Sebastián tiembla con el pulsador en la mano. Lo aprieta varias veces hasta que una luz en la parte superior titila tan rápido que parece quedar encendida. Después retrocede y se queda casi inmóvil al lado de Franco, que mira al árbitro esperando la señal. Enfrente de ellos, dos ingenieros japoneses digitan una combinación de botones en un joystick y se guardan las manos detrás de la espalda con tranquilidad. En el centro, dos pequeños robots esperan enfrentados sobre un ring circular de superficie negra y bordes blancos. A simple vista parecen un par de cajas negras con una cuchilla filosa en el frente. Pero entre las más de cien piezas diminutas, que se encastran en su interior, se esconde la fuerza y la velocidad con la que están a punto de dispararse. Menos de diez segundos es lo que va a tardar este tercer y último round. Apenas termine y uno de esos robots vuele por los aires, las muecas desencajadas alrededor de todos los presentes serán el primer el síntoma de un escenario imposible: dos pibes del conurbano bonaerense, trabajando de noche y usando solo los conocimientos que se llevaron de la escuela secundaria, acaban de ganarle a los campeones mundiales en el sumo de robots.
La historia de Sebastián Aguilera y Franco Scorza –de 29 y 24 años– se enciende con el chispazo producido por las palabras alentadoras de un profesor y viaja hasta el otro extremo del mundo, al corazón mismo de Tokio. En esa ciudad ya disputaron dos veces el All Japan Robot-Sumo Tournament, el torneo que reúne a los mejores constructores de robots-sumo del mundo. En el medio, tres años compartidos ensamblando piezas y probando algoritmos para darle vida a los robots con los que compitieron en Argentina, Paraguay, Colombia y en el mismísimo estadio de Ryogoku Kokugikan –con capacidad para trece mil espectadores–, donde se disputan las competencias mundiales de sumo, el deporte nacional de Japón.
El sumo de robots es un deporte nacido en las entrañas de la corporación japonesa Fujisoft, en 1989. Su dueño, Hiroshi Nozawa –que aún sigue presidiendo los torneos mundiales–, creó la competencia para alentar a sus empleados en el desarrollo de una serie de proyectos orientados a la robótica.
"Fue como llegar a un lugar inalcanzable. Un argentino no va a ir a Japón a disputarle a sus robots. Ellos están financiados por empresas y nosotros tuvimos que aprender mirando videos de YouTube y practicando en un tatami [ring] de madera. Acá no existía un robot-sumo de características internacionales", dice Sebastián, encargado del desarrollo electrónico y la programación, y pone sobre la mesa a Argentum, que con sus cuatro centímetros y medio de altura ostenta el grado de ser el robot-sumo más bajo del mundo. "Así pudimos pasar desapercibidos para los sensores de los oponentes, que siempre los ponen arriba". Después de haber hecho contacto por internet con esta vertiente robotizada de la cultura popular nipona, donde pequeños robots reemplazan a los rikishis –luchadores de sumo–, Sebastián y Franco construyeron una criatura autómata que el año pasado en Colombia, durante el III Torneo Internacional de Robótica Uditech, sacó dos veces del tatami a la más feroz de las máquinas japonesas.
Robots asesinos
El sumo de robots es un deporte nacido en las entrañas de la corporación japonesa Fujisoft, en 1989. Su dueño, Hiroshi Nozawa –que aún sigue presidiendo los torneos mundiales–, creó la competencia para alentar a sus empleados en el desarrollo de una serie de proyectos orientados a la robótica. Las reglas son simples: se depositan los robots sobre el tatami (que tiene un diámetro de un metro y medio) y luego de cinco segundos se activan para el combate. En esa instancia comienzan a funcionar de manera autómata, utilizando las estrategias que les fueron incorporadas para sacar a su oponente del ring. El que queda adentro, gana. La propuesta terminó por inmiscuirse en las universidades y se popularizó al punto de tener torneos todos los fines de semana en diferentes puntos del mundo.
"Nadie podía creer cuando les ganamos. Los japoneses se miraban sin entender lo que había pasado. Ellos habían viajado como invitados, eran las estrellas que se venían a llevar el torneo", dice Franco, que se ocupa de la mecánica. "Ya nos habían pedido de abrir los robots porque quedaron impresionados con el tamaño del nuestro. Y cuando les ganamos el primer round quedaron asustados. No podían detectar nuestro robot". La fisura en la matrix de este pequeño mundo de robots-sumo se produjo a través de la creatividad: ordenando las fichas en un tetris perfecto, Argentum se volvió invisible para el poder de choque japonés.
Las reglas de este deporte limitan a los robots a un tamaño máximo de 20 cm por lado y un peso de 3 kg. En ese espacio reducido, sacando tornillos minúsculos para entrar en el peso, Franco diseñó una carcasa en la que dos motores suizos, una base de aluminio imantada, decenas de ínfimos engranajes, cinco sensores infrarrojos, la cuchilla frontal y el microcontrolador –el cerebro del robot– se encastraron en una combinación demoledora que se mueve a más de 4 metros por segundo y empuja 120 kg. "Nosotros fuimos a jugar al límite. No nos interesaba la vida útil, sino que en un instante nos de la máxima potencia. En un punto se trata de jugar a destruir", dice Sebastián. "Los japoneses después nos enseñaron que teníamos que poner las ruedas más atrás para que no se sobrecaliente el motor. Le ganamos una pelea pero siguen siendo «los Messi» de la robótica. Y de esas personas siempre tenés que aprender".
Crecer en la necesidad
Cuando en 2015 recibió su primera invitación a Japón, después de haber salido campeón en Paraguay, Sebastián sabía que iba a necesitar más dinero del que podía conseguir. Fabricar un robot-sumo para esa competencia internacional costaba cerca de US$3.000. Para poder darle vida a Argentum –mientras trabajaba como administrativo y era bombero voluntario–, armó una rifa en su barrio, cerca del centro de Pilar. Por $50 cada número ofrecía de premio una Tablet y una cámara GoPro. Quedó muy lejos de la cifra que necesitaba, pero su movida llegó a las oficinas del Ministerio de Ciencia y Tecnología de la Nación y derivó en un subsidio con el dinero que necesitaba para terminar su robot y viajar a Japón. En diciembre de 2016 participó finalmente de su primer All Japan Robot-Sumo Tournament, desde donde se trajo derrotas y claridad.
"Entendí que necesitaba más estrategias para mi robot: que pueda esperar y luego atacar, buscar por los costados, moverse unos centímetros y luego ir con todo", explica Sebastián. A la vuelta trabajó en la programación y al año siguiente volvió con Franco y Argentum. "No nos pudieron ganar. Nos terminaron descalificando contra el equipo turco porque dijeron que habíamos rayado el tatami. Pedir esa descalificación es no tener códigos en este ambiente". Quedaron novenos en el torneo, en el que participaban 65 robots de 24 países distintos. Ese puesto también les significó el sexto lugar en la tabla de naciones y el primero de Latinoamérica.
En ese último torneo habían llevado también a Tango, un robot más robusto que querían testear. Apenas perdieron con él, le quitaron algunos sensores y se los colocaron a Argentum, que seguía en la competencia. "En una exhibición que hicimos, por ejemplo, se nos quemó un motor, y eso es mucha plata. Entonces a veces terminás haciendo malabares para competir" explica Franco. "Allá tienen la suerte de que las universidades y las empresas les bancan todas esas cuestiones. Nosotros tenemos que cuidar cada pieza". Para Sebastián, esa desventaja con la que corren, también se convirtió en el mejor motor. "Tuvimos que ingeniarnos con mucha menos plata y menos tiempo para hacer un robot que estuviera a la altura. Nosotros competíamos para ganar, pero también por las piezas que nos podíamos llevar en premios. Esa necesidad hizo que creciéramos mucho más rápido, fue lo nos incentivó a seguir buscando siempre".
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