Cuando el protagonista mira a los que están de este lado de la pantalla
Desde el triunfo del cine narrativo y la instauración de la forma clásica, la "ilusión de realidad" se convirtió en uno de los dorados mandamientos del lenguaje audiovisual. Todo lo que vemos en la pantalla bien podría ser espiado por la ventana indiscreta del vecino, si –como creía Alfred Hitchcock- su vida fuera lo suficientemente interesante para capturar nuestra mirada. Todo lo que allí ocurre es nuestro privilegio en tanto somos el voyeur escondido que nunca será puesto al descubierto. Sin embargo, ya en las primeras películas mudas la mirada a cámara fue una forma inconsciente de hacernos piedra libre, un imprevisto resabio de la pose de la fotografía, una complicidad que el emisor tendía a su destinatario. Ahí está el bandido de Asalto y robo de un tren (1903) apuntando con su revólver al espectador desprevenido para demostrarlo. Con el paso del tiempo y la validación artística del cinematógrafo, ese muro que comunicaba con las cómodas butacas de la sala se selló para siempre. O tal vez no para siempre ni para todos, pero sí para aquellos que decidieron respetar esa regla hasta que llegara el momento de transgredirla.
La modernidad en el cine agrietó esas barreras aceptadas. Jean Paul Belmondo nos habló con descaro en las primeras escenas de Sin aliento (1960) de Jean-Luc Godard y nos hizo cómplices de la más delirante de sus aventuras. Muchos ya lo habían hecho antes, muchos lo hicieron después. Era lógico que este tiempo dorado de las series al que asistimos hoy ensayara una y otra vez la exploración de esas subversiones, de esos variopintos contactos con un espectador que pone a prueba su fidelidad en cada episodio. Sin embargo, ese quiebre de lo sagrado se hace bajo varios artilugios, excusas que permiten aceptar esa incómoda sensación de sabernos mirones.
Derribar la cuarta pared
Si el formato nos incluye, está bien que los protagonistas nos hablen directamente, nos compartan sus miedos y confesiones, nos revelen sus más ocultas intenciones. Así, el falso documental, o "mockumentary", se erige desde hace un tiempo como esa forma bastarda que absorbe la pretendida objetividad del cine testimonial para convertirla en el eje de su parodia. Entrevistas y material de archivo se entremezclan en la ficción de The Office, Parks and Recreation o Modern Family, series que han usado las vestiduras del género documental para conversar con sus espectadores y afianzar sus estrategias cómicas. Además, el mokumentary derriba la cuarta pared como táctica para hacer simpáticos a personajes, capaces de egoísmos y mezquindades, como los jefes que interpretan Ricky Gervais y Steve Carrell en ambas versiones de The Office (y que actualiza el Papa de Jude Law en The Young Pope, la serie de Paolo Sorrentino).
La comedia siempre ha sido un género permeable a esos recursos autoconscientes, ya desde la inclusión de los artificiales decorados y las risas grabadas que fueron emblema de las sitcom del pasado. Desde hace algunos años, muchos de esos artificios han quedado anacrónicos y la necesidad de nuevos aires ha obligado a trasformar esa escena primigenia. Por ejemplo, Sex and the City intentó la mirada a cámara y la complicidad de Sarah Jessica Parker con su espectador en el inicio de la primera temporada. Sin embargo, en sus sucesivas entregas abandonó el incomodo recurso y siguió con la estrategia de la columna diaria de Carrie como forma de reflexión abierta en compañía de su audiencia. Otras comedias de media hora, como Scrubs o 30 Rock, quebraron la cuarta pared en episodios aislados, como muestras esporádicas de lo que podía ser un atentado mayor a la seguridad del espectador pero sin decidirse a convertirlo en la norma.
Tiempo después, House of Cards hizo de ese guiño su esencia: romper el repliegue de esa ilusión de realidad para dirigirse directamente a un espectador que podía escandalizarse con sus actos inmorales y hasta criminales pero sentirse tentado de acordar con su insidioso razonamiento. El Frank Underwood de Kevin Spacey (y luego su esposa y quien lo sucede en el poder) se convirtió en el pionero de esta era en derribar los escombros de la pared que impedía nuestra entrada en escena. Y su riesgo fue aún mayor al no hacerlo desde la comedia sino desde un drama político que incluía la cocina del poder como eje de toda transgresión. El ascenso de ese oscuro personaje, capaz de los más abominables comportamientos, se convertía en atractivo en tanto nos desafiaba a ser sus confesores, y al mismo tiempo nos ofrecía una mirada lúcida sobre el trasfondo de las altas decisiones, sobre las debilidades de quienes ejercen el poder y sobre las torpezas de quienes parecen indestructibles. La mirada y la conversación a cámara ya no necesitan del documental ni el gag como amparo, sino que su aparición resulta una estrategia consistente para hacernos partícipes en la suerte del protagonista, por más terrible que sea.
La otra forma de abrir un diálogo posible con el espectador es el uso de la voz en primera persona. Desde ya que no derriba la cuarta pared, pero en algunos casos sí abre una hendija. Sobre todo cuando, de la misma manera que lo hacía el narrador poco fiable de Maupassant o Henry James, instala una decidida inestabilidad en el relato. ¿Es cierto todo lo que este personaje me confiesa? ¿Me miente, se engaña a sí mismo, se está volviendo loco? Algo de ello pasa en la excelente Mr. Robot, en la que el hacker paranoico que interpreta Rami Malek devela sus miedos y ataques cibernéticos a un amigo imaginario con el que tenemos demasiado en común. Ese uso de la primera persona como un posible tendido de complicidad con el espectador puede restringirse dentro de los límites del espacio cerrado de la ficción, siempre y cuando alguien no se anime a remover el velo definitivamente.
Hace poco más de dos años Phoebe Waller-Bridge llevó a la televisión una de las mejores series contemporáneas: la británica Fleabag. Y este año estrenó su segunda temporada demostrando que aún podía superarse. Nacida para el teatro y afirmada en una confesional primera persona, la historia de Fleabag está contada en abierta complicidad con la audiencia. No solo nos mira con un descaro fascinante, sino que nos permite acompañarla en cada uno de sus dolorosos descubrimientos, ser el mejor público para sus chistes más impertinentes, explorar quién es ella en ese confuso mundo de desconcierto y negaciones. Mientras que la primera temporada utilizaba la mirada a cámara para acercarnos a un personaje enigmático, en plena travesía de un doble duelo y sumergido en el limbo del autoengaño, la segunda la utiliza para humanizarlo, para revelar lo frágiles que resultan los vínculos que nos mantienen en pie y las historias de amor que nos permiten sostenernos.
Fleabag recupera el uso del guiño al espectador como arma para dilucidar las contradicciones de su personaje. En la primera temporada la vemos en la tensa relación con su hermana, en sus sucesivos fracasos amorosos, en ese pulso de autodestrucción que tiene tanto de hilarante como de devastador. Esa complicidad nos eleva por sobre el relato, nos permite una amplia mirada sobre la fauna londinense a la que la misma Fleabag nos autoriza. Y en su recorrido nos lleva a cuestas, nos hace poner colorados, nos quita de la comodidad del observador para ser parte de su vida. La deuda con el teatro ofrece una historia más episódica y una cooperación más calculada, más susceptible de revelar sus hilos. En la segunda temporada, muchos de los secretos de Fleabag quedan al descubierto y su armazón de desmorona ante nuestra atenta mirada. Así, los agujeros en la cuarta pared no son solo atajos para su brillante ingenio y para nuestro ejercicio de comprensión, sino el único espacio de un encuentro posible.
La reciente Gentleman Jack, inspirada en los cifrados diarios de Anne Lister y creada por Sally Wainwright (Happy Valley), elige el mismo camino para derribar los vestigios de encierro que podían quedar en una ficción confesional. Anne escribió diarios a lo largo de toda su vida, y lo hizo sobre los temas más diversos: sus viajes por Europa, su interés en la anatomía, la explotación de sus minas en Halifax, y, por supuesto, sus experiencias lésbicas. Todos sus amores con mujeres fueron escritos en un código secreto revelado muchos años después de aquel 1800 en el que fueron escritos. La decisión de Wainwright de usar la mirada a cámara, y la simpática complicidad de Anne con su espectador modelo, brinda una urgente modernidad a su discurso, que decide elevarse más allá de su sexualidad y dar cuenta de las complejas aristas de esa figura en su tiempo.
Así, desde su presentación, la Anne de Suranne Jones nos muestra la seguridad con la que se mueve en Halifax, con la que inicia la batalla contra los usureros y terratenientes que robaban el carbón de sus tierras, con la que despierta sospechas y suspicacias en el pueblo, con la que seduce y domina la escena. Pero Anne es una mujer de su tiempo, y las opiniones que comparte son las de una terrateniente decimonónica. La posibilidad de escuchar su voz de primera mano despeja el riesgo que asedia a la ficción histórica: verse congelada en una postal del pasado. La vitalidad de Anne es la de su discurso, y es también la que asume Wainwright al bajarla lentamente del pedestal de la conciencia para trasmitirnos los complejos matices de su soledad.
Tanto Fleabag en su segunda temporada como Gentleman Jack en su primera coinciden en una original operación respecto a la cuarta pared. Ambas heroínas hablan con el espectador sin que nadie las descubra, saltan por encima de esa barrera con la gracia del atrevimiento y el impulso de la inteligencia, pero en ese gesto existe un riesgo: caer en un exceso de autoconciencia. Cuando se elevan tanto por encima del relato, su mirada se hace tan externa que amenaza con perderse. Por eso Anne parece demasiado canchera en sus primeras caminatas por Halifax y Fleabag algo cínica en sus primeras reuniones familiares. Es entonces cuando ambas creadoras, Wainwright y Waller Bridge, deciden hacer vulnerable esa impenetrable sabiduría. Así, Anne casi queda al descubierto cuando su desprevenida amante la interroga sobre la mirada hacia el fuera de campo, al igual que Fleabag se siente cohibida cuando el cura que la enamora la percibe ajena en esas reflexiones transficcionales.
Son esos momentos en los que casi quedan expuestas los que aseguran su humanidad en tanto heroínas, confirmando que más allá de su complicidad con nosotros es el mundo del relato al que pertenecen. En tanto la cuarta pared se eleva como contención de ese universo, lo que nos confiesan resulta más entrañable, más sentido. Su ingenio encuentra el equilibrio justo en el secreto que deciden preservar. Y podemos disfrutar de su cercanía sabiendo que allí es donde viven, siempre bajo nuestra atenta mirada.
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