Entre recuerdos, poemas, canciones propias y covers, la artista ofreció una performance inolvidable; hoy a las 20 dará un concierto en el mismo lugar
Momentos antes de que bajaran las luces de la sala, en un CCK colmado por gente que días atrás había acampado durante horas para conseguir una entrada, circulaba una energía compacta y atenta, esperando la aparición de ella, la mujer que se abrió paso como una anguila eléctrica en la Nueva York de la década del 70, y que se volvió fuerte en el centro de un mundo de hombres.
A las 8 de la noche, al costado izquierdo del escenario se abrió una puerta y apareció caminando con parsimonia y con una sonrisa grande como una canoa. Lo hizo como una chamana, o como un chamán, porque entre tantas y tan diferentes cosas que le debemos a Patti Smith, una de ellas es que fue y es una de las artífices de que el futuro sea sin género. Estamos yendo hacia eso.
Alargada y sabia, oracular y jovial a sus 71 años, vestida con un saco y un pantalón negro, como una loba que vio todo tipo de lunas, con un pelo fibroso y blanquísimo, se sentó como una jefa de tribu: con la calma de quien entendió que luz y oscuridad son dos aspectos de lo mismo.
Acompañada por Alberto Manguel, escritor y director de la Biblioteca Nacional, que leyó a varios poetas y escritores argentinos –Alejandra Pizarnik, Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo, Maria Elena Walsh–, por Guillermo Kuitka y por su partenaire musical Tony Shanahan, Smith nos hizo sentir rápidamente a todos que nos merecíamos estar ahí: si acaso es una rockstar, esa pose ayer la dejó en otro lado.
Smith alternó la conversación con lecturas de sus poemas y con una carta a Robert Mapplethorpe, su gran amigo, su hermano siamés, con quien vivió en el Chelsea Hotel, el volcán plantado en la calle 23 entre la Séptima y Octava que eligieron los artistas de la Nueva York de los 70 para vivir y para crear, pagando con sus obras el alojamiento.
La charla comenzó por la infancia de Smith, ese lugar al que los artistas vuelven como a un campo de maíz para extraer el bruto sobre el que tallan su mito. Y Patti tiene, en su infancia cabalgada entre Chicago, Filadelfia y Nueva Jersey, un diamante puro. Hija de la clase baja, con padre obrero y madre empleada y ama de casa, Smith no sólo supo abrirse paso como artista en un mundo de hombres, sino también en un mundo de clases. Sin redes y sin contactos, los hizo ella misma como una mariscal de campo que va por todo cuando, en la primavera de 1967, con 18 dólares en el bolsillo, viajó a Nueva York, la ciudad de los grandes sueños.
Entonces Patti cuenta de cuando era chica, de que su madre le enseñó a leer, de que a pesar de que eran pobres había libros en la casa, y nos emociona a todos. Emociona a una chica de pelo corto con remera de la Velvet Underground que le deja su fanzine en el borde del escenario. Emociona a las y los cronistas que fueron a buscar algunas imágenes y frases para licuarlas durante la noche en una reseña que le haga un poco de justicia a esta mujer enorme, infinita. Y emociona a María Moreno, una de las mejores escritoras vivas de Argentina, que se toca rápido el ojo humedecido como la mujer ruda y astillada que es, de la misma raza que la que está en el escenario.
Smith habla y escucha con atención, como si lo que estuviera pasando en esa sala pulcra del edificio del ex Correo Nacional fuera lo más importante del mundo, el aquí y ahora que busca el zen, el yoga, algunas filosofías orientales y todas las experiencias alucinógenas que cambiaron el mundo cuando Smith era joven.
También se levanta, camina unos metros y, usando la excusa de interpretar maravillosamente algunas canciones, llena el repertorio musical con temas de sus amigos: canta “It’s a Dream”, de Neil Young, “Grow Old with Me” de John Lennon, “A Hard Rain's a-Gonna Fall” de Bob Dylan, y algunos de cosecha personal, como “Wing” y “Beneath the Southern Cross”. El escenario del CCK pasa de ser un ático donde se desarrolla una conversación amable y atenta a ser un tubo de emoción que rastrilla la piel de los que tenemos la fortuna de ser testigos de cómo esta poeta, artista plástica, música y cantante desgaja sus capas como si fuera un alcaucil.
Atenta a la coyuntura, Patti recoge del suelo el pañuelo verde de la Campaña por el Aborto Seguro, Legal y Gratuito, y primero lo coloca en el atril para luego, al final, atárselo en el puño y afirmar: “Hoy las mujeres no tienen derecho sobre sus propios cuerpos”.
Ella, que engendró y dio en entrega una hija porque el aborto era ilegal y peligroso en los Estados Unidos de los 60, que tiempo después dijo: “La entregué porque quería ser artista. Así de simple. Quería crear a mi manera, no a través de otra persona, no al menos en ese momento de mi vida”. Que en 1979 reafirmó: “No deseo conocerla, ni educarla, ni ningún tipo de contacto emocional”. Esa mujer puede correrse de una situación personal sin volverla universal, y apoyar la ejecución de una política pública que es hoy más urgente y necesaria que nunca.
Cerró la noche cantando “Can’t Help Falling in Love”, el clásico popularizado por Elvis Presley, y luego de haberlo dado todo, dijo que tenía hambre y que era hora de terminar ahí el inicio de un recuerdo que será inolvidable.