Tango fusión, música de películas y ahora vinos. ¿Empresario innovador o artista con gran ojo para los negocios? Quiebres emocionales y dos días de metegol, música y asado en la finca mendocina del único bodeguero que ganó dos Oscar.
Por: Nicolás Cassese
Informe: Diego Ramos
Fotos: Fernando Dvoskin.
La vida de un hombre se construye con escenas, pequeñas cápsulas de acción donde años de búsquedas, de alegrías, de fracasos, de todo eso que nos ocurre mientras estamos ocupados haciendo otros planes, se concentran en apenas unos segundos. Y las escenas en esta biopic de Gustavo Santaolalla son dos.
La primera transcurre en Buenos Aires, circa 1971. Estamos en la zona de Retiro, y un joven de pelo largo y enrulado, un hippie, como se decía entonces, para un taxi, se acomoda con su guitarra en el asiento de atrás e indica el destino. Entonces, la magia ocurre: por la radio comienza a sonar una melodía luminosa, como de domingo de verano: "Un gorrión se escapa de tu voz/ en el río, la cara de los dos", dice la letra, y Gustavo sonríe repleto de alegría. El que suena es su tema, "Mañana campestre", y es la primera vez que lo escucha en la radio.
De ahí fundimos a la misma zona de Buenos Aires, pero casi cuarenta años después. La cámara hace un paneo por un restaurante elegante, El Mirasol de la Recova, y se detiene en Gustavo, que ya no es hippie ni lleva el pelo largo. Es este hombre que mira la carta de vinos con detenimiento, como buscando algo, hasta que la misma sonrisa le transforma el gesto de concentración. Ahí están: Don Juan Nahuel Reserva, Don Juan Nahuel y Celador. Sus Malbec ya no son ese secreto que comparte con amigos. Ahora llegaron, por fin, a la carta del restaurante que elige para comerse un buen bife cada vez que pasa por Buenos Aires.
El guionista de esta película es el propio Santaolalla, y nos la cuenta con un vaso de su Don Juan Nahuel en la mano y la guitarra
–con la que acaba de tocar una versión madurada de aquel tema que lo lanzó a la fama– descansando a su lado. Es el mediodía de un día del último invierno, y estamos protegidos de la nevisca que sopla afuera por el fuego de la chimenea de su finca en
en la zona viñetera de
Santaolalla: Cuando vi los vinos en la carta, fue la misma sensación que tuve cuando escuché la canción en el taxi.
Brando: Qué bueno poder mantener, cuarenta años después, esa pasión que tenías en la juventud.
Santaolalla: Claro, es que tengo todavía muchos sueños, muchas cosas que me dan ganas de hacer.
¿Qué será, entonces, aquello que une la vida de este hombre? ¿Qué tiene en común el hippie con el señor burgués, amante de los buenos vinos? ¿Quién es, en definitiva, Gustavo Santaolalla? ¿El ganador de dos premios Oscar como compositor de la música de las películas Babel y Secreto en la montaña ? ¿Uno de los pioneros del rock argentino, con su grupo Arco Iris? ¿El impulsor de De Ushuaia a La Quiaca, la road movie de música y antropología que lo llevó, junto con León Gieco, a recorrer la Argentina buscando su música? ¿El exiliado en Los Angeles, con su consecuente derrape económico y psicológico? ¿El productor de las bandas que reinventaron eso que se llama "rock latino"? ¿El que fusionó todas las músicas con el tango como integrante de Bajofondo, la banda que le puso ritmo a los festejos del Bicentenario ? ¿El kirchnerista con participación estelar en el programa de televisión militante 678 ? ¿El editor de libros de fotografía bajo el sello Retina? ¿El impulsor de ese rescate tanguero en versión disco, película y libro que fue Café de los Maestros ? ¿O el cerebro detrás de los vinos que tomamos para espantar este frío mendocino? Demasiado y muy disperso. Ninguna vida se puede explicar como la sumatoria de asuntos tan diversos. Tiene que haber otro modo.
"Tomar algo establecido y ponerlo en estado de riesgo, de incertidumbre, pero hacerlo con alegría y disciplina: ¿hay algo más perfecto que esto?"
La frase pertenece a
, el mejor escritor argentino de su generación, y se refiere al fútbol total de la Selección de Holanda del Mundial de 1974, la de
pero se aplica también a lo que hace Santaolalla.
Tomar lo establecido, ponerlo en estado de riesgo y hacerlo con alegría y disciplina.
¿Será esto, acaso, lo que define la vida de este Da Vinci moderno de 59 años, mirada azul e intensa, cuello ancho como de hooker de rugby –entrenado en sesiones diarias con su personal trainer– y vestuario que combina el clacisismo telúrico de Cardón con la modernidad urbana de los
?
Alegria, hay que decirlo, le sobra: Santaolalla para la pelota, la pisa para un lado, para el otro, y dispara un latigazo seco e inatajable. Es el 7 a 0 definitivo y contundente con que acaba de demolerme en el partido de metegol, y
el hombre que fue todo sobriedad cuando ganó los Oscar festeja ahora con la boca desencajada en un grito de gol, las rodillas dobladas y los brazos en el aire
. El quincho de la finca de donde salen sus vinos es como la sala de juegos del chico rico y querido. Allí, festejando con él mi derrota, están su mujer, la fotógrafa Alejandra Palacios; su hija adolescente, Luna, también con vocación de fotógrafa; su hijo muy preadolescente, Don Juan Nahuel, que arrastra los pies y juega a la
; su compañero de aventuras en los vinos, Raúl "Tilín" Orozco, integrante del delicioso dúo de folclore
y otras personas que son amigos, empleados, socios o todo eso junto. La parrilla encendida calienta el almuerzo tardero, que combina los restos de las últimas tres noches: pollo al disco, chivito y un costillar de ternera.
"Estoy recuperando el tiempo perdido", se reirá Gustavo un rato más tarde, mientras chupa los huesos del chivito que él mismo repartió. Entre los 18 y los 24, Santaolalla vivió en una comunidad monacal en la que no estaban permitidos ni la carne ni el alcohol ni el sexo ni las drogas. Así de estrictas eran las reglas de Arco Iris, y la idea era que toda esa energía contenida se volcase a la creación de música. Durante un tiempo, funcionó; pero un día, Gustavo se cansó y llamó a su madre para que lo rescatase. Ella fue quien organizó el operativo para secuestrarlo y ponerlo a salvo, lejos de esa comunidad que se había vuelto opresiva. Aquel fue el segundo quiebre en su vida.
El tercero lo tuvo muchos años después, y ya no estaba su mamá para rescatarlo. Fue en un hotel de Nueva York, a mediados de los 80, en donde se había quedado sin plata para pagar la cuenta luego de que un amigo que resultó no serlo lo dejara varado. "Estaba quebrado, reventado, estaba hecho mierda. Sufrí un colapso económico y nervioso. Toqué fondo y me cayó la ficha de que así no iba para ningún lado", recuerda. Ese fue el final de los años de descontrol de Santaolalla, que se había exiliado de la Argentina en 1978. Radicado en Los Angeles, se cortó el pelo y la barba y tuvo un relativo éxito con Wet Picnic, una banda con la que vivió la fantasía de la estrella de rock que abusa de las drogas, un Pomelo de Peter Capusotto en versión new wave.
"Ocho años de comer mierda todas las mañanas",
así describe los primeros años de su exilio, cuando el Oscar, o cualquier tipo de reconocimiento, era una fantasía imposible.
"Hubo un invierno en que vivimos con Aníbal Kerpel (su socio) en un departamento sin calefacción de Nueva York, y nos turnábamos para ir hasta Manhattan a ver si conseguíamos un trabajo porque no teníamos plata para pagar dos boletos de subte. Nuestra cena era una barra de chocolate y un pedazo de pan. Lo bueno es que hacía tanto frío que dejábamos la leche y la manteca afuera, en la ventana, y con eso solucionábamos nuestra falta de heladera",
se ríe.
Todo comenzó a encaminarse luego del colapso del hotel de Nueva York gracias a dos decisiones. La primera fue que Alejandra, su mujer, se instaló con él en los Estados Unidos. Alejandra era entonces una veinteañera criada en el campo que despuntaba como fotógrafa de la incipiente escena alternativa porteña, y terminó contratada por Gustavo para registrar aquel viaje a la Argentina profunda que fue De Ushuaia a la Quiaca, porque otros candidatos con mayor experiencia dijeron que no. Ella sí se subió gustosa a esa especie de fogón itinerante encabezado por Gieco y Santaolalla y arrancó compartiendo habitación con Leda Valladares, guía musical de parte de la aventura, pero pronto se mudó a la cama de Gustavo. "Cuando me dijo que él era el compositor de "Mañana campestre", yo no lo podía creer. ¡Era una canción que había estudiado en el colegio, y pensaba que existía desde siempre!", recuerda mientras sirve la ensalada en el quincho de la finca mendocina.
Los Santaolalla son un grupo compacto y están casi todos allí. Luna, la hija mayor, volvió hace un rato fascinada porque en la escuela de arte que visitó escuchó a un grupo de chicos discutir sobre una banda llamada Bajofondo que había grabado un tango con la voz de Gustavo Cerati. "Yo conozco a uno de sus integrantes", les dijo enigmática. Don Juan, el de la PlayStation, anda por la finca con una pistola de juguete emparchada que había sido de Gustavo y abandona su spanglish para sumarse al resto de la familia en la arenga iniciada por su padre contra Gotan Project, rivales de Bajofondo en el tango fusión: "Si querés dormir la siesta, andá a ver a Gotan Project, pero si querés bailar, vení a ver a Bajofondo. ¡Gotan Project botón!, ¡Gotan Project botón!", cantan los Santaolalla a modo de hinchada de cancha.
Además de la familia, lo otro que le permitió a Gustavo salir del pozo económico y creativo en que se había hundido fue su decisión de dispersarse, expandirse, abandonar el método obsesivo de trabajo que lo perseguía desde siempre para abrazar múltiples proyectos. "Tengo fama de obsesivo, pero una de las cosas que cambiaron mi vida fue que dejé de serlo. Antes, hacía una sola cosa, y eso nos hizo mucho mal a mí y a los proyectos en que trabajaba. Entonces, empecé a diversificarme, y eso me permitió ganar en movimiento y en frescura. Hoy en día, son cien cosas las que hago, y no puedo estar obsesionado con ninguna de ellas porque no tengo tiempo. Trabajo en un libro, en una película, en un disco, y cada uno de esos proyectos nutre al otro", explica.
La multiplicidad también comenzó a incluir proyectos ajenos, y Santaolalla se convirtió en el productor de América, el jefe de la contrainfiltración con que algunas de las mejores bandas de rock latino se reencontraron con los sonidos de su tierra, los mezclaron con el rock y conquistaron el continente, incluido los Estados Unidos. Santaolalla estuvo detrás de la consola de donde salieron muchos de los discos fundamentales de la música joven de América latina, incluidas producciones de Café Tacuba , Divididos , Julieta Venegas , Juanes y Bersuit Vergarabat. "Todos los artistas con que trabajo son personas a las que admiro y que tienen una búsqueda de su identidad a través de la música." Este concepto de investigación cultural está presente en Santaolalla desde siempre y se encuentra en la fusión de rock y folclore de Arco Iris, muy de vanguardia para la época, en el trabajo etnográfico sobre la música de la Argentina profunda que fue De Ushuaia a la Quiaca y en su versión urbana y citadina, Café de los Maestros. "Me gusta que en lo que hago esté representado quién soy y de dónde vengo", dice. Así fue como llegó a los vinos para producir Malbecs, la más argentina de las cepas.
O casi: el origen de su proyecto vitivinícola, hay que decirlo, fue un tanto más etílico e incluye a Gustavo, su mujer y Raúl Orozco, su socio en los vinos, comiéndose un asado bien regado en una madrugada mendocina. Los Santaolalla siempre habían tenido el sueño de un viñedo, pero más bien en plan descanso, como quien se compra una casa en
Aquella idea romántica se atravesó con la prepotencia trabajadora de Gustavo y terminó en esto donde estamos ahora: una finca de 25 hectáreas, 16 de ellas plantadas, en
Cuando la compraron, la propiedad no era más que unos viñedos invadidos por la maleza y una casa vieja con paredes de adobe.
Hoy, la casa mantiene su estructura original, pero incluye algunos ambientes más, una pileta, un jacuzzi, una canchita de fútbol y el quincho, donde ocurre todo lo importante.
Orozco y Santaolalla son socios en el emprendimiento, una especie de club social y deportivo que produce vino, pero también música, asados, partidos de metegol y noches largas.
El enólogo, el administrador y casi todo el mundo involucrado en la producción de los vinos tienen algún tipo de habilidad musical.
Y los que no, se las arreglan lo más bien como espectadores de lujo y convidados a la mesa donde se sirve la amplia variedad de animales que se asan en la parrilla.
Claro que a la mañana siguiente, después de la alegría y la resaca, viene la disciplina. Y en eso Santaolalla también es un fanático. José Luis Chavero, el enólogo, es un hombre manso, de gafas y guitarra, que recuerda con todos los detalles la tarde en que él recibió su propio Oscar. Fue en noviembre de 2009, alrededor de las 19.30, en una habitación del Alvear Palace Hotel, el refugio de Gustavo cuando para en Buenos Aires. Chavero había viajado esa mañana de Mendoza con los cortes para definir si por fin habían conseguido el Reserva, el vino de mayor calidad que les permitiría salir al mercado. Hacía cinco años que trabajaba en la finca de Santaolalla y aún no lo habían logrado. "A los anteriores les faltaba personalidad", concede Chavero. Cada "no" significaba otro año de trabajo paciente, educando la vid y trabajando con los cortes, combinándolos para encontrar esa mezcla que buscaban.
"Vamos a hacer una cosa –dijo Gustavo esa tarde en la reunión en que también estaban Chavero y Orozco–: cada uno elige un corte en secreto. Si coincidimos en la selección, nos lanzamos."
Así lo hicieron. Todos probaron, anotaron, volvieron a probar y, cuando caía la noche sobre Buenos Aires, revelaron su elección. Hubo coincidencia, festejo, y ahora sí: los tres Malbecs de Santaolalla comenzaron a comercializarse en un circuito chico de restaurantes y vinerías, acorde con lo limitado de su producción: un poco menos de 30 mil botellas por año, una cifra que planean duplicar para 2012. "Nunca quise hacer un celebrity wine", dice Gustavo para explicar el largo proceso antes de comercializarlos. Lejos de prestar su nombre y dejar que otros se ocupen, él está involucrado en todo el proceso. No es que sea un experto, pero sabe y se rodea de gente que sabe aun más. Con los vinos, utiliza el mismo método de intuición, trabajo y buenos equipos que viene aplicando en la música desde su adolescencia. Así como produjo exitazos musicales y ganó Oscars sin saber leer una partitura, ahora apunta a hacer un vino de máxima calidad sin ser un bodeguero full time. Eso no le impide vivir con intensidad y nervios su nueva aventura: el tiempo de la cosecha, cuando una helada puede echar a perder todo el trabajo del año, lo encuentra prendido al teléfono y atento a los pronósticos, se encuentre donde se encuentre. Además de los vinos, Santaolalla está obsesionado ahora con sus dos nuevos berrinches: la producción de grappa y de cerveza artesanal. Esta última promete estar en el mercado para el próximo verano y es el último hit del quincho de Gustavo. Ya tiene nombre –Grossa y Muy Grossa, en su versión premium– y hasta campaña de prensa. "La vida te da una oportunidad. Si sos grosso, la tomás", se ríe Santaolalla, el redactor del eslogan.
Discos, libros, peliculas, vino, cerveza, grappa: ¿cuál es la motivación detrás de este hombre? ¿Qué lo lleva a seguir produciendo? No es la plata, dice: "Nunca en mi vida hice nada por el dinero. Eso no quiere decir que no me interese. Me interesa en la medida en que me da la oportunidad de hacer cosas. Para mí, la plata es energía, es como el agua, tiene que circular". Para entender aquello que lo mueve, sirve remontarse a su primera infancia, al tiempo en que Gustavo Santaolalla tuvo su primer quiebre.
En ésta, la que sería la escena final, el Rosebud de la película, estamos en Ciudad Jardín, el barrio del conurbano bonaerense donde un Gustavo de apenas 11 años se siente desconcertado, incómodo dentro de otra organización de reglas casi tan estrictas como las que después tendría Arco Iris, la Iglesia Católica. "Yo era monaguillo y quería entrar en el seminario –recuerda–, pero entré en crisis y le planteé al cura cómo podía ser que Dios, que era todo bondad, permitiera que existiesen el Mal y el Infierno." La respuesta no lo convenció, y el cura llamó a su padre con la idea de exorcizar al niño hereje, pero don Santaolalla no le dio mayor importancia. "Si no sentís la fe, andate", le dijo. Ese fue el fin de la carrera eclesiástica de Gustavo, pero no de su concepción mística, que atraviesa toda su producción. "Lo que quiero es hacer cosas que afecten a la gente de manera positiva", dice mientras apura un sorbo de Grossa.
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