Oficinistas ahogando el estrés, rugbiers exaltados y chicas de 30 que sólo quieren divertirse; un after bajo las gradas del hipódromo de San Isidro es el magma del chamuyo porteño
Antes de meterse en el baño con sus amigas, la chica rubia, que acaba de dejar a todos hipnotizados con su vestidito de algodón casi transparente, se da vuelta y, con una sonrisita pícara, le tira un beso de película romántica al pibe que acaba de pronunciar la frase ganadora de la noche: "Pendeja, te voy a romper todaaa…".
El pibe, que tiene unos 25, camisa blanca, pantalón de traje y toda la pinta de ser un cuadro junior del área de administración de alguna empresa, se queda sorprendido de su triunfo y a la vez desconcertado. "¿Tengo que entrar?", le pregunta al seguridad que custodia la entrada de los baños, pero lo único que consigue es que el grandote levante los hombros. Así que, por las dudas, se queda ahí en la puerta, esperando mientras entran y salen grupitos de chicas sin parar, todavía sin poder creer que la cosa haya sido tan fácil.
Son las diez de la noche de un jueves y en este salón del Hipódromo de San Isidro, probablemente los metros cuadrados más caretas de toda la Argentina, el after office de Darwin es puro rocanrol. Cuando abrió, en mayo de 2010, esto empezó siendo un spot para gente de San Isidro con ganas de salir después del trabajo, pero pronto la cosa explotó. "Nosotros nos posicionamos como un lugar de barrio", aclara Martín Guardiola, manager del evento. "Queremos que venga gente de San Isidro, que es de donde somos nosotros. La gente de relaciones públicas es de clubes de rugby y hockey del barrio." Sin embargo, por su espíritu de after office –una movida que creció con los happy hours de las 19 en el Microcentro, una forma de dilatar la vuelta que se convirtió en toda una industria–, no tardó demasiado en ganarse una fama de la que sus organizadores reniegan pero que claramente es el imán de todo esto: es el lugar de moda para salir de levante.
"Es el único after en zona norte", explica Juan Puissegur, uno de los ¡más de treinta! relaciones públicas que se encargan de convocar gente para que esto funcione, divididos en pequeñas células de cinco personas que responden a su propio jefe, viralizando el evento por Facebook y, principalmente, de boca en boca. "Viene gente de Capital y también de Quilmes. Se hacen 70 kilómetros para venir acá", detalla Puissegur.
Diez minutos después, cuando la chica sale finalmente del baño, el pibe la agarra del brazo y lo primero que hace es sacarse una foto con ella, como para subirla a Facebook y hablar mañana con sus amigos sobre la nena que se levantó, o algo así. Y ella se presta encantada, poniendo cara de bombacha veloz, y después pega media vuelta para irse, sólo que no va a ser tan fácil. El pibe no quiere sólo una foto y la tiene agarrada de la mano, así que la chica rubia va a estar un rato forcejeando amablemente con el muchacho hasta zafarse y volver a la pista: esto recién empieza.
El after arranca a las siete y media de la tarde. Hasta las nueve y media la entrada es gratis, después hay que pagar una consumición de 30 pesos. Y a esa hora, cuando todos ya terminaron de comer, arranca el cachengue, como en los casamientos. Y con la misma música: hits bailables de los 80, los 90 y, después de medianoche, mucho reggaetón, como para complacer a todo el público, que va desde los 20 hasta los cincuenta y pico. El salón está debajo de una de las tribunas del Hipódromo y da a una gran terraza que hay sobre el paddok, con los reflectores iluminando la pista de turf y un poco más de esas hectáreas de parque arbolado en medio de San Isidro. Y aunque la onda es office style, en la pista hay de todo: rugbiers exaltados, oficinistas con ganas de ahogar el estrés, divorciados viviendo su segunda soltería, chicas de 30 que sólo quieren divertirse y altas dosis de trampa.
"Acá hay mucho oficinista trucho y hay minas que decís: «¿Vos dónde laburás?»", dice Nicolás, un pibe de Victoria que está en una de las barras comprando un speed con vodka, mientras se trata de levantar a una morocha de Villa Ballester que se vino vestida para lastimar. Acá la mínima fracción de segundo de contacto visual habilita a los hombres a generar un contacto físico con las mujeres, agarrándolas del brazo o de la cintura, hablándoles al oído porque la música está demasiado fuerte y, muchas veces, la forma de decirle que no a un pibe es zafarse de sus brazos. Eso sí, la mayoría de las chicas no parecen incomodarse. Se lo toman como si fuera parte del juego.
Ya pasadas las doce de la noche, cuando todo es reggaetón y todos en la pista se agitan con un beat endiablado, dos chicas con jeans apretados y botas muy altas se refriegan arriba de una tarima, casi perreando, hasta que un tipo de unos 40 se sube para acompañarlas, poniéndose detrás de una de ellas y, mientras tanto, desde abajo, un amigo lo empuja rítmicamente para que se la apoye, y los dos se ríen de la ocurrencia, y las chicas también. Y de pronto del techo empieza a caer una lluvia de papelitos plateados. En la tarima de enfrente, un pibe está bailando con la camisa totalmente abierta y también tiene el cinturón abierto y ahora se está empezando a desabrochar la bragueta el jean, dejando asomar un bóxer negro apretado, hasta que entre medio de la gente aparece un tipo de seguridad, lo hace bajarse y lo pone en su lugar. Tampoco la pavada, estamos en San Isidro.
Por Juan Morris
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