“Esa bala era para mí”. La poderosa carta-alegato que un preso le envió a la madre de Blas Correas, el chico al que mató la policía
Rodolfo Matías Castro, alias “el Negro Azul”, la escribió en la cárcel de Bouwer cuando escuchó por la radio la noticia del asesinato del adolescente de 17 años en un caso de gatillo fácil en Córdoba, en agosto de 2020; Soledad Laciar la republicó en sus redes sociales días atrás, en pleno juicio
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CÓRDOBA. “¿Por qué no me pegaste a mí? Esas balas de tu cargador son para los delincuentes. No para un pibe y sus amigos que festejaban la vida, esa vida que en solo segundos vos te creíste con derecho a cortar. ¿Por qué no me mataste a mí, que en algún punto lo merezco? No hay respuestas. Lógicamente. Pero yo no puedo dejar de pensarlo: Esa bala era para mí”.
“Es una lucha que recién comienza. Y mejor que estén preparados para sufrir la embestida de una madre que hará temblar los cimientos del edificio de la policía, y también los de la política, como un terremoto en su mayor escala […] No pida gestos de humanidad, señora. No los va a encontrar entre quienes no tienen nada de humanos. Solo me queda acercarle mi más sentido pésame”.
Esas palabras son parte de la carta que el preso Rodolfo Matías Castro, alias “el Negro Azul” –detenido varias veces por robo y juzgado (y absuelto) también como partícipe del intento de fuga de la Penitenciaría en un motín en febrero de 2005– le envió a Soledad Laciar, la madre de Blas Correas, asesinado por la policía el 6 de agosto de 2020. Por este caso se desarroll, desde septiembre, un juicio que tiene en el banquillo a 13 oficiales y suboficiales imputados, entre ellos, el autor material del homicidio: el cabo Lucas Gómez.
En diálogo con LA NACION, Soledad Laciar contó que la recibió el 23 de agosto de aquel año, a los pocos días del crimen. Hace pocos días, en pleno juicio por el caso, habló con Castro. Recibió un mensaje de él y conversaron por teléfono; antes había mantenido algunos contactos con la hija.
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La carta la recibió a través de un periodista y Laciar asegura que cuando la leyó por primera vez, le pareció “muy gráfico” el concepto de no buscar una razón lógica a lo ocurrido, “simplemente porque no la hay”. “Era lo que me preguntaba y me pregunto ahora: ¿por qué'”, agregó.
En el diálogo que mantuvieron, Castro le contó que el día que se enteraron del asesinato por balas policiales de Blas Correas en la cárcel “se miraron con unos compañeros y dijeron ‘¡qué hijos de puta!’”. Laciar subió nuevamente a sus redes la carta ahora, y se viralizó.
En el texto, Castro cuenta que el jueves 6 de agosto de 2020, a las 7.15 de la mañana, en el pabellón MX2 máxima seguridad de Bouwer pintaba un “día normal”. Ya se había despertado y la “jauría de penitenciarios” había llegado a hacer “el recuento de presos de cada día”, en el que “no les puede faltar ni uno” porque “equivaldría a una pérdida de 37.000 pesos por mes que recibe el sistema político para mantener las cárceles”.
Repasó que las radios tenían “el volumen más alto. Claramente, algo ha pasado”. Castro cubrió los 30 pasos que lo separaban del salón donde está el televisor. “Unas 15 celdas. Todas iguales. Todas distintas”.
“Me detengo al oír la voz en una de esas radios. La garganta impostada del locutor destilaba indignación –sigue–. ‘En un confuso episodio, la policía habría matado a un adolescente de 17 años en un control de tránsito’ son las medidas palabras del hombre que anuncia esa tragedia. Hago silencio y detengo la marcha. Escucho hacia afuera, escucho hacia adentro. Imposible no hacerlo”.
Sigue describiendo cómo se acomodó en el salón y leyó “Gatillo fácil en Córdoba. Policías asesinan a un adolescente de 17 años en un control policial” en la pantalla del televisor. “Otra vez silencio. Observo alrededor y solo veo la mirada de mis compañeros ante una noticia local en la TV porteña. No es común. Común para nosotros, los que transitamos este submundo, es que la policía mate”.
Continúa: “Miro hacia atrás y solo veo rostros duros, curtidos. Rostros pálidos, casi de aspecto mortuorio. Blancos por el encierro, pero de templanza erguida. Duros de quebrar. Rostros en los que no se percibe contemplación; a la piedad la dejaron de lado cuando el Estado los sepultó en este galpón. Pero sí se percibe la soledad de sus pensamientos. La falta de expectativas. Saben que han perdido contra un sistema cruel, morboso en sus actos”.
“Derrotados por una Justicia instruida por la misma policía, que acaba con la vida de un pibe y con ello petrifica de modo perpetuo el dolor en una madre, en toda una familia, que hasta el momento de la detonación de esa bala siniestra destrozara la vida de Valentino”, dice.
Castro –quien habitualmente escribe como una forma de pasar sus horas, días y años en la cárcel– cuenta que estaba “perplejo”, que “no lograba mantener algo parecido a un equilibrio mental”. Así lo definió: “Es imposible no imaginarse ese momento crítico. Es imposible no sentirse atravesado por imágenes y momentos de mi vida”.
Sostuvo que repasó acciones de su historia como asaltante, “milisegundos en los que el susurro de una bala a centímetros de mi cabeza era simplemente parte inherente del camino, el mal camino, que uno eligió. O era solo el efecto colateral de un robo consumado que pudo haber terminado muy mal”.
“Busco una vez más comodidad en el banco de hierro abulonado al piso. Naturalmente, no la encuentro. Pero lo que incomoda ahora es esa noticia. Esa muerte incorrecta [la de Blas Correas]. Entonces, busco entre los muchachos algún rostro que me devuelva ese pensamiento. Busco como quien busca a un familiar en un cine, solo que esta vez no es una sala alfombrada, sino que es el tétrico salón de una cárcel, con un televisor primitivo, transmitiendo esa noticia indigerible”.
“Busco y encuentro miradas ante esa noticia. Busco que alguien diga algo, que condene, que sulfure bronca, que insulte a los de siempre. Busco desprecio ante lo que acabamos de ver. Busco todo eso convencido, porque el preso lleva ese peso del odio social. Odiar a la sociedad. Culparla de nuestras culpas. Pero esta vez no lo encuentro”, rubricó en su carta.
En 2020, Castro tenía 54 años, casi 30 de los cuales los pasó en prisión. “Una vida perdida por una escalada de condenas. Juro que en todo ese tiempo jamás presencié tanto silencio. Un silencio de dolor. En estos hombres que justamente parecieran carecer de dolor, en estos hombres vacíos como un envase, secos de lágrimas, derramados en soledad, no había más que silencio. Silencio ante el dolor ajeno”, confesó en el texto.
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Un compañero “de desgracia” le dijo “¡Qué hijos de puta! Cuando se topan con nosotros en un control, se rascan la nuca como el Chavo. ¿O no, Negro?”.
Señaló que, en ese momento, pensó en “esos pibes, ingenuamente reunidos esa noche. Solo para verse”. siguió: “Y me imagino a mí mismo como un pasajero más del Fiat Argo. Como si los estuviera viendo en esa huida. Veo el miedo en sus caras. Veo la adrenalina correr en esos minutos fatales. Y entonces escucho los destellos de los vidrios trizados por las balas. Y siento la inconfundible melodía oscura del trayecto del metal, hasta incrustarse en el cuerpo de Blas”.
“Imagino los gritos, percibo el miedo. Inhalo la confusión, el caos de esos pibes en la carrera de huir sin saber que lo hacían de un cazador disfrazado de policía. Blas no se había percatado de que ese sicario vestido de azul le acababa de amputar su existencia en esta vida. Miro hacia atrás y lo veo al maldito cobarde, tan claro como el agua de un arroyo serrano. Tan claro que se ubica en la posición de un arquero zen para el disparo. ―Cobarde-, murmuré. ―¡Cuántas veces te habrás cruzado en mi camino y no tenías esa postura. ¡Más bien te arrastrabas como una rata cuando te respondíamos los balazos! ¿Por qué? ¿Por qué no te guardaste esa bala para mí, para gente de nuestra calaña? ¡Con nosotros te tendrías que haber tiroteado, basura! No con ese pibe indefenso”, agrega en el escrito.
El texto añadió: “Lo siento, pero no puedo parar de interpelar a ese tipo tan cobarde. Nunca te atreviste a controlar nuestras caras curtidas en los autos de alta gama. Vos sabías muy bien, y lo sabían tus duplas, que esas caras, o que yo mismo, portamos pistolas que ustedes temen: las Glock 40 o las mismas Thunder 9 mm que nos venden tus perros mayores. Esos mismos perros que te enseñaron a frenar y a urdir en el acto un plan pasa salir limpio. Plantar un revólver oxidado. Y echarles la culpa a los pibes por esa muerte”.
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