PUERTO ALMANZA, Tierra del Fuego.– En este inhóspito y gélido rincón de la Isla Grande de Tierra del Fuego, dos meses al año, el sol se oculta detrás de las montañas y deja de entibiar la nieve, que bloquea los caminos. Pero cada 6 de agosto, entre dos quebradas, y por espacio de 15 minutos, finalmente vuelve a aparecer. "Ese día rogamos que no esté nublado", confiesa Raúl de Antueno, que vive junto a su novia en una cabaña, a orillas de un arroyo de aguas cristalinas.
Puerto Almanza es el último pueblo de América del Sur. Más allá, solo hay más frío, rocas, soledad y la inminencia del mundo antártico. La telefonía, al igual que internet, llegan en forma inalámbrica a través de Puerto Williams, el pueblo chileno que está enfrente, cruzando el Canal del Beagle, en la isla Navarino. "Vivimos en modo avión: toda llamada que hagamos se nos factura como si estuviéramos en el extranjero", cuenta.
Apenas 120 habitantes viven en cabañas y ranchos precarios en este pueblo fundado en 1987, aunque ya en 1966 la Prefectura montó aquí un destacamento para vigilar de cerca la actividad marítima chilena, por ser una zona que siempre tuvo una fuerte disputa territorial. Todavía hoy se pueden ver algunos cañones, ya oxidados, que apuntan a la vecina Puerto Williams.
Puerto Almanza es un ancladero donde fondean barcos pesqueros que buscan los tesoros que viven bajo el agua: los mejillones, y la reina de la gastronomía fueguina, la centolla. Protegidos por la pequeña Bahía Brown, un puñado de barcos amarillos contrastan con el bosque y la nieve. La mayoría de los habitantes son pescadores artesanales que pasan gran parte del año navegando en las heladas aguas de este confín austral, donde cualquier hombre no lograría sobrevivir más de un par de minutos si tiene la mala suerte de naufragar.
"Hace poco se dio vuelta un barco en un temporal y no llegamos a rescatar al hombre", cuenta Humberto Parejas, que hace dos décadas eligió este lugar para vivir, y se dedica a capturar mariscos, centollas, y a veces se anima a adentrarse al Beagle en busca de algún salmón. Elpuerto es sereno y regala una postal idílica. Algunos comedores, como La Sirena y el Capitán, La Mesita de Almanza, y algo más alejado Puerto Pirata ofrecen al visitante la posibilidad de probar platos hechos con centolla recién pescada.
Vivir del mar
A Puerto Almanza se accede por un camino de tierra (la ruta J, desprendimiento de la RN 3) que penetra por la costa la Península Mitre. Desde Ushuaia son 75 kilómetros. El hielo y la nieve están presentes en todo el recorrido, y es obligatorio en esta época del año transitar con clavos en las cubiertas. Pasando Rancho Hambre, un histórico destacamento de Vialidad Nacional, algunas casillas se llegan a ver a través del espeso bosque, donde los castores provocan el corte de cauces de agua. Los turbales se proyectan por amplios valles que terminan en la base de elevadas montañas de un blanco impoluto que representan el fin (o el principio) de la Cordillera de los Andes. El Cerro Castor es una de ellas, donde cientos de autos estacionan en su base para tomar la aerosilla y disfrutar del esquí.
Con la crisis del 2001, algunos habitantes de Ushuaia se afincaron en Puerto Almanza con la esperanza de que los mariscos y las centollas pudieran cambiar sus economía. Pero los proyectos se frenaron por la prohibición de sacar estos frutos de mar frescos de la isla. Toda la producción que se hace es para consumo local: en Almanza, la dieta diaria llega del mar. El almacén de ramos generales "La Fueguina" (el último del mundo) ofrece los elementos básicos para la supervivencia, y un tentempié tentador: empanadas de centolla con cerveza alemana, consecuencia de la exención impositiva que existe en Ushuaia. Fuera de este comercio, las esperanzas de hallar algo se resumen a un viaje hasta Ushuaia, solo cuando el hielo y la nieve lo permiten. Con la llegada de la primavera, el camino se vuelve más transitable.
Raúl y su novia Julieta Digiovani apostaron por la soledad. Viven juntos en una cabaña que está en Punta Paraná, en el extremo occidental del pueblo. "La Providencia" es el nombre de la casa y del emprendimiento que llevan a cabo. "Ofrecemos vivir la experiencia de estar a orillas del Canal de Beagle, del bosque, y disfrutar de la gastronomía de Almanza, es decir, comer centollas", asegura Raúl, carpintero y trotamundos.
Julieta, nacida en Buenos Aires, visitó el lugar en verano, se conocieron y hoy viven juntos allí. "En la ciudad, la mayor dificultad es la inseguridad; acá, la nieve. Este invierno estuvimos un mes encerrados en la casa sin poder salir", cuenta él. Con el camino a Ushuaia cortado, la mejor manera de llegar era por agua, navegando. Desde el 6 de junio hasta el 6 de agosto, el sol desaparece, oculto en las montañas. "Te juega en contra, porque lo podés percibir, pero no lo sentís", dice ella, que se adaptó al crudo invierno. El mal humor y la introspección son las emociones comunes que hay que combatir.
"Tenemos que estar muy atentos porque el agua se congela, y nos quedamos sin poder beber ni bañarnos", cuenta. Usan el agua del arroyo que pasa a unos metros de la casa, y se alimentan de lo que el mar les provee. "Ahora estamos haciendo boñuelos de algas", dice Raúl. "Acá es así, hay que salir a pescar para comer".
La atracción del pueblo
La centolla (lithodes santolla), una langosta con tres pares de patas y una de pinzas, es sin dudas la atracción de la comarca, pero también fue la causa de una fuerte disputa, de las tantas que tuvo el país con Chile. En 1967, la goleta argentina "Cruz del Sur" estaba pescando centollas en la isla Gable (dentro del territorio argentino) y un barco patrullero chileno, el "Fuentealba", le ordenó retirarse del lugar. En el conflicto por el Canal del Beagle (tuvo una fuerte escalada en 1978), esta isla es la única que quedó para la Argentina. Hoy la habitan cuatro prefectos que permanecen allí 30 días. A unos kilómetros se ven las islas Picton, Lennox y Nueva, que están deshabitadas y minadas.
La pesca de centolla se hace con trampa, unos conos de tejido metálico que se hunden en el mar con un sebo (puede ser carne roja o de pescado en mal estado), la centolla entra y no puede salir. "Una o dos veces a la semana tenés que ver cómo está la trampa, solo si el tiempo lo permite, si hay mar grueso, no salgo", explica Humberto. Las aguas del Beagle se respetan con litúrgica seriedad. Un ejemplar de centolla adulto puede pesar hasta tres kilos. Solo se le comen las patas, que se hierven unos minutos. "El secreto está en usar agua de mar para la cocción en olla", confiesa el experto pescador.
Puerto Almanza, cuya calle principal –de tierra– bordea la Bahía Brown, no tiene servicio de telefonía ni Internet nacional, Chile les provee de ellos, a precio dólar. El primero sale siete dólares por día, y el segundo, 100 por mes. "Nosotros compartimos Internet", cuenta Raúl. No hay sala sanitaria. Cada 15 días viene un médico que recorre las casas. Hay una escuela primaria, solitaria, que da clases a los pocos niños que viven aquí.
En el futuro, Julieta y Raúl piensan en formar una familia, aquí en el confín del mundo. "Esperamos el verano, donde explota la vida", se esperanza Julieta, cuando por la bahía el agua dejará su tono crepuscular para mostrar la claridad. Entonces aparecerán las orcas, los lobos marinos, la ballena franca austral, la sardina y la merluza. "Todos los días vamos a poder ver el sol", se ilusiona, mientras mira la nieve, deseando que finalmente se derrita.
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