El subsuelo de Paraná 328 está lleno de gente. Otra vez. Todavía falta un rato para que sean las 10 de alguna noche de 1991 y Oliverio ya está al borde de su capacidad; hoy toca de nuevo Lapouble & Asociados, la big band liderada por el baterista Pocho Lapouble e integrada, entre otros, por el trompetista Fats Fernández y el bajista Javier Malosetti. Es una fecha difícil para convocar en el mundo del jazz. Hace algunos minutos, pero en el Gran Rex –a unas ocho cuadras de ahí–, el prestigioso trompetista Wynton Marsalis acaba de salir al escenario por primera vez en Argentina.
Entre el público está Malosetti, que no puede creer que se tenga que perder el final del show; el Pocho lo está esperando para empezar a tocar. Lo que no sabe Malosetti es que él mismo será parte del final, junto a la orquesta de Pocho y sobre el mismo escenario que Marsalis. Pero no en el Rex, sino a la madrugada profunda y en Oliverio, aquel búnker posdictadura donde combustionaron actores, poetas y músicos que serían el emergente cultural de los siguientes 20 años.
A mediados de los 80, de la mano de Roberto Menéndez, irrumpió en la escena un pequeño espacio cultural que fue testigo de cruces históricos y usina de grandes proyectos musicales.

Roberto Menéndez camina ahora apurado por la calle Paraná. Es un mediodía de 1986; hace rato que dejó de cursar la carrera de Antropología. Tiene 32 años y con Cristina –madre de sus cuatro hijos– vienen pensando en un proyecto cultural propio que los saque de La Botica de la Luna, un local de cena show para despedidas de solteros y cumpleaños que los aburre hace años.
Pero lo que le preocupa a Roberto mientras camina es otra cosa. Tiene que llegar antes de que cierre el banco. El recorrido de memoria: Sarmiento, bordea el Centro Cultural San Martín, dobla a la izquierda en Paraná. Lo sorprende un cartel que cuelga sobre una puerta de rejas. Dice "local se traspasa". El número de la puerta es el 328. La propiedad en alquiler está dividida en dos; un depósito en el sótano, un pool en la planta alta. Ambos locales pertenecen al restaurante Chiquilín, que alquila los dos o ninguno.Roberto volverá a su casa del Barrio Perón con una idea y un nombre. Le gusta el subsuelo. El nombre ya lo tiene: Oliverio Mate Bar.
Era la segunda mitad de los 80. La onda expansiva de la nueva democracia empujaba las producciones de jóvenes artistas que avanzaban –subterráneos y veloces– entre los pilares del under porteño. Cemento, abierto en 1985, alimentaba la noche con shows delirantes e impredecibles. También desde un sótano, el Parakultural perturbaba San Telmo; Babilonia lo hacía en el Abasto. Por ahí andaba Luca Prodan. Los Redondos presentaban Oktubre en Paladium, a unas cuadras de Retiro. Un foquismo cultural incendiaba la ciudad.
En el subsuelo se podía hacer algo tan simple como extraño para el contexto de un bar: tomar mate.
Con un equipo mínimo de trabajo y después de varios meses de refacciones, a fines de 1986, ya estaba todo listo. Se había sumado el jefe de cocina de La Botica de la Luna, Natalio "Bochi" Ibáñez. Liberado de las obligaciones de la cocina –que el nuevo boliche no tenía–, el multifuncional Bochi se transformó en una suerte de socio operativo para Menéndez y entre ambos formaron un tándem esencial para el crecimiento de Oliverio.
Una pequeña escalera descendía al sótano, que podía albergar unas 180 personas al tope de su capacidad. Al fondo, el escenario; las mesas y las sillas fueron regalo de los dueños de Chiquilín. La barra ofrecía tragos básicos, una cafetera, una tostadora. Y mates, muchos mates. Arriba, el pool mutaría en un espacio de puro jazz gestionado como La Oreja, al mando de Jorge González, el Negro, contrabajista y figura indispensable del jazz vernáculo. Luego sería renombrado como Oliverio II y, a los pocos años, fue desactivado para concentrar todas las energías en el boliche principal.
"Al principio, fue puro voluntarismo entre Cristina, Bochi, una camarera y yo. Pero de a poco nos fuimos convirtiendo en una plataforma para que muchos se pudieran desarrollar. Una lucecita en la oscuridad, que no deslumbraba, pero que iluminaba un tiempo", dice Menéndez desde Mallorca, donde vive y continúa su trabajo como productor desde 2001.

En el subsuelo se podía hacer algo tan simple como extraño para el contexto de un bar: tomar mate. Podía ser mientras el poeta Fernando Noy recitaba algún poema y presentaba una nueva performance de Batato Barea; a veces acompañado por Alejandro Urdapilleta, Fogwill, Néstor Perlongher o Irene Gruss. A veces solo. Alguna tarde Gustavo Garzón interpretaba El mundo ha vivido equivocado, el cuento de Norberto Fontanarrosa. Alguna otra tocaba Horacio Fontova y sus sobrinos. Enrique Symns y Daniel Melingo solían compartir mesa.
Para Noy, "Oliverio fue un semillero de artistas muy fuerte, con mucha bohemia, y de resistencia porque afuera, en la calle, continuaba la represión; no era la locura de Cemento, pero era más ecléctico". El poeta, omnipresente en la noche de los 80, tiene el recuerdo de Menéndez como "un ser transparente y exquisito, un dandy alfa".
Los prejuicios y el poco conocimiento sobre la epidemia del sida contribuyeron a que la propuesta del mate se desvaneciera rápidamente. Menéndez cuenta que "al principio lo que sorprendió fue el hecho de que se pudiera tomar mate en un bar. Aunque después se cortó, el nombre de Oliverio ya circulaba; estaba cerca de la avenida Corrientes, donde pasaba la intelligentsia del momento, la movida cultural. Los debates en los bares, las manifestaciones, las librerías. Una bohemia atorranta".
Oliverio fue un semillero de artistas muy fuerte, con mucha bohemia, y de resistencia porque afuera, en la calle, continuaba la represión.
Los poemas de Girondo –escritos y acompañados por dibujos en una de las paredes– aparecían fantasmales en una atmósfera siempre espesa de humo. Dentro de esta dimensión, los encuentros imposibles podían suceder arriba o abajo del escenario. Un rato después de que Marsalis terminara su show en el subsuelo, un movimiento extraño llamó la atención en una noche normal. Menéndez estaba en la puerta cuando vio un caos de taxis y autos particulares estacionar en doble fila. La vereda se llenó repentinamente de chicas jóvenes que se apelmazaban sobre la caja para comprar los tickets. De uno de los autos bajó Luis Miguel, que acababa de tocar en el Luna Park y había seguido la pista de uno de sus músicos. Menéndez sonrió y le cobró la entrada sin dudar.
Los domingos estaban reservados a las bandas y músicos emergentes. Tocaron Los Piojos, Super Ratones, JAF. A mediados de 1989, un grupo formado entre Avellaneda y Barracas hacía su primera presentación en la ciudad. Salieron al escenario de una forma muy particular: vestidos con pijamas. Gustavo Cordera lo recuerda así. "Bersuit en Oliverio fue increíble; no nos conocía nadie y nos aceptaron igual". En 1995, la banda estaba virtualmente desarmada. Ese año, los Rolling Stones harían cinco canchas de River. A Cordera se le ocurrió una idea. Hacer cinco shows en Oliverio y, en homenaje a los ingleses, no tocar ni un tema de ellos. Menéndez aceptó.
"Roberto nos dio la oportunidad de comenzar y la oportunidad de reanimarnos cuando estábamos agonizando. Era un hombre frontal, muy generoso, participaba con las bandas para que la gente fuera. No se comportaba como los demás bolicheros, que se quedaban con la puerta". Para el excantante de la Bersuit, "fue la semilla de gran parte del rock nacional. Antes de ir a Cemento o a Arpegios, todos tenían que ir a Oliverio, nuestra caja incubadora".

Los domingos, pasadas las 23.30, las maratónicas zapadas de Luis Salinas tenían atracción de meca para los violeros del jazz y del blues, donde podía caer Pappo, primero acomodado en el público y después improvisando lo que quisiera hasta entrada la madrugada. Además del Carpo, el invitado a zapar podía ser un desconocido total o el legendario guitarrista estadounidense Joe Pass, como ocurrió una vez que estaba de paso por Argentina.
Entre las fijas del público de los domingos estaban Javier Malosetti y el Mono Fontana. Ambos tocaban con sus propios grupos y, además, formaron parte de la Halibour Fiberglass Sereneiders, que nació entre los murales de Girondo y estaba integrada por Alfredo Casero en voz y trompeta, Mex Urtizberea en voz, coros y piano, Lito Epumer en guitarra, Hernán Magliano en guitarra y Santiago Belloti en la batería.
Malosetti se acuerda de que "lo más lindo de todo era el runrún de la buena onda y la camaradería que había; era un emprendimiento familiar, había espíritu de familia. Nos quedábamos sentados en una mesa. Éramos los Campanelli".
Algo parecido sucedía con los recitales de la Mississippi Blues Band, que lo convertían en el lugar obligado para los bluseros y tuvo una de sus noches épicas cuando, en 1991, animaron a subir a la leyenda del blues Albert Collins, sentado entre las mesas como un fan más.

Un año después, una banda de chicas bluseras se reunió con el dueño del bar para ver si podían tocar en alguna fecha. Eran Mona Fraiman en voz, Cristina Dall al piano y voz, Déborah Dixon en voz, Viviana Scaliza en guitarra y voz. El nombre: Las Blacanblus. Una noche, sus amigos de La Mississippi las invitaron a tocar cinco temas antes del show.
"El público murió. A Roberto también le encantó. Empezamos a tocar los días centrales, viernes y sábado en el primer horario, antes que La Mississippi. Nosotras queríamos tocar ahí porque era el mejor lugar de blues", cuenta Scaliza, que, como Malosetti, tuvo su noche soñada en Oliverio.
En 1993, Albert Collins volvía a la Argentina. Esta vez iba a compartir el escenario del Gran Rex con Taj Mahal y Pappo. Esa noche, Las Blacanblus tocaban en Oliverio. Scaliza fue a verlos, pero hacia el final tuvo que salir corriendo para preparar su propio concierto. En medio del show, Scaliza vio entre el público a Taj Mahal y a sus músicos. "No lo podíamos creer. Se subió a tocar con nosotras y fue maravilloso".
Lo más lindo de todo era el runrún de la buena onda; había espíritu de familia. Nos quedábamos sentados en una mesa. Éramos los Campanelli.
Había lugar para los ciclos de la Ohtra Poesía, organizados por la plataforma abierta Paralengua de Roberto Cignoni, Fabio Doctorovich y Carlos Estévez; para eventos bizarros como las reuniones de club de fans de los Beatles y de Elvis Presley; o para charlas con escritores como Dalmiro Sáenz, y encuentros abiertos con Alejandro Dolina y José Sacristán. Y Alejandra Flechner, María José Gabin, Verónica Llinás y Laura Market, las Gambas al Ajillo, eran un grupo teatral que, con humor negro y filoso, destrozaba los lugares comunes de la comedia.
Ya sin el mate como protagonista, el bar pasó a ser Oliverio Jazz & Blues. Sin embargo, el telón también se levantaba para artistas de distintos géneros como Leo Maslíah, Jorge Fandermole, Juan Falú, Rodolfo Mederos, Dino Saluzzi, Peteco Carabajal y Verónica Condomí.

El exquisito guitarrista brasileño Baden Powell daba shows que desafiaban el límite de capacidad del lugar. Powell representaba una de las primeras avanzadas de la Música Popular Brasileña en el universo Oliverio, que tendría su punto máximo en 1999, con un concierto para la eternidad de João Gilberto y Caetano Veloso en el Gran Rex, producido por Roberto Menéndez.
"Oliverio fue mucho más que un lugar de jazz; el jazz que era la banda sonora, peroera un escenario libre, por donde pasaron infinidad de bandas de rock, músicos de tango y de folclore, humoristas, poetas, obras de teatro; un universo que giraba muy rápido y no paraba de crecer",recuerda Menéndez, que de la larguísima lista de artistas hace un freno en el pianista Horacio Larumbe.
"Horacio era un grande, un genio absoluto. Un personaje con toda la porteñidad. Tenía una capacidad extraordinaria desde la ceguera. Le jugaba a cualquier cosa, en todas las manos, a todo nivel. Hasta lo vi manejar un auto. Con él hacíamos las jam sessions, adonde venían todos los pibes que hoy son los referentes".
Era un escenario libre, por donde pasaron infinidad de bandas de rock, músicos de tango y de folclore, humoristas, poetas, obras de teatro; un universo que giraba muy rápido y no paraba de crecer.
En septiembre de 1995, la cartelera de Oliverio decía que el 8, 9 y 10 se presentaba "The King of Swing Guitar" Herb Ellis, la leyenda del jazz que había tocado, entre otros, con Louis Armstrong, Ella Fitzgerald y Stan Getz. El afiche decía que Horacio Larumbe completaba el dúo estelar. De pronto, todo se complicó. Con las tres fechas totalmente vendidas, Larumbe tuvo un preinfarto. Necesitaba un acompañamiento de urgencia. El pianista pidió que llamaran a Malosetti, de 33 años en ese momento. La primera de esas noches, como venía de un ensayo, llegó a tocar en jogging.
"Horacio tenía un bajo impresionante en la mano izquierda. Así que mi presencia le permitía aflojar un poco y tocar más tranquilo, tener más aire. Mi viejo (Walter) se emocionó mucho porque era un guitarrista de ese estilo. Había tocado con Larumbe y yo ahora tocaba con él y con uno de sus ídolos. Esa noche lo conoció a Ellis. Se saludaron y charlaron sobre mí. Fue muy emocionante, inolvidable", cuenta Malosetti, que tocó las tres noches pautadas en el programa.
En los primeros años de Oliverio comenzó a tocar, también con regularidad, una banda que sería mítica en el blues: Durazno de Gala, la formación del guitarrista Miguel Vilanova, más conocido como Botafogo. "Fue cuna de muchas cosas. Promovía todo tipo de artistas y se convirtió en un lugar sagrado como lo fueron La Perla o Jazz y Pop. El dueño era un tipo gracioso, pero a la vez muy poético, que nos dio a todos la oportunidad de tocar y de hacernos. Supo producir un lugar de arte en acción. Abrir un bar lo abre cualquiera, pero el espíritu que logró crear ahí dejó una impronta. No hay provincia del país donde yo haya estado que no me dijeran: «Te vi en Oliverio». Eso es un lugar mítico".

Ya con el bar en órbita a fines de los 80, Menéndez comenzó a tentarse con la adrenalina de producir conciertos masivos. Ya había hecho dos shows con localidades agotadas de Dino Saluzzi en el Teatro Astral. El éxito lo había envalentonado. El nombre del Rey del Blues le daba vueltas por la cabeza. Una charla con Vilanova terminó por acercar el sueño. Botafogo podía contactarlo con los productores de B. B. King. Cinco años después de abrir Oliverio Mate Bar, Menéndez produjo la segunda llegada del Rey a la Argentina. Llenó dos Luna Park, el 17 y el 18 de diciembre de 1991. Oliverio había abierto el juego internacional. De esta manera, fue habitual encontrarse con shows de figuras como Allan Holdsworth, Joe Zawinul Syndicate, Herb Ellis, Taj Mahal, Albert Collins, Albert King, John Scofield.
Para 1995, el sótano de Paraná comenzó a quedar chico para las figuras internacionales. Algunos todavía tocaban en Oliverio, pero la convocatoria de muchos obligaba a buscar teatros y salas con mayor capacidad y mejor sonido.
El dueño era un tipo gracioso, pero a la vez muy poético, que nos dio a todos la oportunidad de tocar y de hacernos. Supo producir un lugar de arte en acción.
El musicoterapeuta Gabriel Federico hacía tiempo que frecuentaba las noches de Oliverio. Había entablado cierta confianza con Menéndez hasta que, en medio de una conversación, le hizo una propuesta. Mudar el boliche al Hotel Bauen. Él podría arreglar una reunión con su abuelo, Marcelo Iurcovich, entonces dueño del hotel.
"Paraná ya era un desastre. Había que tomar medidas. Teníamos que poner mucha guita para arreglarlo, no había aire acondicionado. Era momento de dar el salto, de salir del barro hacia el asfalto", reflexiona Menéndez, que para esa altura ya hacía entre 10 y 15 conciertos internacionales al año. La propuesta era tentadora. Incluía el bar del hotel, en el subsuelo, una suerte de Oliverio, pero coqueto y con mejor sonido y climatización. Y, lo más importante para la productora Oliverio, las salas de teatro del hotel. "Eso nos permitía tener todo en un mismo lugar. Era ideal. Teníamos el alojamiento de los artistas, el bar para los shows pequeños y las salas de teatro para los más grandes. Podíamos hacer lo que quisiéramos".

La noche del 26 de octubre de 1995 se presentó públicamente Oliverio Always en el subsuelo del Bauen. El estreno estuvo a cargo de una leyenda del jazz, el guitarrista Jim Hall, acompañado por el contrabajista Scott Colley. Antes del comienzo, la idea era que Menéndez subiera al escenario para dar un discurso de apertura formal. El boliche estaba lleno de periodistas. Pero el productor se paralizó de los nervios. Mezclado entre el público estaba Horacio Fontova. El Negro, al ver la situación, subió al escenario, tomó el micrófono e improvisó una presentación que calmó la ansiedad de todos, pero principalmente la de su amigo. "Tenía temor por si la gente dejaba de venir. Pero no solo siguió yendo, sino que incluso vino gente que antes no lo hacía".
Los shows se multiplicaron en envergadura y en cantidad de espectadores. Produjo las visitas de Herbie Hancock y Wayne Shorter, Ron Carter, Ed Motta, Creedence, y más. Los músicos que frecuentaban Paraná también hicieron su mudanza y siguieron los pasos de Menéndez. Siempre bajo tierra, aunque ahora con mejor sonido y mayores comodidades. Asombaba el fin de siglo, Oliverio ya era una catedral del jazz & blues, pero todavía había espacio para debutantes. Una noche de 1999, cerca de 150 bluseros atoraban la capacidad del coqueto subsuelo cuando vieron que una adolescente subía al escenario. Daniela Herrero tenía 15 años y, rodeada de experimentados músicos, hizo su primera aparición pública.
El show era una prueba pedida por Sony para evaluar si le hacían su primer contrato. "Estaba muy ansiosa, lo esperaba muchísimo. Fue maravilloso tocar en un lugar histórico. Pasé de tocar en mi casa, en una sala de ensayo, a hacerlo públicamente. Armamos una banda de blues, soul, rock, pop. Tocamos muchas de Las Blacanblus, Sting, Joni Mitchell. Y un bolero de Gloria Estefan; todo un mix rarísimo". Después de escucharla, la discográfica le acercó los papeles para firmar.
Pero el país se iba a pique y Oliverio Always no podía ser ajeno al hundimiento. En 2001, poco antes de que estallara la crisis, Roberto Menéndez bajó la persiana para continuar su carrera en España. En breve, el Bauen pasaría a manos de sus trabajadores. Nadie sabe en qué momento se tapó la pared del sótano de Paraná 328, donde uno de los poemas de Oliverio Girondo terminaba así: "Gracias a lo que nace, a lo que muere, a las uñas, las alas, las hormigas, los reflejos, el viento, la rompiente, el olvido, los granos, la locura. Muchas gracias gusano, gracias huevo, gracias fango, sonido, gracias piedra. Muchas gracias por todo, muchas gracias".
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