Luna Paiva. “En los momentos más adversos, más tranquila estoy”
Interesante la gente que podría dar para una veintena de títulos (o etiquetas), pero que sin gran esfuerzo ni paranoia se despoja de todos. Así es la escultora y fotógrafa Luna Paiva, que también trabajó como vidrierista, actriz, escenógrafa. Chica graduada en La Sorbonne con una Licence en Historia del Arte y Arqueología. Hija de Teresa Anchorena–mujer del arte, exsecretaria de Cultura porteña, restauradora– y Rolando Paiva, de quien heredó todo aquello que no hubiera hecho en el seno de una familia patricia tipo. "Mis padres tuvieron que exiliarse en los tiempos de la dictadura. Fue un gran fotógrafo y pintor, nacido en París pero de origen paraguayo por su padre y judío-polaco por su madre. Y justamente ahí vivimos varios años hasta que mamá decidió volver en 1983. Como toda hija de padres separados, las vacaciones y la vida misma empezaron a dividirse. En mi caso era Buenos Aires- París. Pasaba cuatro meses allá. Y con dos realidades absolutamente diferentes".
–¿A qué te referís?
–Pasaba el verano argentino en la casa taller de mi papá. Él vivía de su trabajo como artista, austeramente y en paz. Viajábamos con mi hermano y después yo sola porque él se quedó a vivir allá. Entonces, lo ayudábamos. En ese espacio se pintaba, se dormía y se comía. Limpiábamos juntos la casa, íbamos al mercado y cocinábamos muy rico. Sus íntimos amigos, María Elena y Gilberto, eran italianos y con ellos aprendió a hacer muchas salsas, entre ellas, una bolognesa increíble. Teníamos una calefacción con rueditas y recuerdo que poníamos las camas en "u" para dormir más calentitos en su taller.
–La vida simple con papá. No hacía falta mucho más...
–Eran temporadas intensas en París. Era pleno invierno, mi hermano iba al colegio y yo solo estaba con mi papá porque no conocía chicos de mi edad. Íbamos a los mercados de pulgas en busca de libros de impresión de huecograbado y fotos que él coleccionaba. Los fines de semana también íbamos a los museos bien temprano para que no haya mucha gente. Después teníamos que dibujar en una hoja formato A4 la obra que más nos había gustado, y nos hizo a mi hermano y a mí un libro a cada uno de 500 dibujos originales que habíamos hecho de 1983 a 1989.
–¿Qué heredaste de él?
–Supongo que no tener miedo a hacer las cosas diferente. Sus proyectos siguen siendo muy inspiradores para mí y para otros artistas como Lucrecia Martel, Julia Solomonoff, por ejemplo, que se inspiraron en el libro El Paraná, editado por el Fondo Nacional de las Artes para desarrollar sus películas y documentales. Mi papá había conseguido un barco de carga que lo llevó por todo el río Paraná de Buenos Aires a Asunción, y realizó un ensayo fotográfico antropológico, un relevamiento de la vida alrededor del río.
–De las suculentas –tus primeras esculturas botánicas, doradas, manejables en cuanto a tamaño– a esta nueva etapa de tótems y torres de sillas apiladas. ¿Cómo fue el proceso?
–Las plantas en macetas fueron los primeros pasos para aprender el trabajo de escultora. Los primeros años los dediqué a experimentar con los materiales: la cerámica, el yeso, el bronce. Es un proceso apasionante y cada estadio puede ser una escultura. A medida que iba entendiendo las posibilidades de cada elemento, me puse más ambiciosa con las ideas y se generó una dinámica increíble con Rodolfo Bucchass, el fundidor, que nos permitió empujar los límites. Hacer obra en bronce a gran escala es el camino natural de la escultura.
–¿Qué extraña o romántica mirada te provocan las sillas plásticas barriales, inspiración de tu última obra?
–Me interesó hacer en bronce un objeto que ya existe. Y la silla, esa silla, es de alguna forma un objeto despreciado por el diseño. Pero al mismo tiempo es símbolo del consumo masivo: se encuentra en cualquier patio, cualquier bar, cualquier playa o quiosco de cualquier país o continente. Encontré en ese elemento una historia para contar. Las sillas plásticas se convirtieron en eternas, y a través del bronce, se transformaron en objetos de deseo.
–En la semana del arte llevaste tus objetos totémicos del pasado y del presente (piedras apiladas y torre de sillas picnic) a la Plaza Seeber de Palermo. Exhibiste en Milán y Madrid. ¿Se van cumpliendo sueños?
–Fue una gran experiencia ver las esculturas al aire libre en mi ciudad. Ahora el tótem está en la Patagonia y las sillas, sí, se fueron a la Feria de Milán. ¿Sueños? Me gustaría empujar el concepto que empecé a desarrollar en Art Basel, en Faena Arts. Hice una instalación en la playa, en Miami, donde generé un espacio donde la gente podía interactuar, modificar la obra, correr las sillas e incluso acercarlas al mar. Era una casa sin los límites de las paredes. Todo de bronce: chimenea de ladrillos, una montaña, una cortina de tamaño real, una alfombra y una planta gigante, una escena surrealista con el mar de fondo. En los próximos proyectos, tengo ganas de integrar música, también.
–Nombraste a Faena y resulta imposible no preguntarte por Alan, tu actual amor.
–Bueno, ya se sabe y qué puedo decir… estamos muy felices.
–¿Te incomoda el ojo de la gente, la pregunta, el querer saber un poco más sobre tu vida?
–No, nada. Realmente no me importa, no registro la mirada de los demás. Quiero decir que no me afecta porque no me entero.
–¿Cómo llegaste a este estado? ¿Milagros de la terapia o naturaleza elevada?
–(Risas) No, la verdad es que estoy en estado bruto. Hace años que dejé terapia. Pero la verdad es que hago mi vida y siento que no tengo que contarle nada a nadie. Con Alan nos conocemos hace muchos años (yo tenía 15) y siempre nos quisimos muchísimo. Así que es el gran amigo que un día se transforma en novio. Por lo tanto es una relación muy natural.
–¿Se complica la logística en este noviazgo? Mucho viaje y vida social; vos tenés hijos chicos y él también.
–Lo vamos llevando con mucha tranquilidad.
–Justamente la pregunta que te hizo alguien hace un rato, en la fundición.
–¿Cuál?
–Luna, ¿cómo hacés para ser tan serena?
–Ah, bueno. Es una apariencia natural con toda la contradicción que eso implica. Pero me pasa que en los momentos más adversos, más tranquila estoy.
–¿Futuros proyectos?
–Ahora tengo en la cabeza una muestra que se hará en Los Ángeles. Conocí a una galerista muy buena que hará la curaduría de una instalación que tiene que ver con los objetos cotidianos transformados, digamos, enrarecidos. Mientras, la vida. Como verás (el celular es testigo) me llaman mis niños y entonces corro, voy y vengo. Pero tranquila, sí. Yo soy muy feliz con mis hijos.
–Fuiste mamá joven. ¿Qué es lo que más disfrutás con ellos?
–Iara tiene 12 y Romeo, 8. Con Iara ya estoy entrando a un terreno adolescente que no es fácil, por eso siempre le propongo hacer cosas diferentes. Me esfuerzo mucho para que la vida no sea el celular.
–¿Lo lográs?
–Sí. Nos gusta dibujar, cocinar, patinar. Los llevo a la fundición y me ayudan a hacer obras. Sin ir más lejos ellos me dieron una gran mano con el bajorrelieve que hice para la montaña de Art Basel. Lo que más me importa es poder moverlos de las actividades que se supone constituyen la nueva niñez electrónica.
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