En un predio abarrotado y con un escenario invisible para la mayoría, los ingleses demostraron por qué son la banda de rock más importante de esta era
“Bueno, UNA canción”, dijo Thom Yorke en su regreso al escenario, cerca de las once y media de la noche. “Ustedes están locos.”
Las notas de “Creep” dieron la última sorpresa. Ese himno de autodesprecio grabado hace 25 años se mantiene como un recordatorio de lo que Radiohead pudo haber sido –una esquirla británica de la explosión del grunge– y afortunadamente no fue. Con ese golpe de guitarra disonante de Jonny Greenwood –llamado internamente The Noise y surgido del fastidio que le provocaba a Jonny el comienzo lento del tema –, “Creep” es la sobreviviente acomplejada y super exitosa de ese debut medio fallido que fue Pablo Honey. Su inclusión fuera de programa completó el tablero: en Tecnópolis sonó al menos una canción de cada disco oficial del grupo.
Esta gira proyecta el lugar que ocupa Radiohead en el mapa de la música contemporánea, la última banda grande de rock cuya vigencia se sostiene básicamente en la evolución artística de su obra. El quinteto armó el setlist de Buenos Aires –con bastantes diferencias respecto del show de Santiago de Chile, tres días antes– como un recorrido apoyado en dos pilares: el extraordinario A Moon Shaped Pool –una inmersión profunda en su sonido actual, un pacto entre los laboratoristas de Kid A y los cancionistas de In Rainbows– y la cumbre de 1997 OK Computer, desde la tristeza abismal de “Lucky” a esa rapsodia bohemia en rivotril que es “Paranoid Android”.
En ese plan, las variables físicas del Soundhearts Festival no fueron las ideales. En principio, Tecnópolis pareció quedar chico para las casi 40.000 personas que pagaron su entrada. No en términos reglamentarios, pero sí atendiendo a las condiciones básicas de confort (las colas imposibles para usar un baño químico fueron un síntoma) y, sobre todo, a la hora de tener una perspectiva razonable del show. El campo estaba abarrotado y era difícil ver el escenario si no medías un metro noventa. Tal vez previendo esto, la producción dispuso dos pantallas entre medio del público, en la zona de la torre de sonido. Esta decisión por un lado permitía un acceso más directo a las visuales –un mix de texturas digitales y los cinco magníficos alternando planos en una especie de mosaico–, pero a la vez esas dos pantallas venían a decirte que eran tu única opción para ver lo que pasaba en el escenario.
En cuanto al sonido, era fantástico en el centro del campo y algo más tosco y débil hacia los costados. De todas formas da la impresión de que Radiohead podría sonar bien en cualquier parte: el ensamble funciona con una precisión y una plasticidad absolutas, ya desde el comienzo espectral con “Daydreaming” –ese piano acechante y a la vez dulce– que impuso el rumbo, atravesando momentos de belleza desnuda como “Pyramid Song” y “Exit Music (for a Film)” y también descargas nerviosas como la de “Bodysnatchers”.
Fue un show extenso, de dos horas y media, que tuvo un anticlímax en la mitad dado por un problema de seguridad en la valla más cercana al escenario. Yorke detuvo a la banda en los primeros compases de “The Gloaming” –“no queremos que nadie salga lastimado”– y el bache duró unos quince minutos, que sirvieron para que el público hiciera sus gracias (de un improbable “Radiohead es un sentimiento no puedo parar” al ubicuo MMLPQTP, pasando por el feliz cumpleaños a Ed O’Brien, que hoy cumple 50), pero también para que Yorke regalara una versión a capella de ese precioso tema de Hail to the Thief. Yorke es un frontman excepcional. Además de ser una de las grandes voces del rock, con un falsete capaz de fluir en cualquier paisaje sónico, desarrolló un personaje en vivo que alterna desolación y comicidad, un maestro del swing para una orquesta fantasmagórica.
Tras el parate forzado que enfrió el show, el quinteto encaró una segunda mitad en la que sobresalió la potencia eléctrica de “Feral” y la apilada del final: el tramo que fue de “Desert Island Disk” a “Idioteque”, la maravilla neurótica de Kid A que se pregunta si esto realmente está ocurriendo. Después de los bises –“Present Tense”, “2 + 2 = 5”, “Paranoid Android”, “Creep”– quedó la impresión de que no fue un show tan conciso y memorable como el de 2009 en el Club Ciudad. Tal vez por las condiciones, tal vez porque aquella había sido la primera vez en la Argentina. Aun así, quedó claro que Radiohead es una banda difícil de batir en vivo y que seguirá reinando en este mundo por un buen tiempo.
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