Las fotosíntesis de un holandés errante
A veces busco en un libro una frase que creo recordar a la perfección, pero termino por descubrir que no existe. Hace un par de semanas me puse a hojear El secreto del pasado, de Rudy Kousbroek, en busca de una cita sobre la sombra que hubiera resultado ideal para otra columna. Había unas cuantas frases que pegaban en el poste, pero ninguna era la que quería. Supongo que la explicación es simple: en la lectura concentrada de un libro, suspendido el juicio, se produce un efecto de condensación. No había una. Eran muchas las frases sobre la sombra y la oscuridad que se hacían eco a lo largo del volumen. Con el tiempo, la memoria, práctica, se limitó a resolverlas todas en una solución imaginaria.
El aparente fracaso de la pesquisa es un buen pretexto, en todo caso, para hablar de esa antología del escritor holandés, el único libro de cabecera que tengo de un autor del que no leí nada más. El secreto del pasado (Adriana Hidalgo) se tradujo al castellano hace unos diez años, para los días en que Amsterdam fue la ciudad invitada en la Feria del Libro. Cuando le comenté mi entusiasmo por Kousbroek, uno de los miembros de la delegación naranja me dio una definición curiosa por lo lacónica: Kousbroek no era tanto escritor como periodista.
"El arte autobiográfico del holandés tiene como punto de fuga a ‘Funes el memorioso’"
Lo segundo no anula lo primero (y viceversa), pero algo es empíricamente cierto: las piezas seleccionadas en El secreto del pasado aparecieron en diversos diarios. Lo singular es la estructura de cada capítulo. Kousbroek (1929-2010) elige una foto de otro tiempo –conozca o no de qué se trata– y se lanza a reflexionar sobre lo que ve, a asociar recuerdos o reconstruir cómo podían sentir los que vivieron el presente de aquel pasado. A esos textos los llamaba “fotosíntesis”, como si la luz atrapada en la copia incitara el proceso químico para realimentar la sensibilidad de su memoria. Como dice el compilador Maarten Asscher, Kousbroek “logra relacionar, de forma extraordinaria, el tiempo de una vida de una persona con el paso del tiempo en cuanto dato histórico”.
El arte autobiográfico del holandés tiene como punto de fuga a “Funes el memorioso”, que retenía todo, pero muy particularmente todo lo que entraba por el ojo. “Podría decirse que la facultad de recordar de Funes es, en realidad, una metáfora de la fotografía”, anota .
El libro va pasando así de la misteriosa imagen de un grupo de pasajeros mirando desde el interior de un zeppelin a la de una inmensa estación de trenes que fue demolida, de un viejo dormitorio que le recuerda al autor el Hospital Dieu de París a un gato que tuvo o a una estampa del “automóvil más hermoso de todos los tiempos” (el Alfa Romeo Super Sprint 1750, de los años veinte). Kousbroek, holandés errante, se traslada por los recuerdos como un flâneur de alta precisión. La técnica fotográfica tiene como defecto que no abarca toda la realidad, dice, pero sí muestra que “esto ha existido”. La imagen final retrata al padre, un hombre con aspecto de explorador, en Sumatra, mucho antes del nacimiento del propio Kousbroek: “Es mi Virgilio, mi acceso a esa parte del mundo: el país donde nací y me crié, que no existe más”.
Ese es el secreto del escritor: su patria es el pasado porque lleva encima la nostalgia del exiliado sin ancla. La falta de su lugar en el mundo, el natal (hoy Indonesia, pero que había sido colonia neerlandesa), se suma a sus años en París (ciudad que figura en muchas de las fotos). El escritor pasó la mitad de su vida fuera de los Países Bajos, donde –al parecer– se convirtió a su retorno en un vehemente polemista contra la religión, el nacionalismo y demás etcéteras.
Kousbroek escribió otros libros y muchas más “fotosíntesis”, pero, dado que no voy a aprender holandés, y que no encuentro que se lo haya traducido al francés o el inglés, quedará reducido a la felicidad de este libro único, como el autor austero que tal vez no fue.
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