Marcelo Gioffré: “Un intelectual con todas las letras debe volver al riesgo de pensar y opinar con libertad”
Albacea de la obra de su amigo, el escritor Juan José Sebreli, en esta entrevista habla sobre sobre el libro póstumo “Revoluciones” y los materiales inéditos
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Sin sospecharlo, el exintendente porteño Carlos Grosso, el filósofo español Fernando Savater y Blanca Isabel Álvarez de Toledo dieron origen al libro póstumo de Juan José Sebreli, Revoluciones. Temblores de una historia inconclusa (Sudamericana, $ 32.999), según cuenta en el prólogo el albacea de la obra sebreliana, el escritor y abogado Marcelo Gioffré.
Cuando Álvarez de Toledo lo invitó a dar un curso sobre las revoluciones políticas y sociales del siglo XX en la Academia del Sur, en 1996 y 1997, Sebreli ya estaba en la cumbre de su trayectoria: era el autor de El asedio a la modernidad y El vacilar de las cosas, y una voz reconocida por el público y la dirigencia política.

“Después de que participó con Savater en una conferencia en la Academia del Sur a principio de los años 90, Álvarez de Toledo, que era la dueña, le propuso hacer un curso completo sobre el siglo XX y coincidieron en tomar ese tema -dice Gioffré a LA NACION-. En este libro sistematiza y complejiza el tema de las revoluciones con total profundidad”.

En Revoluciones, Sebreli derriba algunos mitos historiográficos, entre otros, el de que las revoluciones las hacen los obreros industriales, cuando, por el contrario, suelen hacerlas los aristócratas o mandamases del viejo régimen, o el mito de que los pueblos son ajenos al horror de los jacobinismos (muchas veces suelen ser cómplices y verdugos).

“También cuestiona que la Revolución rusa fuera comunista o marxista, postulando que fue la tercera revolución burguesa, después de la inglesa y la francesa, y recuerda que los rusos, al principio de la Segunda Guerra Mundial, apoyaron a Hitler”, señala Gioffré. Pese a los reparos de Sebreli, alérgico al arte conceptual, es un coleccionista de arte contemporáneo con obras de Oscar Bony, Luis Felipe Noé, Rómulo Macciò, Liliana Maresca, Carlos Gorriarena, Liliana Porter y Tomás Saraceno, por mencionar solo a algunos artistas argentinos. “Decía que la colección era muy vanguardista”, dice con una sonrisa.

-¿Cómo arrancó la venta del libro?
-Bien, en las primeras semanas estuvo entre los cincuenta más vendidos. Sebreli tiene un público de lectores absolutos. Es decir, sale un libro de Sebreli y confía. Algunos libros suyos, muy sofisticados, como podría ser Cuadernos o Entre Buenos Aires y Madrid. Diálogos [con Blas Matamoro], se vendieron a un nivel razonable. Pero, en general, los libros que abordan los temas más clásicos de Sebreli, como este, interesan a más gente. Para mí está en el top 3 de sus libros, con Buenos Aires, vida cotidiana y alienación y El asedio a la modernidad. A través del ensamble de sociología y filosofía, encara una epopeya parecida, pero con la historia. Frente al academicismo, produce una torsión y lo que hace es discutir cada hecho a la luz de sus ideas.
-Cuando se refiere a la modernización en España, hace un inesperado elogio del Opus Dei.
-Franco se dio cuenta de que los falangistas lo llevaban a un desastre económico y el Opus Dei, a pesar de llevarlo a un desastre social, con cinturones de castidad y censura, a pesar de eso, lo lleva a pavimentar la economía para que después en democracia pudiera aparecer un Felipe González y la España actual. La España de los años 60 era un horror, con mucho retraso. Uno iba a Francia y se encontraba con que las mucamas y los mozos eran todos españoles. Los empresarios del Opus Dei, pese a que eran muy conservadores en lo social, impulsaron la modernización.
-¿Participaste de esas clases?
-No. Aunque era lector de su obra, conocí a Sebreli en el siglo XXI, cuando él quería hacer un programa de televisión para difundir sus ideas. Le preguntó a Víctor Hugo Morales con quién podía hacerlo; Víctor Hugo le preguntó a su productor comercial, y ese productor comercial me recomendó a mí. Y entonces nos juntamos en el Café de las Artes a charlar y al poco tiempo hicimos Aguafiestas, que duró tres años. Lo hacíamos en locaciones especiales e invitábamos a un especialista: si el tema era el tango, lo invitábamos a Horacio Salas; si era la ciencia, a Mario Bunge; si el tema era la izquierda, invitábamos a Horacio Tarcus. A partir de ahí surgió una amistad.
-¿Y cómo llevaste este año de duelo por su muerte?
-Por supuesto que lo extraño. Jean-Paul Sartre, antes de morir, entregaba manuscritos, iba dando cosas que escribía y que no publicaba a una cantidad de amigos. Después de su muerte, en 1980, empezaron a publicarse materiales que estaban en manos de los amigos. En el caso de Sebreli no está esa fuerza centrífuga; él no fue entregando cosas antes de morir; las dejó en los cajones. Simultáneamente al hecho de extrañarlo, empiezan a aflorar del fondo de los cajones escritos que uno no se esperaba realmente, porque si bien me había dicho que los iba a encontrar, no esperaba semejante volumen de obra inédita.

-¿De qué modo enfrentó la muerte?
-Era muy partidario de la eutanasia, e incluso en algún momento barajó la idea de la eutanasia, que es algo completamente distinto del suicidio, que es algo violento. Pensar solamente en lo que pasó con Carlos Correas, que se tuvo que suicidar dos veces, te hiela la sangre: primero se cortó las venas, se estaba desangrando y, como no se terminaba de morir, se tuvo que tirar por el balcón a un patio interior del edificio. La eutanasia es algo hasta casi podríamos decir dulce. Él pensaba en la idea de ir a un lugar como Suiza y brindar con champagne antes de que le aplicaran la eutanasia. Después desistió. Yo no quería; cuando uno quiere a una persona, quiere que viva. Luego salió Desobediencia civil y libertad responsable, que fue un libro que tuvo bastante éxito. Y los nuevos proyectos lo iban entusiasmando y enganchando.
-¿Qué encontraste en los cajones?
-Toda la correspondencia, todos los diarios, una cantidad de casetes con grabaciones de clases que había dado, apuntes, muchísimos apuntes, trascripciones de clases sobre las cuales él anotaba en los márgenes. Eso me obliga a un trabajo monumental de reconstrucción, de asegurarme de que todo coincida; hay que enmendar errores y hay que revisar y buscar, por lo cual uno tiene que conocer mucho al personaje. Sebreli escribía de un modo muy ilegible en cuadernos y libretas. Todo este trabajo es como un trabajo arqueológico, y al final, mientras lo hago, me doy cuenta de que la eutanasia era una eutanasia relativa, porque él dejaba estas pequeñas semillas. O sea, está vivo aún después de su muerte.
-¿Te sorprendieron los materiales inéditos?
-Diría que descubro cosas que son de un Sebreli multifacético, porque lamentablemente los últimos veinte años que yo compartí con él fueron años muy influidos por el kirchnerismo. Estaba muy abocado a la crítica del kirchnerismo y la gente adoptaba eso, cuando Sebreli es muchísimo más complejo. En Revoluciones menciono alguna carta en la que le dice a Blas Matamoro la angustia que siente en la dictadura; en esos seis o siete años no pudo publicar. Hay muchos aspectos, muchas vetas de Sebreli que el público de izquierda se niega a ver.
-¿A qué se debió el rechazo de un sector de la izquierda?
-En Tercer mundo: mito burgués, de 1975, plantea la idea de que las minorías son mucho mejor defendidas en los países centrales que en los países del tercer mundo, los adorados países del tercer mundo que podían ser Medio Oriente o Cuba, o lo que sea. Cierta izquierda empieza a rechazarlo, sin darse cuenta de que ese alerta de Sebreli era necesario para evitarle a la izquierda lo que pasó en los últimos diez años con Orbán, con Trump, con Milei, con Abascal, con Le Pen. Si la izquierda se ensaña con la morfología del lenguaje y se olvida de la pobreza y de las desigualdades sociales, la gente termina advirtiendo que ya no los defiende y busca otras alternativas.

-¿Le dolían las críticas?
-El mayor acoso que recibió, el mayor bullying, fue de los movimientos gays. Hasta Carlos Correas, que había sido su amigo, lo llamó “puto integrado”, porque escribía en LA NACION. Como si el puto estuviera condenado de antemano a lo marginal. Le criticaban eso y calculo que de fondo lo que les molestaba era el éxito editorial. Era gente que estaba muy cerca del kirchnerismo. Le hice leer un artículo muy hiriente que Alejandro Modarelli había publicado en Página 12; Sebreli no se enojaba, al contrario, le encantaban los desafíos y entonces lo primero que me dijo fue “Conseguime los libros que escribió este tipo”. Y le llevé Fiestas, baños y exilios, que coescribió con Flavio Rapisardi. Lo leyó y le gustó. Con Claudio Zeiger, editor de Página 12, pasó una cosa rara, algo que todavía sigue pasando, porque estoy esperando a ver que diga algo sobre el nuevo libro. En determinado momento, Zeiger era fanático de Sebreli. Cuando Mariana Enriquez era editora del diario, hablé con ella y me dijo que Zeiger no quería publicar nada porque decía que Sebreli era muy furioso contra el kirchnerismo. Un día lo encuentro a la salida de un restaurante y me dice que no se podían escribir críticas en contra de un libro. O se escriben a favor o no se escribe nada, como si hubiera una suerte de dependencia comercial con las editoriales. Si es verdad, a mí me parece una locura, porque todo se puede debatir.
-¿Qué impresión te dejó la lectura de los diarios de Sebreli?
-Los días de Sebreli eran muy heterogéneos, porque eran días en donde iba a trabajar a la escuela como maestro, leía, escribía; a la tarde se podía reunir con el padre Juan Carlos Scannone y hablar de teología, o un rato después ir a tomar algo y a comer con Correas y Oscar Masotta, o con los hermanos Viñas, o ir a una fiesta a la casa de María Luisa Bemberg, y después terminar en una tetera [baños públicos donde se realizan encuentros sexuales]. Todo estaba más o menos vinculado alrededor de literatura, música, teatro, cine, sexo y amigos. Parece heterogéneo, pero al mismo tiempo tiene como cierta línea curatorial. Es una vida que gira en torno a la cultura y su diversión en el sexo. Él creía en un sexo variado, sin pareja estable, aunque tuvo dos vínculos amorosos: un joven uruguayo, Luis Irazú, a quien le dedica Buenos Aires, vida cotidiana y alienación, y Correas.
-¿Existen relevos de Sebreli en el plano intelectual?
-Creo que no, en este momento no, porque el problema que hay es que Sebreli tenía un conocimiento universalista y era un hombre de la Ilustración. Hay una línea que viene inmediatamente después de Sebreli y Beatriz Sarlo, pero son más bien especialistas en su disciplina: uno podría pensar en Pablo Gerchunoff, en Juan Carlos Torre, en Luis Alberto Romero. También hay escritores, pero son pocos los que tienen fuerte intervención pública, uno tal vez es Martín Kohan, pero desde una postura que rehúye el liberalismo. Uno interesante y liberal es Jorge Fernández Díaz. Hay escritoras jóvenes muy revulsivas, como Ariana Harwicz o Samanta Schweblin, pero su intervención pública por ahora no es caudalosa. Hay seguramente personas más jóvenes, pero no están en la superficie. Hay que volver al intelectual total, al hombre del Renacimiento, a la idea de la Ilustración. Un intelectual con todas las letras debe huir del paper, debe volver al riesgo de pensar y opinar con libertad, y con una cosmovisión completa, epistemológica, interdisciplinaria, eso es lo que oxigena los sistemas. Además, Sebreli tenía mucha calle, algo que es muy difícil de encontrar.
-¿Al gobierno le interesa la cultura?
-No le interesa en absoluto, si pudiera cerraría todos los museos e institutos. Considera que todo lo que no reditúa ganancias inmediatas es innecesario e inútil. No entiende las visiones humanistas, no entiende que el arte nos hace mejores personas. Son unos negados para la literatura y el arte en general. La prueba está en que al frente de Cultura no ponen a un hombre de la cultura sino a un hombre del espectáculo, que tiene todo el derecho de tener esa profesión pero no de extrapolarla a un ámbito completamente ajeno como la cultura pública. Confundir cultura con espectáculo o con ganancias directas, con bordereaux, es una tragedia. Y lo más increíble que no ven, y eso está muy estudiado por los ingleses, es que la cultura produce ganancias indirectas gigantescas.
-¿Cómo vivió Sebreli los reconocimientos de los últimos años?
-Con alegría pero también con cautela, sabía que eso muchas veces tenía que ver con la manipulación política. El verdadero reconocimiento era que la gente comprara sus libros.







