Palabras de un hombre enamorado
Cuando la conoció, ella vivía en otro país y tenía proyectos. Desde que la vio supo que era la mujer de su vida y se empeñó en traerla de regreso.
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Mariano estaba seguro de que siempre había hecho todo mal en el amor. Mucho “toco y me voy” y pocas relaciones serias, aunque siempre había estado acompañado. Hacía tiempo que había terminado una relación complicada y su conclusión era que todas sus ex parejas lo habían buscado y lo habían encontrado pero que él, en realidad, había hecho poco y nada para ganarse esos amores. Que, con tanto estudio y tanto trabajo, no había tenido tiempo para dedicarse a cultivar las relaciones. Con esa idea como obsesión, se prometió a sí mismo que cuando apareciera nuevamente una mujer que le partiera la cabeza, iba a ser para compartir con ella el resto de su vida. No sabía cuándo iba a ocurrir, no tenía idea, pero estaba dispuesto a esperar. No imaginaba entonces que todo podía ser ahí nomás, en Córdoba, en la pizzería de su amigo Baltasar, una noche cualquiera. Y entonces, sucedió.

Valeria entró a Piatto (así se llamaba la pizzería) con tres amigas y se sentaron a la mesa. Aunque pasaron los años, Mariano sigue diciendo que, en cuanto la vio, pensó que era la mujer más hermosa que había visto en su vida. Al rato nomás, ya se las había rebuscado para sentarse a su mesa y pasar largo rato comiendo pizzas con las chicas. Se hizo amigo de todas, tenía ojos sólo para una. Al día siguiente las fue a buscar y fueron a pasear a las sierras. Ahí supo que Valeria estaba en pareja y que estaba viviendo con su novio en Venezuela. Había regresado a Córdoba solamente por quince días, para certificar su título de odontóloga. En la cabeza de Mariano solo cabía ese número, quince: tenía apenas quince días para ganar su corazón.
Pese a que dejó abandonados sus dos trabajos, sus estudios y su vida entera para conquistarla, ella se volvió a Venezuela. “Y yo me quedé aquí con el corazón con agujeritos, como diría Cris Morena”, escribe Mariano y hasta parece que se le ve la sonrisa pícara. Cuando ella se fue, él la acompañó al aeropuerto: estaban sus padres y sus amigos. Fue algo curioso, dice Mariano, porque al mismo tiempo que sentía que se le partía el corazón, tenía la certeza de que ella iba a volver. De que tarde o temprano ella iba a volver y que entonces él solo tenía que esperarla.
Desde que ella se fue, la llamó todos los días (él había fundado una compañía de telecomunicaciones, por lo que podía llamarla gratis). La llamaba, le escribía mails, le decía que la quería y que la extrañaba. Pensó, incluso, en ir a buscarla. Trataba de llegar a ella por todos los medios y hasta llegó a conquistar a una tía de Valeria que vive en Venezuela. Necesitaba que todos aquellos en los que ella confiaba le dijeran que él estaba enamorado y la esperaba. Ella escuchaba y leía sus correos, hasta que un día le pidió que por favor no le hablara ni le escribiera más. Le explicó que estaba muy confundida y que tenía que tomar decisiones, que necesitaba su silencio. El cumplió, pero siguió diciéndole a sus amigas y a todo aquel que pudiera escucharlo que Valeria era la mujer de su vida.
A los tres meses de la partida de Valeria y de la gran frustración amorosa, una de las amigas lo invitó a cenar una noche. “Me siento, me sirve el pollo, alguien detrás mío me tapa los ojos con sus manos y cuando los descubrí...allí estaba, bella como siempre, luminosa como nunca”, cuenta. Decidieron irse a vivir juntos casi de un día para el otro; a ella se le terminaba el contrato de su departamento y él vivía en una especie de casa de Gran Hermano, con cuatro amigos. “No había mucho que pensar, somos de tomar decisiones vía corazonada, sobre todo yo, y ella me sigue como el fernet a la coca”, escribe Mariano, auténtico cordobés.
La convivencia no arrancó fácil
Él es muy desordenado, ella maniática del orden. Él nunca había tenido mascota, ella se enloquece con los perros; él es más de picar algo y salir y a ella le gusta la ceremonia del almuerzo y la cena. Él es abstemio, ella toma por los dos. Él se acuesta temprano pero ella se queda “chacareando”. A él le gusta la ciudad, a ella el campo. El suele trabajar catorce horas por día y ella no puede prescindir de la siesta. Él es capaz de no salir de vacaciones por años y privilegiar el trabajo, en cambio ella es capaz de veranear “a pesar que te invada ISIS”, bromea él, quien dice que si bien esas diferencias, con sus matices, aún hoy se mantienen, aprendieron a respetarse, a tolerarse y a nutrirse de ellas.
Valeria creció en un pueblito que se llama Tilisarao, en la provincia de San Luis, hija de un veterinario y una pediatra. Mariano es hijo de médicos. El sueño de ella era trabajar para Médicos Sin Fronteras, pero finalmente se quedó en Argentina. Es odontóloga infantil con una maestría en Atención primaria de la salud y trabaja en un dispensario en una localidad cercana atendiendo chiquitos de bajos recursos. Siempre le gustó todo lo que estuviera vinculado a lo social, las artesanías, la pintura, las manualidades: “Media hippie me salió mi mujer”, resume Mariano, licenciado en Marketing y con una maestría en Administración y, fundamentalmente, siempre buscando cosas nuevas.
Nunca se casaron
Ni profesan ningún credo, ninguno de los dos fue bautizado y tampoco lo fueron sus chicos. Mariano, por provenir de una familia llena de contrastes (judíos, protestantes, católicos, musulmanes) y Valeria porque a pesar de tener ambos padres católicos coincidieron, como los padres de él, en que lo mejor era darles libertad para elegir el camino espiritual que quisieran.
Viven en una casa grande y espaciosa frente al río, la eligió ella. Es un oasis en el medio de la ciudad. A 40 metros se termina el mundo, sin vecinos ni ruidos. Disfrutan mucho de estar juntos, compartir un mate, una rica ensalada o una playa soñada, lo importante es estar juntos y en familia. Ella es ingobernable, dice él, y es esa ingobernabilidad la que la hace “poderosa, pasional y furtiva”. Hace catorce años que están juntos –él tiene 38, ella 39- tienen dos hijos Emilia Lola (4) y Santiago (7), tres perros y, “si Dios quiere, una larga caminata a la par”.
Mientras tanto, mientras esa caminata transcurre, esto escribe un hombre enamorado:
“Mi mujer tiene ojos color verde oscuro pero no hablan tanto sus ojos como su mirada entre pícara e ingenua. Ella es la más hermosa porque yo la soñé así. Con ella podríamos conquistar el mundo, si quisiera. Es espalda con espalda. Es todo corazón y a la vez muy inteligente. Terca. Obstinada. Igual de dulce que un pomelo, pero te acaricia con sus comidas, con un mate o con un ‘...dejá, vos descansá, yo me encargo...’.
Y aparte tiene un lomo que parte la tierra.
Y un cabello ondulado fatal.
Y ojos chinescos cuando sonríe.
Y un brillo en su piel trigueña que enceguece.
Y una boca que es un poema escrito por Neruda.
Toy al horno, ¿no?”
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