La banda liderada por Wayne Coyne llegó por primera vez a la Argentina y abrió el Quilmes Rock 2011 en GEBA con un show inolvidable
Bienvenidos al insano mundo de Flaming Lips.
Bienvenidos al no tan explorado terreno de los conciertos imposibles de olvidar, de los shows musicales en los que la música es solo uno de los elementos atmosféricos, ese territorio alienígena en el que es tan normal ver pasar a un tipo disfrazado de oso, a otro navegando en una burbuja gigantesca y a otros tantos bailando en mamelucos naranja como lo es la invariabilidad del pronóstico del tiempo: lluvia de papelitos de colores con alta probabilidad de granizo de globos. Bienvenidos al delirio.
Aunque la impaciencia aceleró el proceso (considerando los casi treinta años de carrera, su primera visita a la Argentina, a esta altura era una deuda), la llegada a ese Estado Flaming Lips, igual, no es abrupta. Wayne Coyne se encarga personalmente de que no lo sea: durante la previa, sube al escenario para chequear que todo esté en su lugar, prueba sonido, habla con el público y bromea con algunos anuncios predictivos y preventorios. Que habrá luces muy fuertes capaces de ocasionar reacciones indeseadas o desmayos, que está todo bien con que enloquezcamos cuando él salga a surfear con su bola plástica pero que, mejor, no nos volvamos tan locos, tampoco la pavada. Wayne Coyne es el elegante demiurgo de todo este universo de fantasía; catalogado bajo todos los epítetos imaginados (entre marciano y loco de mierda, todos), durante estos años, él demostró ser mucho más que un fearless freak dejándose llevar por esa infinita energía por la que se dice poseído para no dejar de experimentar en su particular, inigualable, forma de hacer arte. Así pudo ponerse al frente de una de las bandas más extravagantes de todos los tiempos; y así pasó de intentar canalizar una admiración por los Who, zapando sin mucho éxito en los sótanos de su Oklahoma, a conseguir imponerse con un sonido neo-psicodélico sydbarretteano y decenas, cientos (vale la exageración), de proyectos estrafalarios. El reciente anuncio de la transformación de su ópera maestra Yoshimi Battles the Pink Robots (2002) en musical, se sumará a la lista que, ya saben, incluye una sinfonía para cuarenta estéreos, una película de ciencia ficción, una versión –¡más!- lisérgica de Dark Side of The Moon, pendrives envueltos en calaveras y fetos de gelatina.
Con semejante personaje como anfitrión, las cosas en GEBA suceden de la misma manera en la que fueron presentadas: naturalmente pero con una dosis significativa de anormalidad. Y viva la paradoja. Las imágenes en la pantalla semicircular gigante, ubicada detrás de los instrumentos, muestran a una mujer en posición de parto; una puerta ubicada estratégicamente en su, llamémosle, "parte", se abre para dar nacimiento a otro espécimen sin el cual todo esto tampoco sería posible, Steven Drozd. El violero, compositor y multi-instrumentalista, la columna vertebral, otro eterno niño cuyos problemas con la heroína alguna vez pusieron en peligro la continuidad de la banda pero ya no. No. Mientras los músicos nacen y se colocan en sus puestos y los extras naranjas bailan como locos a los lados, Coyne se mete en su nave transparente. La infla, rueda, se lanza hacia el vacío de manos y cabezas. Y "The Fear" marca el inicio oficial.
Sin el concepto de muerte, la vida sería imposible. Wayne Coyne lo dice en "Feeling Yourself Disintegrate", de su otra obra maestra, The Soft Bulletin (1999). Wayne Coyne, en realidad, lo dice todo el tiempo. En las letras de los temas, pero también con esa actitud admirable. Porque detrás de la imagen de cincuentón copado que ama cada elemento del universo y twittea fotos de su mujer en pelotas (la linda Michelle Martin, que sacó fotos sobre el escenario durante todo el show), se intuye una profundidad existencialista, una confrontación continua con la idea de lo inexorable de la mortalidad. Por eso el vivir cada minuto como si fuera el último, por eso la explotación al máximo del disfrute en cada presentación en vivo, un disfrute que puede compararse con el viaje ácido más flashero y con el festejo feliz más inocente. Al mismo tiempo, sí.
"She Don´t Use Jelly", el hit de quiebre que los llevó a MTV seguido de la infantil "The Yeah Yeah Yeah Song", representó ese combo alegre que precedió al cuelgue, al egotrip. El falsetto aniñado de Coyne, por momentos amplificado por su megáfono, arengó así y con decenas de "C´mon, go crazy, motherfuckers!". Le hicimos caso. Todos cantamos, saltamos, reímos, nos transportamos hacia el lugar más ingenuo de nuestras mentes, jugamos a olvidar preocupaciones y penas, jugamos a olvidarnos. Los disparos de Drozd, sus ruiditos y sus distorsiones, colaboraron. Y la trastornada historia espacial de Yoshimi combatiendo robots rosados, uno de los grandes himnos melanco-psicodélicos de la década pasada, nos llevó más allá. "See the Leaves", una de las pocas referencias a Embryonic (el último, el doble, el que consideran su White Album, su The Wall, su Exile On Main St.), se unió a otro de los momentos épicos esperados, el de las manos de láser con las que Wayne absorbió el poder de la luz y el color y bendijo a todos.
"What Is the Light?" fue la pregunta esotérica que anticipó el cuestionamiento final pero "Race for the Prize", también de TSB, llevó al agite de estadios a otro lugar especial: ese en el que los acordes de teclado también se corean con furor. Y, bueno, "Do You Realize??". La cachetada de verdad que necesitábamos para salir del doble ensueño, la perfecta demostración de esas inquietudes nihilistas y contraparte del miedo inicial: "¿Te das cuenta de que la felicidad te hace llorar? ¿Te das cuenta de que todos tus conocidos algún día morirán?". Antes de irse, Coyne agradece emocionado, promete y responde: "Yo sé que sí". Sí, nos damos cuenta.
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