Ocho fragmentos sobre Kobe Bryant
Kobe era uno de los escoltas más creativos que he visto en mi vida, capaz de llevar a cabo jugadas asombrosas, comparables en muchos aspectos a las de Michael Jordan, su ídolo. Aunque admiraba su profundo deseo de ganar, sabía que aún tenía mucho que aprender sobre el trabajo en equipo y la abnegación. Pese a ser un pasador genial, su primer impulso consistía en penetrar regateando y machacar por encima de quien se interpusiera en su camino. Al igual que gran parte de los jugadores más jóvenes, intentaba forzar la acción en vez de permitir que la jugada fluyese hacia él. Me planteé la posibilidad de asignarle la posición de base, pero dudé de que pudiera contener su ego el tiempo suficiente como para dominar el sistema del triángulo.
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En el supuesto de que los hijos estén destinados a realizar los sueños incumplidos de sus padres, Kobe fue un caso digno de libro de texto. Su padre, Joe «Jellybean» Bryant, había sido un ala-pívot de 2,06 metros de los legendarios Philadelphia 76ers de la década de 1970. En cierta ocasión, Bryant padre afirmó que practicaba la misma clase de juego que Magic Johnson, pero la NBA no estaba preparada para su estilo recreativo. Tras jugar en dos equipos más, terminó su carrera en Italia, donde Kobe se crio.
Benjamín de tres hermanos (y el único varón), Kobe fue el ojito derecho de la familia y nada de lo que hacía estaba mal. Logró más de lo previsto, era inteligente y talentoso y poseía dotes naturales para el baloncesto. Dedicó muchas horas a imitar las jugadas de Jordan y de otros, que estudiaba en las filmaciones que sus parientes le enviaban desde Estados Unidos. Tenía trece años cuando la familia regresó a Filadelfia y no tardó en convertirse en estrella del instituto Lower Merion High School. John Lucas, por entonces entrenador principal de los 76ers, invitó a Kobe a practicar con el equipo durante el verano y quedó sorprendido por la decisión y la calidad de las aptitudes del joven jugador. Poco después, Kobe decidió dejar la universidad e ingresar directamente en el baloncesto profesional, a pesar de que tenía las puntuaciones necesarias para elegir centro. Jerry West declaró que la prueba de Kobe previa al draft, cuando solo tenía diecisiete años, era la mejor que había visto en su vida. Jerry llegó a un acuerdo con los Hornets para elegir a Kobe en el decimotercer puesto del draft de 1996, el mismo año en el que se llevó a Shaq de Orlando, ya convertido en agente libre, con un acuerdo por siete años y 120 millones de dólares.
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Kobe tenía grandes sueños. Poco después de que yo empezara a entrenar a los Lakers, Jerry me llamó a su despacho para comunicarme que Bryant le había preguntado cómo era posible que hubiese promediado más de treinta puntos por partido cuando Elgin Baylor, su compañero de equipo, también anotaba treinta y pico tantos por partido. Kobe estaba empeñado en superar a Jordan. Su obsesión por Michael era muy llamativa. El joven no solo dominaba buena parte de las jugadas de Jordan, sino que había adoptado muchos gestos de M. J. Cuando aquella temporada jugamos en Chicago, organicé un encuentro entre las estrellas, pues pensé que Michael podría contribuir a modificar la actitud de Kobe y llevarlo hacia una generosa labor de equipo. En cuanto se estrecharon las manos, las primeras palabras que brotaron de los labios de Kobe fueron las siguientes: «Por si no lo sabes, puedo patearte el culo de igual a igual».
Yo admiraba la ambición de Kobe, aunque también consideraba que tenía que salir de su capullo protector si quería ganar diez anillos, que, según había dicho a sus compañeros de equipo, era la razón por la que lanzaba. Es evidente que el baloncesto no es un deporte individual y que para alcanzar la grandeza tienes que confiar en los buenos oficios de los demás. Kobe todavía no se había abierto a sus compañeros ni había intentado conocerlos. Cuando los partidos terminaban, en lugar de quedarse con ellos regresaba a su habitación de hotel y estudiaba grabaciones o charlaba por teléfono con sus amigos del instituto.
También era un principiante obstinado y testarudo. Estaba tan seguro de sus capacidades que era imposible señalarle un error y lograr que corrigiera su comportamiento. Necesitaba experimentar directamente el fracaso para poner fin a la resistencia. Con frecuencia se trataba de un proceso penoso, tanto para él como para el resto de los implicados, hasta que de repente tenía un destello de lucidez y encontraba la forma de cambiar.
Tras un rendimiento para nada estelar, cerré la puerta del vestuario a todos, salvo a los jugadores, y pregunté qué había pasado para que, súbitamente, dejaran de jugar juntos. Se trataba de una pregunta retórica y añadí que la abordaríamos al día siguiente, después del entrenamiento. Nos reunimos en la pequeña sala de videos. Había cuatro hileras de cinco sillas y en la primera tomaron asiento Shaq, Fox, Fish, Harp y Shaw. Kobe se instaló en la última fila y se tapó la cabeza con la capucha de la sudadera. Analicé las exigencias que el triángulo ofensivo planteaba a cada uno y concluí: «Por el bien del equipo, es imposible ser un jugador egoísta y lograr que este ataque funcione. Y punto». Pedí comentarios, pero reinó el silencio. Estaba a punto de levantar la sesión cuando Shaq tomó la palabra y fue directamente al grano: «Me parece que Kobe juega de una forma demasiado egoísta como para que ganemos». La situación estalló. Algunos jugadores asintieron para manifestar su apoyo a Shaq, incluido Rick Fox, que añadió: «¿Cuántas veces hemos hablado de este tema?». Ninguno de los presentes salió en defensa de Kobe, a quien pregunté si tenía algo que añadir. Finalmente se dirigió al grupo y con tono tranquilo y bajo aseguró que se preocupaba por todos y deseaba formar parte de un equipo ganador.
No quedé nada satisfecho con aquella reunión. Me preocupaba que esas quejas y su falta de resolución ejerciesen un efecto negativo en la armonía grupal. A lo largo de los días siguientes, perdimos cuatro de los posteriores cinco encuentros, incluida la «masacre» por 105-81 a manos de los Spurs en el Alamodome. Una noche de aquella semana soñé que zurraba a Kobe y abofeteaba a Shaq. Escribí en mi diario: «Shaq necesita y Kobe desea…, el misterio de los Lakers».
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Kobe se había esforzado durante el verano, aseguraba que había realizado más de dos mil lanzamientos diarios y había dado otro salto de gigante en rendimiento. Los seguidores quedaron encantados con sus nuevas y espectaculares jugadas y su popularidad se disparó, ya que estuvo a punto de superar a Shaquille O'Neal en las decisivas estadísticas de venta de camisetas personalizadas.
Tuvo un inicio [año 2000] realmente estimulante liderando la clasificación de anotadores, mientras en tiros de campo rondaba el 50 por ciento. A principios de diciembre superó en anotación a su rival, Vince Carter, por 40-31, en la victoria sobre los Raptors en Toronto y un locutor de la radio local aseguró: «El año pasado los Lakers eran conocidos como el equipo de Shaq, pero ha dejado de ser así». Kobe engordaba su currículo a costa del resto del equipo. A comienzos de temporada le había pedido que volviese a jugar como en la temporada anterior, pasando el ataque por Shaq y ciñéndose al sistema hasta los últimos minutos de partido. La respuesta de Kobe consistió en duplicar prácticamente la cantidad de lanzamientos por encuentro y en adoptar un estilo irregular de pases, mejor dicho, de no pases, que enfureció a sus compañeros de equipo, sobre todo a Shaq. Su egoísmo y su imprevisibilidad generaron en sus compañeros la sensación de que ya no confiaba en ellos, lo que desgastó un poco más la armonía del equipo.
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Rick Fox describe al Kobe de esa época como «voluntarioso y decidido, pero como un elefante en una cacharrería». En sus primeros años en los Lakers, Rick compitió frecuentemente con Kobe por obtener minutos de juego. «Kobe es un macho alfa —sostiene—. Observa el mundo con la mirada de quien piensa "Sé más que tú". Si te interponías en su camino, se empeñaba en empujarte y volverte a empujar hasta que te apartases. Si no retrocedías, te devoraba». Rick compara el afán competitivo de Kobe con el de M. J., con el que trabajó en los campamentos de baloncesto cuando era universitario. Rick comenta: «No conozco a nadie más que se comporte como ellos. Lo único que les importa es ganar, cueste lo que cueste. Exigen que quienes los rodean actúen de la misma manera, les da igual que puedan o no hacerlo. Dicen: "Busca dentro de ti la manera de mejorar, pues es lo que yo hago cada día de la semana y cada minuto del día". No toleran nada, absolutamente nada, que esté por debajo de ese nivel». Fox detectó una diferencia entre Michael y Kobe: «Michael necesitaba ganar en todo. Por ejemplo, no podía conducir de Chapel Hill a Wilmington sin convertir el trayecto en una carrera. Quisieras o no competir, Michael competía contigo. Me parece que, por encima de todo, Kobe compite consigo mismo. Se pone obstáculos y se plantea desafíos, por lo que necesita que otros lo acompañen. Practica un deporte individual con uniforme de equipo…, y lo domina. En cuanto abandona la pista, no le interesa competir contigo por la forma de vestir o de conducir. Está obsesionado por conquistar las metas que se puso a los 15 o 16 años».
Ese era exactamente el motivo por el que resultaba tan complicado entrenar a Kobe. Mentalmente lo tenía todo resuelto y se había planteado el objetivo de convertirse en el mejor jugador de baloncesto de todos los tiempos. Estaba seguro de lo que tenía que hacer para llegar a su meta. Por lo tanto, ¿para qué escuchar a los demás? Si seguía mis consejos y reducía sus canastas no alcanzaría sus propósitos. Me pregunté cómo conseguiría hacer entrar en razón a ese chico.
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Recomendé que [Shaq y Kobe] se conocieran mejor con la esperanza de que, de ese modo, fortalecieran sus vínculos. Kobe se resistió a la idea de acercarse demasiado a Shaq y lo espantaron los intentos del pívot de convertirlo en su «hermanito». Como el propio Kobe explicó, procedían de culturas distintas y tenían muy poco en común. Shaq era hijastro de un militar del sur pasado por Newark, Nueva Jersey, y Kobe era el vástago cosmopolita de un exjugador de la NBA de Filadelfia, pasado por Italia.
Sus personalidades también eran sorprendentemente distintas. Shaq era un muchacho generoso al que le gustaba divertirse y que se mostraba más interesado por hacerte reír con sus chistes que por conseguir el título de máximo anotador. No entendía que Kobe siempre quisiera volverlo todo tan difícil. «Es lo que enloquecía a Kobe con relación a Shaq —reconoce Fox—. Este necesitaba divertirse hasta en los momentos más serios. Si no se divertía, no quería participar». Por su parte, Kobe era frío, introvertido y capaz de mostrarse mordazmente sarcástico. Aunque tenía seis años menos que Shaq, parecía mayor y más maduro. Como dijo Del Harris, exentrenador de los Lakers: «Llegabas a preguntarte cómo había sido Kobe de niño. Esa era la cuestión, nunca fue un niño».
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Esa noche [tras un partido contra Sacramento Kings] Kobe regresó a Los Ángeles para estar con su esposa Vanessa, hospitalizada debido a unos dolores atroces. Permaneció a su lado hasta que la estabilizaron y voló de regreso a Sacramento para el cuarto partido, durante el cual consiguió 48 puntos y 16 rebotes, con lo que lideró al equipo hacia otra aplastante victoria. Su inmenso entusiasmo inspiró a los compañeros. Kobe dijo: «Estaba preparado para hacer lo que hiciese falta. Pensaba correr y esforzarme hasta el agotamiento. No tiene importancia». Cuando llegamos a San Antonio para las finales de la conferencia, habíamos ganado 15 encuentros seguidos y los expertos apuntaban a que podríamos convertirnos en el primer equipo que barriese todas las series en los play-offs. No sería fácil superar a San Antonio. Tenían dos de los mejores pívots, David Robinson y Tim Duncan, y el mejor balance de la liga en esa temporada, 58-24. La última vez que nos habíamos enfrentado éramos locales y nos habían derrotado. Claro que había ocurrido antes del regreso de Fish: historia antigua. Robinson y Duncan hicieron un buen trabajo con Shaq, que solamente marcó veintiocho puntos. Ningún Spur parecía saber qué tenía que hacer con Kobe, que anotó 45 puntos, la máxima anotación que alguien había conseguido contra los Spurs en la historia de los playoffs. Al final del encuentro, un exultante Shaq entrechocó puños con Kobe y exclamó: «¡Eres mi ídolo!».
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Era Mitch Kupchak. Llamaba para comunicarme que habían detenido a Kobe por presunta agresión sexual. Sin informarme ni comunicárselo a otro miembro del club, Kobe había programado su intervención de rodilla con un especialista de Vail. Por lo visto, la víspera de la operación había invitado a una mujer de 19 años a su hotel en la cercana Edwards para mantener lo que calificó de «sexo consensuado». Al día siguiente la mujer se presentó en la comisaría y denunció que había sido violada. (...) Resultó difícil deducir qué había pasado en realidad. Costaba creer que Kobe fuese capaz de semejante acto y las pruebas parecían, en el mejor de los casos, poco convincentes. Cuando fue formalmente acusado, realizó una rueda de prensa con Vanessa, su esposa, a su lado. Kobe negó haber violado a la demandante aunque, con los ojos llenos de lágrimas, reconoció el encuentro sexual adúltero con ella.
Compadecí a Kobe y, tras conocer la noticia, intenté sin éxito ponerme en contacto con él. La situación era excesiva para un joven que acababa de cumplir 24 años, sobre todo para alguien que a menudo se jactaba de que pensaba ser monógamo de por vida. En ese momento lo acusaron de un delito que podría llevarlo a la cárcel durante años. Kobe siempre había sido meticuloso con su imagen pública y de repente se convirtió en la comidilla de la prensa sensacionalista y de los cómicos de los programas nocturnos.
En lo que a mí se refiere, el incidente reabrió una vieja herida que nunca había cicatrizado del todo. Varios años antes, cuando estaba en la universidad, mi hija Brooke había sido víctima de una agresión durante una cita con un atleta del campus. Nunca me sentí del todo bien con mi reacción. Brooke esperaba que me enfureciera y la hiciese sentir protegida, pero contuve la cólera, tal como me habían condicionado a hacer desde la infancia. A decir verdad, no era mucho lo que podía hacer, ya que el caso quedó en manos de la policía y es probable que mi intervención hubiera sido más negativa que positiva. Por otro lado, ocultar la furia y mantener una apariencia de calma no reconfortó a Brooke, sino que le hizo sentirse más vulnerable.
El incidente de Kobe desencadenó toda mi ira contenida y afectó la percepción que tenía de él. Hablé de mi lucha emocional interior con Jeanie y me sorprendió su evaluación pragmática de la situación. Desde su perspectiva, se trataba de una batalla legal y Kobe era uno de nuestros empleados estrella. Era necesario que le brindásemos el mayor apoyo posible a fin de ayudarlo a librar esa batalla y ganarla. Para mí, el camino no estaba tan claro. Pese a que sabía que tenía la responsabilidad profesional de ayudar a Kobe a superar esa prueba, me costó desprenderme de la ira por lo que le había pasado a Brooke.
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Hasta entonces [temporada 2008-09], Kobe había liderado mayormente con el ejemplo. Había trabajado más que nadie, casi nunca se perdía un partido y esperaba que los compañeros jugasen a su nivel. No había sido la clase de cabecilla que se comunica eficazmente y logra que todos estén en sintonía. Cuando hablaba con sus compañeros, hacía comentarios como este: «Pásame el maldito balón. Me importa un bledo que me marquen dos defensores».
Ese enfoque solía surtir el efecto contrario. Luke lo describe en los siguientes términos: «Kobe está en pista y me grita que le pase el balón. Tengo a Phil en el banquillo diciendo que haga el pase correcto, sean cuales sean las consecuencias. Por lo tanto, en lugar de fijarme en lo que pasa en la cancha, intento prestar atención a lo que grita Kobe y al entrenador, que me dice que no le lance el balón. Eso dificultó mucho mi trabajo».
Kobe empezó a cambiar. Aceptó al equipo y a sus compañeros, comenzó a reunirse con ellos cuando estaban de gira y los invitó a cenar. Fue como si los demás jugadores hubieran dejado de ser sus escuderos para convertirse en sus colegas. Luke detectó el cambio. De repente, Kobe conectó con él de una forma mucho más positiva. Si estaba bajo de ánimo porque había fallado tres tiros seguidos, Kobe le decía: «Venga ya, tío, no te preocupes por esa chorrada. Yo fallo tres tiros consecutivos en cada puñetero partido. Sigue lanzando. El próximo intento entrará». Luke añade que cuando el líder te habla así en lugar de fulminarte con la mirada, realizar el siguiente lanzamiento te resulta mucho más sencillo.
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