Margaret Atwood reescribe la "Odisea" de Homero, con minúsculas y según Penélope
Penélope y las doce criadas, el nuevo libro de Margaret Atwood que hoy reedita Salamandra en castellano, fue parte de un proyecto de la editorial escocesa Canongate dedicado a reinterpretar los mitos de distintas culturas con una perspectiva contemporánea –en este caso, uno de los grandes poemas épicos de Homero–. Podría decirse que lo que narra, con el humor corrosivo de la autora, pero también con su característico desdén por el heroísmo, es una odisea con minúsculas, inmóvil como su protagonista en el palacio, esperando el regreso de un esposo poco confiable al que ama sin reservas y disimulando tanto su temor como su inteligencia. Y mientras tanto, va urdiendo un plan frente a los pretendientes que han tomado su casa y pretenden hacer otro tanto con el trono de Ítaca.
The Penelopiad –tal es el título original de esta nouvelle de la autora canadiense de El asesino ciego y La novia ladrona– fue el primer tomo en editarse en esa colección en 2005, junto con Weight, de Jeanette Winterson, que tomaba como punto de partida el mito de Hércules. Si bien el último volumen de la serie –de la que también participaron la premio Nobel Olga Tokarczuk, Philip Pullman, Ali Smith, David Grossman y A. S. Byatt– se editó en 2013, la intención es que continúe hasta alcanzar el centenar de historias.
Y esta historia tiene acaso más tela (o hilo, dado el material original) que la que la Atwood parece haberle querido otorgar a este breve volumen, que encuentra a Penélope contando su propia historia aquí y ahora: su infancia poco feliz en Esparta, donde su madre náyade prefería la soledad acuática y su padre intentó asesinarla; su eterna rivalidad con su prima Helena, aquí una suerte de femme fatale que recupera algo de su fantasmal aspecto con cada mortal que hunde en la desesperación, y por supuesto, su matrimonio con Odiseo, quien rompiendo con la tradición la lleva a vivir a su reino con uno de esos "engaños plausibles" en los que se basará su leyenda.
Sin embargo, no es la estratagema de hilar el sudario de su suegro durante el día y destejerlo por las noches con la que la princesa adquirió su estatus de símbolo ("¿Y en qué me convertí cuando ganó terreno la versión oficial? En una leyenda edificante: un palo con el que pegar a otras mujeres", le hace decir Atwood) lo que propulsa esta fábula, sino el espectro de las doce criadas, ahorcadas a instancias de su hijo Telémaco por su supuesta participación en el complot de los pretendientes de quedarse con el trono del que era heredero ("Ellas se quedaron colgadas con sus cabezas en fila, y en torno a sus cuellos les anudaron los lazos, para que murieran del modo más lamentable. Agitaron sus pies un rato, pero no largo tiempo", deja seca constancia la Odisea).
A través de ellas, que intervienen como coro desde el más allá dando su versión de los hechos –al compás de rimas infantiles para saltar la soga, declamadas en pentámetro yámbico y hasta escenificadas como videos de canciones pop– Atwood cambia la perspectiva del relato y lo vuelve contra Penélope, ya que esas criadas –como las otras, más famosas, de Gileád, que en 2005 aún no habían sido convertidas en símbolo de la lucha por la igualdad de género – son las encargadas de introducir las preocupaciones clásicas de la autora acerca del poder de las historias para equilibrar la misoginia y el silencio al que fue confinada durante milenios la experiencia femenina. En ese sentido, Penélope y las doce criadas está en magnífica sintonía con dos lanzamientos recientes que buscan dotar de perspectiva de género a lo que llamamos "el mundo clásico": el ensayo Mujeres y poder: un manifiesto, de Mary Beard, y la novela Circe, de Madeline Miller.
En la conferencia antropológica que cierra la historia –que probablemente enviará a sus lectores a buscar más información, dada la densidad de sus escuetas 176 páginas– se recobran las teorías de Robert Graves en Los mitos griegos sobre la posibilidad de que las criadas fueran en realidad sacerdotisas de Artemisa, con la propia Penélope como avatar de la ubicua Diosa Blanca, y su muerte una señal del paso de una sociedad matrilineal a una patriarcal, con los engaños y la violencia de Odiseo y sobre todo de Telémaco como agorera señal de lo que vendría a continuación.
Pero, símbolo o no, la muerte de las doce mujeres sigue sosteniéndose por sí misma, explica la autora, y la sangre derramada no se borra con siglos: "No es necesario que piensen en nosotras como muchachas de carne y hueso, que sufrieron de verdad, que de verdad fueron víctimas de una injusticia: eso resultaría demasiado turbador. Olviden los detalles sórdidos –recitan las criadas–. Considérennos puro símbolo. No somos más reales que el dinero".
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