La cantante británica ofreció un show magnético y lúgubre, alcanzando el punto más elevado de la segunda jornada del festival
La idea de marchar como en una procesión puede ser algo riesgosa en la inmediatez de un festival. Entre redoblantes y bombos, nueve hombres de fina estampa se pasearon custodiando a una Polly Jean Harvey envuelta en plumas negras, como un cisne negro. Hubo misterio, rigidez y expectativa. Los integrantes de la banda (entre los que se encuentran algunos socios vitales como John Parish y Alain Johannes) forman desde 2014 la unidad necesaria e implacable que hace de las canciones de su líder una micro-ceremonia de varios actos.
Desde la tensión lúgubre de “The Ministry of Social Affairs” al punk rabioso pero contenido del clásico “50ft Queenie”, Harvey convirtió al escenario principal del Personal Fest en un plató al servicio de sus fantasías. Bajo esa premisa casi teatral, sus músicos iban dando foco a diversas texturas. Podían apoyarse en los vientos más feroces de art-rock para “The Wheel”, volverse plenamente percusivos en “The Words That Maketh a Murder” o profundamente hirientes en “White Chalk”, y así traer cohesión al expansivo catálogo de la cantante inglesa.
Harvey lo sabe y sacó provecho de esa ventaja, con una mueca rígida y segura, como si se tratara de una maga con los ojos vendados tirando dagas que rozan a la audiencia. Es ese tipo de vértigo el que manejó durante poco más de una hora, donde casi no emitió palabras.
Sobre el final, sin plumas ni vendas, presentó solemnemente a sus asociados antes de retirarse con “River Anacostia”. Todos juntos al borde del escenario entonaron los últimos versos a capella, en un eco que ni los bríos bolicheros posteriores de Phoenix y Fatboy Slim pudieron cicatrizar.