Parkland: los testimonios que complican al autor de la masacre escolar que sacudió a Estados Unidos
Desde julio de 2022, un proceso judicial define si Nikolas Cruz, el asesino de diecisiete personas en su mayoría adolescentes, debe morir por la pena capital o pasar el resto de su vida en prisión; qué dicen las personas convocadas por su defensa y la fiscalía
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El edificio 1200 de la escuela Marjory Stoneman Douglas se alza por encima de los demás que conforman el campus de esta secundaria ubicada en la ciudad de Parkland, Florida, a menos de una hora en auto de Miami. Es el único que tiene tres pisos, pero también llama la atención de quienes no conocen su historia por las vallas que ensombrecen su perímetro, el exterior sucio de sus paredes y un aspecto descuidado que contrasta con el resto del predio.
Para quienes saben lo que pasó allí, la fachada del edificio es la cáscara que recubre una herida: en la tarde del 14 de febrero de 2018, un exalumno de 19 años llamado Nikolas Cruz ingresó a esta propiedad escolar armado para cometer una de las masacres escolares con más víctimas de la historia norteamericana.
Cruz recorrió los tres pisos en un raid que duró desde las 2:21 p.m. hasta las 2.28 p.m de ese Día de San Valentín en el que mató a 17 personas, en su mayoría adolescentes: los estudiantes Alyssa Alhadeff (14), Martin Duque (14), Nicholas Dworet (17), Jaime Guttenberg (14), Luke Hoyer (15), Cara Loughran (14), Gina Montalto (14) Joaquin Oliver (17), Alaina Petty (14), Meadow Pollack (18), Helena Ramsay (17), Alex Schachter (14) Carmen Schentrup (16) Peter Wang (15), el profesor de Geografía Scott Beigel (35), el director atlético Chris Hixon (49) y el entrenador Aaron Feis (37).
A su vez, también hirió a otros 17 alumnos, muchos de los cuales arrastran complicaciones físicas que cargarán de por vida, además del trauma colectivo que comparten todos aquellos que cursaron el cuarto período escolar de ese miércoles en la secundaria Marjory Stoneman Douglas.
La única razón por la que el escenario de esta tragedia todavía no fue demolido -un destino común para las escuelas norteamericanas en las que ocurre un tiroteo- es porque lo que hay en su interior es la prueba más contundente que tiene el estado de Florida para pedir la muerte de Nikolas Cruz, en el juicio en su contra que comenzó en julio de este año.
Una vez que las partes involucradas en el juicio a Cruz definan que la evidencia en la escuela ya no es relevante para el caso, el inmueble será reducido a escombros y su sombra dejará de proyectarse sobre el predio escolar.
Lo ocurrido en Stoneman Douglas es la mayor masacre escolar que llega a juicio en los Estados Unidos. Esta instancia no es común: la mayoría de los tiroteos escolares terminan con los atacantes muertos, ya sea por su propia mano o por el accionar policial.
En octubre de 2021, Cruz se declaró culpable de los diecisiete cargos por homicidio y los otros tantos por los heridos de su ataque. Desde entonces, solo le quedan dos opciones: la vida en la cárcel o la pena de muerte.
Sobre esta última, puede elegir entre una inyección letal o la silla eléctrica, según establece la ley de Florida. Para que el veredicto del jurado pueda expresarse, debe ser unánime. Si uno de los doce miembros de este equipo apoya la cadena perpetua, Cruz continuará en la cárcel del condado de Broward.
La encargada de impartir sentencia es la jueza Elizabeth Scherer, quien preside su primer caso de pena capital desde que asumió como magistrada en 2012. Sobre ella pesan muchos ojos: el proceso es seguido en vivo por decenas de miles de personas que observan a Cruz responder por sus actos a través de transmisiones en streaming de las principales cadenas estadounidenses.
Durante su alegato, la defensora pública Melissa Mcneil dijo que si el veredicto de Cruz “tuviera que definirse por este solo hecho, no habría dudas” de que le correspondería la muerte, pero agregó que “la historia de Nikolas Cruz no empieza el 14 de febrero de 2018, cuando pidió el Uber que lo dejó en la secundaria Marjory Stoneman Douglas”.
Los testimonios más impactantes en el juicio por la masacre de Parkland
La conductora que lo trasladó hasta la escuela: “Me dijo que iba a su clase de música”
Laura Zecchini, la mujer que lo condujo hasta la escuela donde cometería la masacre, observa la presentación oficial desde el estrado. El documento que el fiscal general Mike Satz proyecta en la sala del tribunal muestra el recorrido de un viaje del 14 de febrero de 2018. La captura de pantalla dice en su extremo superior “gracias por elegir Uber, Nikolas Cruz”.
La imagen muestra confirma que Zecchini lo recogió a las 2:06 p.m. en el 7200 de Loxahatchee Rd. El punto de partida era la residencia de los Snead, la familia de un amigo que había aceptado albergarlo tres meses atrás, luego de que su madre adoptiva Lynda muriera de neumonía. Era huérfano: el esposo de Lynda, Roger, había muerto de un infarto en 2005.
Cruz, de pelo rojizo, escuchaba el relato de los instantes previos a sus crímenes con la cabeza entre las manos. Tenía la misma postura encorvada con la que en 2021 pidió perdón a las familias de sus victimas y les dijo: “Hago esto por ustedes, los amo y sé que no me creen pero tengo que vivir con esto todos los días (…) espero que me den una oportunidad de dejarme ayudar a otros, creo que es su decisión y no la del jurado”.
En el tribunal, vestía un suéter azul y llevaba una mascarilla por la pandemia de Covid-19. Cuando se encontró con Zecchini, tenía puesta una gorra negra, un pantalón del mismo color y una camiseta bordó. Era su uniforme del programa junior de oficiales reservistas del ejército norteamericano (JROTC), actividad extracurricular en la que había aprendido a disparar en su tiempo como alumno de la escuela Stoneman Douglas.
El joven se acomodó en el asiento de atrás con un bulto oscuro. Zecchini no sospechó: “Me dijo que iba a su clase de música. Más tarde supe que lo que acomodaba era su mochila, pero en ese momento creí que era una funda de guitarra”.
La mochila guardaba un rifle semiautomático Smith & Wesson del estilo AR-15, más de diez cargadores llenos de balas y un chaleco táctico. Había pasado buena parte de 2018 entrenándose con el arma, una de las varias que poseía, todas compradas de manera legal por ser mayor de 18 años y no tener antecedentes penales.
Tomaron por la Avenida Universitaria, hablaron un poco más en esas 4,69 millas (7,55 km.) de recorrido: ”Después de decirme lo de la clase, me preguntó si era del área. Cuando le dije que no, bajó la mirada y se quedó en su teléfono”.
La fiscalía mostró esos últimos mensajes, envíos desesperados hacia una chica que Cruz llamaba Angie pero tenía agendada como “CuidadoAmordeTuVida”. Al mediodía, le había preguntado si quería que desapareciera para siempre. “Tengo novio”, contestó ella a las 2.06.
Zecchini conducía callada, la mujer se limitaba a seguir el recorrido proyectado en su pantalla.
“Que comas bien, duermas bien y te comportes bien, mi querida. Fuiste la única”, completó Cruz a las 2.10. Nueve minutos después, la conductora lo despidió en la entrada este del campus.
El alumno que se salvó: “Cuando lo vi, ya tenía el rifle en la mano”
Si el baño de la planta baja hubiera estado abierto, la suerte de Chris Mc Kenna habría sido otra. Al mismo tiempo que Cruz ingresaba al predio, este alumno de primer año conseguía su pase para ir a los sanitarios del segundo piso, los únicos habilitados del edificio. Las cámaras de seguridad muestran cómo en su viaje al fondo del pasillo saludó a Martin Duque y Luke Hoyer, quienes serían las primeras víctimas de la masacre.
Pero Mc Kenna fue la primera persona en toparse con Cruz. “Entré a las escaleras y había un hombre”, relató. Los dos jóvenes se cruzaron en el rellano, fuera de la vista de otros estudiantes. “Cuando lo vi, tenía un rifle en la mano”. Mc Kenna caminaba por inercia. Cruz alistaba el arma. Sin mirarlo, le dijo que se fuera. “Algo feo está por pasar”, agregó mientras el alumno ya corría espantado.
Afuera hacían 79 °F (26°C) y el sol estaba en su momento más intenso. Chris no miró atrás; hacía calor y de lejos se oían tiros. La carrera lo condujo al estacionamiento. Detrás estaban la cancha de fútbol americano y la pista de atletismo.
Le salió al cruce un hombre en un carrito de golf. Era Aaron Feis, asistente del coach de los Eagles de Stoneman Douglas. Escuchó el relato de Mc Kenna junto con los primeros disparos.
Subió al chico y condujo al edificio principal. Una vez que lo puso a salvo, decidió regresar. Además de asistente, era guardia de seguridad. Llegó a la entrada oeste antes que la policía, desarmado, y entró por la puerta oeste.
Cruz había matado ya a ocho estudiantes y al superior de Feis, el director atlético Cristopher Hixon. Al ver al hombre, no dudó: disparó dos veces al pecho. Pasó junto al cuerpo de Feis, que yacía del lado de afuera del edificio, y subió las escaleras que llevaban al segundo y el tercer piso.
“Le grité, pero no creo que me haya oído”
Lo que lo sacó de la clase de escritura creativa fue la alarma de incendios. Al oír este sonido, que se activó poco después de los primeros disparos de Cruz, Joaquín Oliver salió al pasillo del tercer piso como dictaba el protocolo para una evacuación ordenada.
Cruz recorría el segundo piso sin ver a nadie: los alumnos y profesores habían alcanzado a escuchar los disparos y llegaron a barricarse en los salones. Por esto, todas las víctimas de la masacre cayeron en el primer y tercer piso, donde la alarma contra incendios ocultó los sonidos de la planta baja.
Kyle Laman, que salió a formarse junto a Joaquín, relató como testigo de la fiscalía el momento en que se dio cuenta lo que pasaba: “Estábamos formados en el pasillo, pero quietos, lo que era raro. Alguien dijo que la escuela estaba incendiándose y yo dije que eso era imposible, tenía muchas dudas. Fue entonces que la puerta del fondo se abrió con un estruendo”.
El sobreviviente contó su historia ante la sala llena del tribunal. Cruz estaba a algunos metros. El defendido miraba hacia abajo y se tomaba la cabeza con las manos.
Laman describió que cuando se abrió la puerta, Cruz miró hacia la multitud y abrió fuego. Las filmaciones presentadas por la fiscalía muestran cómo la fuerza de los disparos sacudían el polvo del cielorraso, suspendido en el pasillo como humo.
Algunos pudieron volver a los salones, pero otros quedaron en shock; ya había cuerpos en el suelo. Laman recibió un tiro en el pie derecho y se refugió en el hueco del baño. “Joaquín Oliver también estaba ahí”, recordó.
Si las puertas del baño del tercer piso hubieran estado abiertas, la suerte de Joaquín Oliver habría sido otra.
“Miré por la esquina y vi al tirador disparando en un salón. Joaquín intentaba abrir la puerta del baño, pero yo sabía que estaban cerradas. Le dije que parara, que teníamos que buscar otra manera de salir; creo que no me escuchó, o no le importó”. Cruz lo alcanzó en ese esfuerzo desesperado; el fiscal contó cuatro disparos en su alegato.
Laman hoy estudia para ser paramédico; al momento de la masacre, corrió como pudo hacia la salida del fondo del pasillo, aprovechando que Cruz había parado para recargar tras abatir a su amigo. La pausa fue breve, apenas suficiente para que salvara su vida.
“Me apuntó cuando salí al pasillo y disparó; en cuanto escuché las detonaciones sentí los fragmentos que se desprendían de la pared; al menos cuatro o cinco tiros. Cuando vi que no me había dado, pensé ‘Dios mío’”. Entonces, el tiroteo terminó.
Fort Lauderdale, 1998
La línea de tiempo que traza la defensa para buscar atenuantes que eviten la muerte de Cruz se aleja hasta el año 1998, pero se mantiene muy cerca de Parkland, en la misma ciudad de Fort Lauderdale donde hoy transcurre el juicio.
La mujer que testifica en el estrado pasó trece de sus 35 años en prisión, detenida con cargos graves como intento de asesinato, fraude con tarjetas de crédito y resistencia al arresto con violencia. Contra la recomendación de su abogado, está sentada a escasos metros de su hermano, Nikolas, para testificar a su favor.
Danielle Woodard le lleva once años; tiene el pelo largo y rizado, del mismo color que el de Cruz. Comparten otras cosas, como que ninguno de los dos sabe quién es su padre biológico, pero a la vez son hijos de la misma mamá, Brenda Woodard.
Le dice así, por su nombre. La defensa de Cruz la citó para que el jurado pueda escuchar lo que Danielle pasó a los once años, durante lo que llamó el tiempo de su vida que vivió con Brenda, “mientras Nikolas se desarrollaba en su vientre contaminado”.
“Brenda estaba fuera de control, le rogué a mi abuela Dorothy que viniera”, recuerda. Su madre había estado presa por posesión de cocaína y prostitución; sus hábitos no habían cambiado por la mudanza o el embarazo. “Nunca me gustó mucho, nunca fue mi favorita”, completa Danielle con una sonrisa triste.
Las preguntas de la defensa de Cruz son directas, como las respuestas de Woodard, y se refieren al momento del embarazo.
-¿Su madre tenía un problema con las drogas?
-Brenda definitivamente tenía un problema con las drogas.
-¿Qué tipo de drogas?
- Crack y cocaína.
- ¿Tenía un problema con el alcohol?
-Uno importante: tomaba todo el tiempo, cada vez que la veía.
Nikolas Cruz mira a su hermana detrás de sus gruesos anteojos. Es la primera vez que la ve de manera consciente; este será su primer recuerdo de ella. Danielle tiene uno más, el día en que nació: “Lo sostuve en mis brazos, estaba lleno de vida y se movía. Pregunté: ‘¿Podemos quedárnoslo?’. Ignoraba que Brenda ya había acordado darlo en adopción a Roger y Lynda Cruz.
Los testigos calificados de la defensa expusieron sobre cómo un posible Síndrome de alcoholismo fetal causado por la vida que Brenda Woodard mantuvo durante el embarazo podría haber impactado en el desarrollo cognitivo de su hijo y su conducta.
Todo eso -todo lo que ocurriría después- tal vez comenzaba a gestarse en Fort Lauderdale, en 1998, el día en que Danielle supo que tendría un hermano: “Brenda pasó a buscarme en su auto y luego frenó a cargar combustible. Bajó y volvió con una bolsa de papel marrón, pasó frente a la puerta y llenó el tanque. Prendió un cigarrillo y tomó un trago de vino Cisco, su favorito. La había visto parada y pensé ‘está embarazada, tiene un vientre de bebé'. Cuando se sentó, le pregunté, ‘¿estás embarazada?’, y contestó, ‘Me violaron’. Tomó otro trago, subió el volumen de la radio y arrancó”.
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