que intercambian roles de acuerdo con sus diversos estados de ánimo. Y ahí está el amante melancólico que sufre en "To Me You Are a Work of Art" ("te daría mi corazón/ si tuviera uno"), el hijo psicópata que asesina a su padre para redimirse en "The Father Who Must Be Killed", el mayor de los herejes haciendo las paces con Dios en "Dear God, Please Help Me" y el noble narcisista que se descubre enamorado de una nueva cultura en "You Have Killed Me" (¿alguien hubiera imaginado años atrás los nombres de Luchino Visconti, Pier Paolo Pasolini y Anna Magnani en un mismo tema?).
La mirada orquestal de Ennio Morricone le permite hacerse cargo del rol protagónico en una ópera pop de dientes apretados que se electrifica equilibradamente gracias al trabajo del guitarrista Jesse Tobias, autor de gran parte de la música del disco y responsable de la crudeza rockera que se desprende de temazos como "I Just Want to See the Boy Happy" y "I Will See You in Far Off Places".
En su octavo disco como solista, el bocón nos ataca de nuevo y regresa para ofrecer una vez más su vulnerabilidad, su optimismo, su paranoia, su elegancia, su sensibilidad y su genio maldito, y factura uno de los mejores trabajos de su carrera, sin dejar en ningún momento su pose de crooner atormentado que se siente juez y parte de un mundo que se alimenta de mentiras.
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