Alta fidelidad. Santa Fe esquina Say No More: una tarde en Garcíalandia
“Dígale al General Lavalle que, donde mueren sus hombres, muere el coronel Díaz”, había dicho el militar (1801-1857) nacido en Mendoza ante la orden de retirada impartida en la batalla de Quebracho Herrado en Córdoba. El punto más álgido de la guerra civil entre unitarios y federales acaso aplacada en 1880 pero nunca del todo suturada en el humus de la identidad argentina, ese working progress. Pedro José Díaz había combatido antes para el Ejército de los Andes bajo las órdenes de San Martín en la campaña de Chile esquivando la bayoneta realista en Chacabuco y Cancha Rayada. Los nombres de la historia militar devinieron parte de la cartografía de esta ciudad, se sabe, y su propia historia se licúa con los años para ser resignificada. Así, nada que pueda haber leído sobre la batalla de Chacabuco puede hacer que para mí ese nombre no signifique un parque gigante entre las avenidas Del Trabajo (luego Eva Perón) y Asamblea. Una promesa de bosque bonsái hacia el final de las calles que nacen en Rivadavia, que también deja de ser un presidente del siglo XIX para nombrarse a sí misma, una ruta tautológica (“Caminamos una calle sin hablar, Avenida Rivadavia”, la voz ronca de Javier Martínez). Lo mismo pasa con la avenida Coronel Díaz (que se supone que se refiere a Pedro José pero no está especificado en ninguna parte ya que hay trece Díaz que fueron coroneles en el siglo XIX) que hasta 1894 se conocía como Camino Coronel.
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Del mismo modo que Chacabuco no es una batalla sino el parque de mi infancia, Coronel Díaz en su esquina con Santa Fe, Palermo alto, no es este militar (si fuera él) que pasó del Ejército Libertador al Unitario sino Garcíalandia: el bunker de Charly García en un edificio neoclásico. Uno pasa por ahí y sabe que está o estuvo el antes desgarbado compositor cuya voz y piano se han disuelto en la atmósfera de esta ciudad para siempre. Ahora es una tarde de 1996 y con el fotógrafo Eduardo Grossman (un maestro del fotoperiodismo) estamos tocando el quinto piso en el portero eléctrico. Llevaba meses gestionando sin éxito una entrevista con García tras la fallida, errática (en términos del espectáculo: yo las había disfrutado como boutades dadá) presentación del álbum Say No More en el teatro Opera. Hasta que un día sonó en teléfono y Francisco Cerdán, su agente de prensa entonces, dijo el abracadabra: “Charly está listo. Dice que vengan para acá”. Guardo la imagen de Grossman colgándose su aparataje fotográfico como si fuéramos a la guerra y así fue (pero no tanto como en Quebracho Herrado). Al punto que tras un pandemoniun que incluía a una autopercibida novia que golpeaba la puerta a los gritos, asistentes hiperkinéticos que entraban y salían de su habitación y una entrevista de veinte minutos precedida por un examen sobre la historia de Los Beatles que aprobé con cuatro de cinco preguntas (Charly convertido en efímero profesor mío acaso por ese destino común en el Instituto Social Militar Dámaso Centeno de Caballito) García dijo una frase imborrable: “ESTOY EN GUERRA CONTRA LA NADA”. Así, en ese declaración quijotesca, abstracta, vanguardista los destinos de aquel Coronel y este rocker se cruzaron por un extraño y evanescente instante. García iba a la guerra con Say No More, había que ser un poco sordo para no oírlo y para no entenderlo como, al fin, su gesto conceptual más grande tras una carrera en la que siempre había tenido que ser una especie de radiógrafo del humor social. Acá no. Y por eso, el mismo de “Confesiones de Invierno” o “Buscando Un Símbolo de Paz” ahora decía “Ya sé que soy inbancable” o “La vanguardia es así”. Cuando el arte ataca no es como la canción de Spinetta-Páez sino esto: un artista que era capaz de darle vuelta la cara a su propio público y poner en tensión décadas de amorío con la crítica.
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El opening más resonante de la temporada no fue en ningún museo sino en una terraza. La del edificio de Coronel Díaz y Santa Fe donde una tarde de 1996 Charly, repantigado en su cama entre botellas de whisky vacías o a medio terminar y ceniceros desbordados, le declaró su guerra a la nada. Allí, vía IG y Twitter, el artista @tianfirpo presentó esta semana un mural que reproduce el teclado Oberheim con el que Charly grabó “Yendo de la cama al living” en 1982. La obra, a su vez, reclama un cambio en la toponimia de Palermo alto (García hablaba de un “Palermo Bagdad” en los 90): que la avenida que va de Libertador a Soler se llame Charly García en lugar de Coronel Díaz. Pero acaso esto provocaría el efecto antes mencionado: con el tiempo, la avenida Charly García volvería la atención sobre cualquier otra cosa menos su música y su carisma. Podría pasarle lo que a un tal Coronell, propietario de los terrenos originales donde se trazó la avenida a quien le quitaron la última letra del apellido para crear el Camino Coronel. Ya no un apellido sino un concepto: un anticipo de la obra “Una y tres sillas” con la que Joseph Kosuth encendió la mecha del arte conceptual en 1965 escenificando la triple esencia de la palabra silla: el objeto, su definición en el diccionario y una fotografía. Que el viejo Camino Coronell entonces se llame Avenida Say No More entonces, para unir el origen militar de la palabra vanguardia y su apropiación por el arte en el siglo XX.
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